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Felipe Quispe: el presidente indio que no fue

Felipe Quispe: el presidente indio que no fue

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Despedimos a Felipe Quispe, dirigente aymara, un personaje legendario de la historia boliviana reciente y clave fundamental para entender el proceso de reconstrucción del orgullo indígena en el vecino país.

A principios de los 90, el Mallku formó parte del Ejército Guerrillero Tupaj Katari (EGTK). En 1992 cayó preso, luego de un breve intento de insurgencia armada, junto con los hermanos García Linera y la investigadora mexicana Raquel Gutiérrez, entre otros. Célebre e inolvidable fue su diálogo con la periodista Amalia Pando antes de entrar a la cárcel: 

-¿Por qué hacen esto?  

-Para que mi hija no sea tu sirvienta- contestó sin mirarla a los ojos. 

Al ex dictador Hugo Banzer (1971-1978), que después fuera el elegido por las urnas en 1997, le dijo “Le hablo de presidente a presidente”. Otros recordarán el día que dejó plantado al expresidente estadounidense Jimmy Carter…

En enero de 2004, cuando en Argentina todavía se oían los ecos del “Que se vayan todos”, viajé por primera vez a Bolivia. En octubre de 2003, sin poder despegarnos del televisor, con la amiga y socióloga ya fallecida, Norma Giarracca, seguimos el levantamiento de la ciudad aymara de El Alto, que llevaría luego a la caída del presidente Gonzalo “Goni” Sánchez de Lozada y a la apertura de un nuevo ciclo político. El canal Crónica TV transmitía en directo lo que ocurría en Bolivia, las 24 horas, casi sin interrupciones, con una música tremendista de fondo, tal como lo había hecho dos años antes con la gran crisis argentina. 

Tuve el privilegio de ingresar al mundo andino de la mano del inescrutable Felipe Quispe, el Mallku, a quien conocí apenas puse pie en La Paz. El aura plebeya de mi más reciente trabajo de entonces (sobre los orígenes y avatares del movimiento piquetero, libro publicado junto con Sebastián Pereyra) habían posibilitado el contacto. Aun así, en Bolivia algunos intelectuales me miraban extrañados y pocos entendían la clave latinoamericana que lo había motivado. El turismo político llegaría años más tarde. Todavía estábamos lejos de la fiebre política militante que se desataría años después, luego de la asunción de Evo Morales a la presidencia, en 2006, hecho que convertiría a Bolivia en el nuevo faro de las luchas continentales, en el marco del ciclo progresista latinoamericano.

Durante los tres primeros días de mi estancia en La Paz, el Mallku, alto, enorme, siempre vestido con campera de cuero negro y sombrero del mismo color, no me dirigió la palabra. Era como si yo no existiera. Solo se dirigía a mi pareja, en ese entonces un hombre de los movimientos sociales argentinos. Yo decidí aceptar el escrupuloso rol de “dama de compañía”. No era la primera vez que me sucedía tener que tolerar tales desplantes. Me había ocurrido en el Norte y en algún lugar del Conurbano bonaerense, donde por ser mujer, blanca y con cierto nivel de empoderamiento, generaba en algunos dirigentes sociales una fuerte toma de distancia. En aquel entonces me dolía sentirme rechazada, aún si en mi fuero interno lo adjudicaba exclusivamente al machismo inveterado de nuestro conservador campo popular. Años más tarde aprendería que a la hora de entrevistar a dirigentes indígenas, sobre todo en el mundo andino, tenía primero que aceptar aquella puesta en distancia, que no era otra cosa que la instalación de un marco diferente, de otra temporalidad, para desarrollar así el cuidadoso arte de saber escuchar. Por sobre todas las cosas, aprendí que nunca tenía que hacer preguntas de modo sucinto y directo. El uso de la elipsis y la pregunta indirecta, retrabajada en diferentes y sucesivas oleadas de acercamiento, el establecimiento del sencillo y antiguo arte de la conversación, eran condiciones necesarias para ir generando un espacio de mutua confianza. De lo contrario, la sola idea de ir al punto directamente, desbarataba cualquier intento de comunicación real con el mundo indígena.

Finalmente, al tercer día de estar en La Paz, el Mallku clavó su mirada sobre mi silencio y comenzó a hablarme. Yo respondí como si nada hubiera ocurrido durante esos días y la comunicación comenzó a fluir con una naturalidad que todavía me sorprende al recordarlo. Viajamos junto con él hasta su Achacachi natal, donde a 4000 metros de altura, presenciamos un partido de fútbol femenino, con mujeres aymaras que reían de modo cándido todo el tiempo y corrían desordenadamente detrás de la pelota. Me entregué al placer de navegar en una canoa por las apacibles aguas del lago Titicaca. Comimos una sopa con unos pececitos en el esperado apthapi, donde la comunidad nos agasajó con todo tipo de productos de la tierra. Todo me impresionaba. Detrás del Mallku había una comunidad aparentemente tranquila, que tres años atrás había sido protagonista de grandes bloqueos y movilizaciones.

En La Paz tomaría contacto con el grupo de intelectuales Comuna, a través del sociólogo Alvaro García Linera, quien ese entonces ya era conocido por sus cada vez más frecuentes intervenciones mediáticas como analista político. García Linera, junto con sus colegas de Comuna, acababa de publicar una serie de ensayos sobre “El retorno de la Bolivia plebeya”. Escribían ahí Raquel Gutiérrez –quien recién había abandonado Bolivia, para regresar a México-, Luis Tapia, Raúl Prada Alcorezza y Oscar Vega Camacho. Pese a que tenía vínculos históricos con el mundo aymara y muy particularmente con Quispe, García Linera me propuso viajar a Cochabamba para conocer a las organizaciones cocaleras, con quien ya mantenía fluidas relaciones. Aseguraba que había ahí algo nuevo, algo dinámico en aquellos movimientos sociales de la tan perseguida zona cocalera. Pero no hubo oportunidad. No sé si lo supo de antemano, si alguien del grupo se lo contó, pero el caso es que Quispe me retuvo más tiempo de lo esperado en Achacachi y el camino de regreso desde el Titicaca hasta La Paz se hizo infinitamente largo, entre paradas técnicas y un largo almuerzo donde disfrutamos de las truchas salmonadas del lago. Creo haber advertido una sonrisa pícara en el Mallku, cuando advertí que no llegaría a tiempo a La Paz.

Aunque todavía era un líder muy importante, el Mallku ya empezaba a quedar a un costado de las líneas de poder que asomaban al calor de las luchas antineoliberales. Un posicionamiento político radical, difícilmente digerible para las clases medias urbanas y un separatismo encubierto en nombre de la identidad altiplánica aymara, comenzaban a dejarlo en un lugar cada vez más marginal. Entre otras cosas, una abierta enemistad, por no decir un recíproco odio infinito, lo separaba del otro dirigente histórico, el cocalero Evo Morales. 

El Mallku no pudo ser el primer presidente indio de Bolivia, como él hubiese querido. Es cierto que fue un líder controvertido, pero sin su discurso provocador, orgulloso de la indianidad, sobre todo de la identidad aymara que tanto recuerdan en El Alto; sin su accionar desafiante, guerrero y comunitario, que venía de lejos y se conectaba con la memoria larga de las luchas, la sociedad boliviana difícilmente habría iniciado en este siglo el escarpado camino de la democratización política. 

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