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18 de junio de 2022 00:02 h

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I. Me molestan, me exasperan, me dan escozor las atribuciones de ser. Me resultan hostiles, cuando no agresivas. Sobre todo cuando provienen de otros -aunque también me molestan cuando vienen de uno mismo, cuestión habitual-. Creo que atribuirle a alguien formas de ser es someterlo a la fijeza, al prejuicio, a una imagen, a un ideal. No sólo se lo encierra en un ser, sino que se lo hace obedecer al prejuicio con el que está estipulada esa forma de ser, se lo hace condescender al repertorio que el sentido común dispone para cada una de esas formas. Es, en definitiva, no dejar que el otro sea otro respecto de uno pero, sobre todo, respecto de sí mismo. Como si uno tuviera que ser siempre el mismo, como si no hubiera escapatoria. Las atribuciones de formas de ser acaso sean una especie de grillete que deja a alguien preso de las suposiciones -propias o ajenas-. Se encasilla a alguien desde las supuestas formas de ser, porque se cree que existe el ser cerrado sobre sí mismo, fijo, coagulado. Me gusta cómo lo dice Gastón Bachelard: “se quiere fijar el ser y al fijarlo se quiere trascender todas las situaciones para dar una situación de todas las situaciones (...). Y el lenguaje lleva en sí la dialéctica de lo abierto y lo cerrado. Por el sentido, encierra, por la expresión poética se abre (...) el hombre es el ser entreabierto”. Pero además, las atribuciones o las definiciones por el lado del ser pretenden que alguien es de determinada manera en sí misma -“el pandemonio de los discursos sociales”, dice Barthes-. Esas miradas esencialistas -y esencializadoras- hacen que se anule cualquier contingencia que implica el encuentro con otros. Atribuirle al otro formas de ser es anular, además, la posibilidad de que pasen cosas en la sorpresa de lo inesperado.

 II. Salirse de esas atribuciones -que son letra muerta- nos pone de frente con lo vivo. Y entonces pienso en la diferencia entre ser y estar. En la diferencia que puede escribirse en ese espacio pequeño. No es lo mismo ser algo, que estar algo. Estar de determinada manera, en un momento particular, en una escena situada, en un instante que no es eterno. Concebirlo así nos posibilita pasar de lo absoluto a lo contingente. Del monstruo de la totalidad, a la insinuación del fragmento. Se trata de la oscilación, del vaivén, del centelleo (Barthes). Se trata de la posibilidad de que nuestro destino sea incierto, de que no esté escrito desde siempre y para siempre. Se trata de que haya lugar para la experiencia.

 III. Los celos -como casi todo lo que inquieta- entran en esas categorías establecidas, en esas doxas del “es sabido que” (Barthes), en esos lugares fijos, preconcebidos y preformateados. Alguien dice “celos” y las cosas se disponen a la sospecha, a la mirada alerta; alguien dice “celos” y las cosas se disponen a la lección, al manual, a la evaluación y a la reprobación, cuando no a la sentencia. En ese despilfarro de saberes y arrogancias, de patologizaciones y normalizaciones, suele venir también la idea de que los celos son por inseguridad. Alguien es celoso porque es inseguro. Doble cerrojo, doble clausura, doble culpabilización. Ahora no sólo hay que curarse de los celos, sino también de la inseguridad. No considero que los celos sean por inseguridad. Una cosa es la inseguridad y otra son los celos. Empastarlos impide pensarlos. En la distribución del sentido común las mujeres somos celosas por inseguras, por intensas, por locas, mientras que los hombres son celosos porque son posesivos y violentos. Algo así, estoy exagerando. No siempre todo es igual a sí mismo.

Alguien dice “celos” y las cosas se disponen a la sospecha, a la mirada alerta; alguien dice “celos” y las cosas se disponen a la lección, al manual, a la evaluación y a la reprobación, cuando no a la sentencia.

 IV. Me molesta que no se puedan pensar los celos más allá de las condenas de las que son objeto. Como si los celos fueran siempre lo mismo: la causa de algo peor. Como si los celos, una vez que empiezan, sólo pudieran terminar en un infierno o en la violencia. Hay todo un mundo más acá de la violencia, hay todo un mundo para experimentar. ¿Cómo es que se pretende sofocar una experiencia tan cotidiana como los celos? ¿Todos los modos en los que aparecen los celos son iguales? Me gustan los celos que cifran algo del deseo. Y aunque no los sienta de veras, a veces los practico para producir una verdad.

 V. Para Lacan, y podría decir que para Barthes también, hay una relación indisociable entre el deseo y los celos. Y quizás se trate de diferenciar cada una de las cosas que se superponen ahí: celos, envidia, inseguridad, posesión, bienes. Leer de qué están hechas las cosas, pensar es separar, cortar. Mientras que el odio y la envidia se dirigen al ser del otro, a ese ser que se le supone, a ese tener que se le atribuye, a ese Ideal en el que se lo coloca, los celos no apuntan a eso, no se alimentan de lo que el otro tiene o de querer poseer al otro. ¡Cuánto pensamiento burgués hay que tener para suponer que los celos solo pueden ser una cuestión de propiedad!

Una cosa es la inseguridad y otra son los celos. Empastarlos impide pensarlos. En la distribución del sentido común las mujeres somos celosas por inseguras, por intensas, por locas, mientras que los hombres son celosos porque son posesivos y violentos

 VI. Roland Bartes y los celos: 

“Y no me parece posible estar enamorado, incluso si es de una manera laxa y relajada, como se puede imaginar a los jóvenes de hoy, sin que finalmente, en ciertos momentos, los celos no atraviesen el sentimiento amoroso” (...). Viví entre amigos más jóvenes que yo. A menudo me quedo estupefacto ante lo que a primera vista es la ausencia de celos en sus relaciones. (...) Si se los mira con más atención, uno se da cuenta de que hay movimientos de celos, incluso entre ellos (...). El sentido común dice que hay un momento en que es necesario desprender «estar enamorado» de «amar». Se deja de lado el «estar enamorado» con su cortejo de engaños, ilusiones, influencias tiránicas, escenas, dificultades, incluso suicidios… Para acceder a un sentimiento más pacifico, más dialéctico, menos celoso, menos posesivo (...). El enamorado lucha para no ser sometido. Pero fracasa. Comprueba con humillación, y a veces con delicia, que está enteramente sometido a la imagen amada. Y por otra parte, en los buenos momentos, sufre mucho por tener que someter al otro“.

 VII. Más Roland Barthes: “como celoso sufro cuatro veces: porque estoy celoso, porque me reprocho el estarlo, porque temo que mis celos hieran al otro, porque me dejo someter a una nadería: sufro por ser excluido, por ser agresivo, por ser loco y por ser ordinario”. Me gustan las pequeñas escenas de celos sobreactuados que nos hacemos con amigas. No son reclamos, ni reproches -eso es otra cosa-: son esbozos de amorosidad.

VIII. “Después del arte de los celos, todo parece gris, una negociación firmada sin conocer antes las condiciones (…). El celar es la génesis de nuestro pensamiento en armas. Que después vengan los libros.”, dice María Moreno. Y también dice: “Los celos verdaderos son los infundados”. Los celos no siempre necesitan un fundamento porque son ellos mismos el fundamento, el del desear. Cuando Freud, siguiendo a Theodor Fontane, dice: «esto no anda sin construcciones auxiliares», el “esto” se refiere a la realidad y “las construcciones auxiliares” a la fantasía. No hay modo de que la realidad ande sin la fantasía. Y compara a las fantasías con un parque natural, con una reserva donde los reclamos y las exigencias del mercado no logran pasar, donde la libertad, de la que nos privó la realidad, puede ejercerse. En el parque natural puede crecer y pulular, dice Freud, todo lo que quiera hacerlo, “aun lo inútil, hasta lo dañino”. Ese es el reino de la fantasía. Y ¿qué sería de la fantasía sin los celos? Porque los celos alimentan la fantasía y no al revés. Hay quienes creen que para tener celos debe haber motivos y lo que no entienden es que los celos son el motivo. Los celos no se aplacan con pruebas, los celos no se dirimen en el terreno de lo fáctico. Los celos no entran en disputa con la realidad, porque ellos son una verdad. Los celos y la fantasía no necesitan datos, no necesitan información, porque son lo otro de la información. Se nutren de cosas sutiles, pequeñas –una mirada, un gesto, una sombra– y con ello hacen un mundo, el mundo del vacilante sentimiento amoroso. Arremeter contra los celos subidos a la topadora del imperativo moral o manejando la aplanadora del moralismo imperante, es arrasar con la tierra fértil donde crecen el erotismo y el deseo: otros nombres de lo inútil y lo dañino.

IX. Hay celos y celos, sí. Hay celos insoportables, para uno y para el otro. Pero no me refiero a esos, a esos celos que impiden, sino a los que posibilitan, abren, suscitan, provocan deseo. A esos celos que se escriben entre uno y el otro. Ese entre, ese espacio que abre todo un universo, ese espacio en el que uno está pero no es. Un espacio en el que uno se encuentra, en el sentido del hallazgo. Estar y no ser. Estar en un lugar, un rato, un instante; estar como modo de fundar una experiencia. No es lo mismo ser la que no tiene lugar, ser la excluida, que estar en un entre, en un espacio que dé lugar al paso, al pasar, a que algo pase.

Hay celos y celos, sí. Hay celos insoportables, para uno y para el otro. Pero no me refiero a esos, a esos celos que impiden, sino a los que posibilitan, abren, suscitan, provocan deseo.

Lo pensé por lo siguiente: no fui una hija esperada. Mis padres no esperaban un cuarto hijo. No haber sido esperada no quiere decir que no haya sido deseada. Los hijos se desean aunque no se los espere y al revés: se los puede esperar y no desear. Cuestión que en el departamento inmenso en el que vivían mis padres y mis tres hermanos no había una habitación de más para mí, ni había lugar en la de mis hermanas, que ya la compartían entre ellas. Entonces se improvisó un lugar para mí en un pasillo, hasta tanto nos mudáramos. Pero más que un pasillo angosto era un distribuidor amplio, esos que conectan a la vez con varios otros espacios de la casa. Tengo el recuerdo un poco borroso de las tres puertas: una hacia la habitación de mis hermanas, otra hacia el living y otra más hacia las habitaciones de mis padres y de mi hermano. No importa ahora si era así exactamente. Nunca pensé que eso significaba que no había lugar para mí en esa familia, nunca se me cruzó que yo había quedado afuera o que no había sido incluida en los planes familiares. Nunca percibí exclusión en eso -mi papá, que era el que menos esperaba un cuarto hijo, siempre hacía referencia a ese pasillo, y lo hacía con amorosidad y risas-. En cambio, alguna vez pensé que ese espacio inaugural había fundado para mí la posibilidad de no estar demasiado adentro de esa familia, de no estar demasiado metida en todo eso, de estar más bien de paso. “De paso y a la vez conectada”, me dijo alguien que escuchó esta historia hace poco. Mi preferencia por las nociones de entre, a la vez que por la de paso -pas, que en francés también es no- acaso provenga de ese espacio en el que fui alojada amorosamente.

AK

I. Me molestan, me exasperan, me dan escozor las atribuciones de ser. Me resultan hostiles, cuando no agresivas. Sobre todo cuando provienen de otros -aunque también me molestan cuando vienen de uno mismo, cuestión habitual-. Creo que atribuirle a alguien formas de ser es someterlo a la fijeza, al prejuicio, a una imagen, a un ideal. No sólo se lo encierra en un ser, sino que se lo hace obedecer al prejuicio con el que está estipulada esa forma de ser, se lo hace condescender al repertorio que el sentido común dispone para cada una de esas formas. Es, en definitiva, no dejar que el otro sea otro respecto de uno pero, sobre todo, respecto de sí mismo. Como si uno tuviera que ser siempre el mismo, como si no hubiera escapatoria. Las atribuciones de formas de ser acaso sean una especie de grillete que deja a alguien preso de las suposiciones -propias o ajenas-. Se encasilla a alguien desde las supuestas formas de ser, porque se cree que existe el ser cerrado sobre sí mismo, fijo, coagulado. Me gusta cómo lo dice Gastón Bachelard: “se quiere fijar el ser y al fijarlo se quiere trascender todas las situaciones para dar una situación de todas las situaciones (...). Y el lenguaje lleva en sí la dialéctica de lo abierto y lo cerrado. Por el sentido, encierra, por la expresión poética se abre (...) el hombre es el ser entreabierto”. Pero además, las atribuciones o las definiciones por el lado del ser pretenden que alguien es de determinada manera en sí misma -“el pandemonio de los discursos sociales”, dice Barthes-. Esas miradas esencialistas -y esencializadoras- hacen que se anule cualquier contingencia que implica el encuentro con otros. Atribuirle al otro formas de ser es anular, además, la posibilidad de que pasen cosas en la sorpresa de lo inesperado.

 II. Salirse de esas atribuciones -que son letra muerta- nos pone de frente con lo vivo. Y entonces pienso en la diferencia entre ser y estar. En la diferencia que puede escribirse en ese espacio pequeño. No es lo mismo ser algo, que estar algo. Estar de determinada manera, en un momento particular, en una escena situada, en un instante que no es eterno. Concebirlo así nos posibilita pasar de lo absoluto a lo contingente. Del monstruo de la totalidad, a la insinuación del fragmento. Se trata de la oscilación, del vaivén, del centelleo (Barthes). Se trata de la posibilidad de que nuestro destino sea incierto, de que no esté escrito desde siempre y para siempre. Se trata de que haya lugar para la experiencia.