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Eso en mí que habla de ausencias.

Mariano Siskind

I. Me doy cuenta de que las vacaciones significan, para mí, mucho más que un lapso de descanso. Mucho más que un momento de corte con el trabajo y las actividades habituales. Sobre todo en los últimos seis años. Porque vamos de vacaciones siempre al mismo lugar y a la misma casa. Y entonces es un lugar al que vuelvo, es un lugar que espero, y que funciona de la siguiente manera: es lo suficientemente conocido para que no me inquiete -la exuberancia de la naturaleza, sobre todo- y, a la vez, siempre tiene algo distinto, porque el año que antecede a la llegada transcurre siempre distinto. Volver ahí entonces suscita, involuntariamente, una especie de revisión -no sistemática, ni prolija, ni del todo consciente- de las diferencias con el año anterior. Y por lo general esa revisión consiste, más que nada, en una revisión de las pérdidas del año. Es algo así como la anotación, la inscripción, el pellizco que deja la marca de las ausencias. Ahí se terminan de escribir las ausencias. Como si en estos últimos años el proceso de cicatrización comenzara en ese tiempo y en ese lugar. Es una lectura que hago ahora, que ya volví de las vacaciones; no es algo que pueda anticipar, ni es algo que me proponga. Es un lugar en el que soy muy feliz. Por eso mismo, puedo también empezar a revisitar las pérdidas.

II. Las vacaciones, en estos últimos años, las prefiero así: lo más quietas posible. Sin urgencias por conocer lugares nuevos, ni alienaciones a mandatos de “lo que hay que hacer”, incluso en ese lugar en el que hay muy poco para hacer. Después advierto que así también vivo otros viajes o incluso mi vida habitual en Buenos Aires. Pero en las vacaciones eso llega al paroxismo. Hace seis años que vamos ahí y todavía hay lugares cercanos que nunca visitamos ni conocemos. Pero tampoco los necesitamos. Encontré un modo de estar inédito, en el que nada me apura, nada me apremia, nada me obliga. Volver a esa casa, en ese lugar tan pero tan impresionantemente perfecto que es Traslasierra -nunca sabemos si vamos a poder volver al año siguiente a la misma casa- es volver a un tono, a un registro, a un sonido que cobija y que arrulla, que tranquiliza y que arropa; que ampara y que acaricia. Me gusta mucho cómo se siente la verdadera arbitrariedad del clima, que puede cambiar varias veces en un mismo día, y que expone su condición neta de lo transitorio y de lo efímero. Un cielo puramente celeste puede transformarse en la más arrasadora tormenta tan sólo en un instante, para volver a un brillo inusitado, como si no hubiera pasado nada.

No se trata de un lugar que me haya protegido de las malas noticias. No es eso, no voy en el sentido de una fuga. Porque a pesar de que, mientras estuvimos ahí, han sucedido cosas irreparables en Buenos Aires, siempre queremos volver. No se me volvió hostil, sino al revés: es lo suficientemente acogedor como para poder estar ahí y recibir también malas noticias. Y a pesar de que me gusta mi vida habitual y de que en algún momento ya quiero volver a ella, nunca es suficiente el tiempo que paso en ese lugar.

III. Hay personas que prefieren las vacaciones en compañía de otros amigos, que la sociabilidad no se interrumpa tampoco en las vacaciones. Nosotros preferimos, y así lo hemos construido juntos en estos años, una soledad compartida -entre nosotros-. No fue un plan diseñado, fue un encuentro. Nos gusta encontrarnos en las vacaciones. “Estar con quien se ama y pensar en otra cosa: es de esta manera como tengo los mejores pensamientos, como invento lo mejor”. La frase es de Barthes y podría ser una frase precisa y atinada para epilogar nuestras vacaciones.

IV. Y ese pensar en otra cosa también es la lectura. Leer casi sin interrupciones: esa es la promesa que se cumple en estas vacaciones. Porque, como señala Juan di Loreto acá, “en las vacaciones el tiempo parece más nuestro. «En el año», en «la realidad», estamos atados a horarios, citas, demandas que las vacaciones parecerían diluir. Es la máquina social, diría Deleuze, que tritura tiempo y deseo, que quizás sean la misma cosa. Pero nuestro tiempo se ha vuelto más complejo. La sociedad también quiere colonizar el ocio, porque la tecnología ha potenciado la conexión, es decir, la posibilidad de demanda sobre el individuo. Consultas fuera de agenda (...). A todo eso se le puede llamar feedback, Internet 2.0 o simplemente aturdimiento”. En las vacaciones intento fabricar también los silencios necesarios para que el aturdimiento cese. Lo intento y a veces me sale. A veces puedo parar el aturdimiento, también ese al que se refiere Pappo: Son muchos pensamientos/ para una sola cosa.

V. Sounds of silence: “«Qué silencio, ¿no?», dijo Mara. Le dije que sí, pero pensé que era nuestra deformación sensorial de porteños lo que nos hacía confundir la falta de ruidos urbanos con el silencio verdadero. Porque ahí arriba, en plena sierra, tan largo y tan inexorable como el verano, nos aturdía el grito desesperado de las chicharras. Anunciaban el calor más cruel, y a la vez lo denunciaban; protestaban porque había llegado y avisaban que iba a seguir. El calor a su vez enloquecía a los insectos, que por eso llenaban el aire espero de zumbidos ondulantes, y hacía crepitar las cosas (las hojas, las ramas, los pastos) a fuerza de resercarlas.

No obstante, sí: había silencio“, dice el narrador de ”El silencio“, un cuento de Desvelos de verano, de Martín Kohan. Esos cuentos fueron escritos en su mayoría en ese lugar al que vamos desde hace seis años. Sin embargo, trato de suspender lo que sé del autor y de sus circunstancias durante la escritura para poder leerlos. Me pasa igualmente con las llamadas literaturas del yo: pretendo que no se instale una lectura del Yo. Leer un texto sosteniendo el pacto de ficción me resulta indispensable. Me gustan los procedimientos literarios y me interesa bastante poco el mundo del autor, si lo que cuenta pasó o no pasó así. La verdad de la ficción es tan potente que no me importa la verdad fáctica. Y de ese modo leí la nueva y bella novela de Mauro Libertella: Un futuro anterior. Y subrayé, entre otras cosas, lo siguiente: ”se pueden tener sentimientos contradictorios, en disputa; no sólo es posible, es inevitable; casi toda la vida, de hecho, es eso: una batalla muda entre hipótesis encontradas que nos habitan, una guerra civil de bolsillo“ (Agregado: me gusta haber coincidido en ese subrayado con Agustina Larrea en sus Mil Lianas, que leo todos los viernes).

Por eso creo que el libro blanco que sacó Seix Barral, y que no tiene el nombre del autor en ningún lado -más allá de que, si uno lo lee habitualmente, se puede reconocer al autor apenas nos ponemos a leer el libro- es una intervención en cierto estado actual de cosas. Una época en la que predomina, una y otra vez, la fetichización del escritor, no sólo en la escritura sino, sobre todo, en la lectura. La trama del libro blanco pasa justamente por ahí: el narrador, que es un escritor, va hacia el repliegue, no quiere “figurar en nada”. En un momento en el que lo identitario lo es casi todo, en el que la imagen, la autopromoción y el estar delante de los textos resultan un valor, el narrador del libro anónimo fabrica su propia sustracción haciendo del anonimato un lugar al que llegar. Se trata no sólo de la soberanía del lector, sino también de la del texto.

En ese mismo libro leo acerca del silencio lo siguiente: “en el silencio del bosque, el falso silencio que el hombre considera verdadero porque no son sus ruidos los que se oyen en el aire (sí cantos de pájaros, vibraciones de insectos, el viento silbando entre las ramas), se oye el vibrador de un teléfono”.

VI. Leer, leer, leer. Me llevo un bolso ridículamente enorme, lleno de libros. Sé que es imposible que lea todo eso en tan poco tiempo. Pero la promesa de la lectura sin apuros es muy tentadora y no me resisto a economizar el peso de ese, siempre el mismo bolso. Tampoco puedo saber, antes, de qué lecturas voy a tener ganas. Tampoco sé si me va a gustar eso que creo que quiero leer. Y a veces puedo dejar un libro porque me enoja la solemnidad del narrador, por ejemplo. Las lecturas, en vacaciones, se van conectando unas con otras involuntariamente, quizás porque se está dispuesto, de manera distinta, a las múltiples líneas de sentido. Y entonces vuelvo a pensar en el libro anónimo blanco cuando leo Prestigio. El uso de la palabra “prestigio”, aplicada sobre todo a LA CULTURA, es una máquina de humo que vela las condiciones reales del trabajo (meses sin cobrar un trabajo, trabajos gratis, por ejemplo. ¡Ah! reclamar pagos: eso sí que no se toma vacaciones). Prestigio: gran ironía en el título de Rachel Cusk. Una novela contra la sacralización de la figura del escritor.

VII. Cada vez que levanto la vista del texto (como diría Barthes, es ahí que se produce la lectura), tengo ocurrencias que me llevan a lecturas anteriores o, incluso, a lecturas inusitadas. Hallazgos sutiles y chiquitos. Subrayados, como los que hago en los textos, pero en la vida. Y lo considero lo contrario a la identificación. No se trata de que me encuentre a mí misma en los textos, sino del modo en que un texto queda interrumpido en ese gesto y la lectura, siguiendo a Barthes, empieza a diseminarse, a dispersarse; es impertinente e irrespetuosa. “El placer del texto es ese momento en que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas, pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo”. Descansar del propio Yo: las verdaderas vacaciones.

VIII. Nací el 29 de enero de 1971 en Mar del Plata, en un edificio al que llaman “máquina de escribir”. Y pasé en Mar del Plata todas las vacaciones de verano de mi infancia. Nací ahí porque mi mamá, que ya tenía tres hijos y veraneaba desde diciembre hasta marzo en la ciudad “feliz”, no tenía ganas de volver a la capital a tener otro parto.

Acaso sea como dice María Negroni en El corazón del daño: “se escribe, dicen, con una mano arrancada a la infancia”. Nací en vacaciones de verano, en un lugar que hacía muy feliz a mi mamá, cuya ausencia reciente todavía no terminó de escribirse.

Eso en mí que habla de ausencias.

Mariano Siskind