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Sobre este blog

13 de septiembre de 2021 06:51 h

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Esta vez había soñado con el Soda. Un zaino colorado. Marrón cobrizo, crines negras. Ya en retirada, el matungo había llegado al picadero, un corral de forma rectangular de límites de madera con piso de arena, donde se suele aprender a andar a caballo, y se entrena en equitación. Pasé horas, años, dando vueltas ahí con él. Soda, en plan retiro. Yo, con la expectativa de pasar a la pista central de salto. Con más de 113.000 muertos a causa del Covid, en el intento de aferrarnos a algo vital, de poner límites en las rutinas laborales y en las personales aparecieron el Soda y el picadero del Hípico La Plata. Separado del zoológico por la avenida 52, justo a la altura de la jaula-ambiente de los elefantes, el rectángulo cercado con listones de madera despintandos, con tres letras en los laterales y dos en cada cabezal era la síntesis de la monotonía. La rutina del vivir sin pandemia ni urgencias en medio del bosque platense. Sin duelos conscientes. Dejé el picadero de un día para el otro. Nunca supe cuándo ni tampoco cómo murió el Soda. Nunca fue mío. No tengo ni idea cómo llegué a él. Menos cómo se fue de mi vida. Sólo tengo la certeza de la frecuencia: una hora, tres veces por semana, paso, galope, trote levantado, paso, galope, trote levantado durante seis años. Y eso es lo único que recuerdo. Y al profesor, cada tanto dando una orden: “Cambio longitudinal”. De tal letra a tal. Nada más. 

Entre acompañamientos a distancia, partes médicos, el dolor y el miedo, puedo entender que el picadero es quizás la imagen de un territorio de la infancia en el presente. Un espacio delimitado donde el cuidado por cada movimiento es milimétrico. De letra a letra. Manos, boca y hocico unidos por las riendas. Las piernas parte del lomo del Soda. La precisión. El detalle. En la despedida de lo que se pierde, en la atención por los que quedan y en la edición de este segundo número de la revista de elDiarioAR, se configura un recorte que busca, que intenta, pensar en dar algo de seguridad: la seguridad de que siempre podemos explorar sobre lo incierto. 

 Parte del oficio del periodista consiste en preguntar y, en el que hacemos en elDiarioAR, es también mirar con atención al poder e incluso tratar de evitar los títulos con preguntas que imponen las lógicas del algoritmo. Para no dejar la línea ecuestre: marcar los cambios del paso al galope al propio ritmo. Intentamos construir nuestro picadero al poner cuidado al editar y conformar un equipo, aún a la distancia, y mientras repensamos la función de nuestra profesión con la mirada en el bien público.  

En estos días saldrá de la imprenta, la segunda edición en papel. Llega a los diez meses de haber salido a la vida digital. Es un trabajo que realizamos para agradecer a quienes, mes a mes, nos apoyan económicamente. Somos una empresa periodística con un socio mayoritario, eldiario.es que, desde España, construyó un modelo de negocio en función de un objetivo: proteger al periodismo de los condicionamientos de anunciantes o socios ocultos. No hay trucos. Somos esto que se lee en cada línea que publicamos, en cada hilo del cual tiramos para ver dónde nos lleva.  

También por eso implementamos este ritual de agradecimiento: llegar a cada casa en papel, un soporte dado por moribundo por el periodismo desde hace ya casi dos décadas. En este caso, este grupo de hojas es la rienda. Vuelvo al caballo y al detalle: la dimensión longitudinal. En elDiarioAR nos pensamos como un equipo a dos velocidades. Una que atiende a la urgencia de la información, y nos obliga a la reacción y reflexión al mismo tiempo. Que nos quita horas privadas para intervenir en la esfera pública, para influir en la agenda noticiosa con focos originales o que reflejen los problemas estructurales por debajo de la aparente coyuntura del “último momento”. Sin gritos. Aceptando la incomodidad. La otra, es en modo lento. Es el que muestra las vulnerabilidades; “los temas más blandos” en la jerga de las viejas redacciones de papel, con la aceptación de que esa parte es esencial para un todo. Las texturas diversas nos parecen más interesantes. Las que acompañan los movimientos transversales, las caídas de viejos modelos, las que permiten la aparición de otras formas. 

En esa velocidad, mientras el resto del equipo va con la urgencia digital y electoral, del galope al paso, Victoria De Masi escribió sobre una cama que devora durante una separación en pandemia. Sobre la amistad que a veces acompaña. Hay ahí una rienda que lleva al texto de Luciano Lutereau, quien escribe del dolor ante la pérdida del amor y el deseo y rescata vínculos. Más allá del compromiso con el trabajo psíquico propio del psicoanálisis, dice: “podemos encontrar en algunos amigos, que pueden funcionar como una compañía indispensable, sobre todo cuando hicieron antes ese trabajo sobre sí mismo”. Algo de esa búsqueda existe en el leer y escribir sobre duelos. 

Martín Sivak lo hizo para contar la muerte de su tía, sucedida en pandemia, y repasar la de su padre, sobre quien se había llamado a silencio después de la publicación del libro El salto de papá. Julieta Roffo pensó y escribió sobre quienes crean desde el dolor para salvarse y salvarnos. Alejandro Marinelli reconstruyó la historia clandestina de quienes se batieron a duelo. De Leandro Alem a Arturo Jaureche. Andrés Fidanza se alejó de la campaña electoral para narrar, con humor y profundidad a los adversarios del tenis amateur. Alexandra Kohan volvió a Hamlet para pensar en las lecturas sobre los ausentes. Javier Arroyuelo logró un texto elegante sobre la moda como final. Los duelos ya no necesitan lutos específicos. “Bastará cualquier prenda en la que sintamos un abrazo”, sugiere. Salvador Marinaro reconstruyó el morir en tiempos digitales, que tiene algo de no morir: la vida eterna en la web. Agustina Larrea y Mariano Schuster se metieron en el Hogar Obrero para su serie sobre edificios y, en este caso, estudiar el proyecto socialista que quizás nadie se atreva a volver a diseñar. Eloisa Oliva exploró la exigencia social de no envejecer y las estrategias que, se supone, debemos diseñar cuando la juventud se va. Marina Aizen vivió los atentados del 11-S a cuadras de las Torres Gemelas y, a partir de esa mañana de sol que se cubrió de polvo, cómo la venganza fue la respuesta a tanto dolor. Es Lucas “Fauno” Gutierrez quien, ante las muertes de las personas LGTBI+ pensó que, cuando no hay justicia, el funeral es una meseta emocional que se viraliza con el tiempo. Y eso no alcanza. 

Sebastián Chilano, médico y escritor, narró desde los pasillos de un hospital el cambio de rutinas para anunciar la muerte. También hay poemas como la cuota de ficción. Son tres del genial Yanko González.

En el adiestramiento de cada texto estuvo la edición de Sonia Budassi y el arte de Jorge Doneiger. En esta revista hemos tratado de que el cambio de una a otra velocidad tenga algo del Soda, un matungo en retirada pero que daba los pasos con una firmeza tal que la novata que fui o, en este caso las y los lectores, no sintiéramos las torpezas, las angustias ni las urgencias. 

Como sucedió con el primer número, desde el equipo de elDiarioAR esperamos que las socias y socios disfruten de cada uno de los textos de esta edición sobre duelos: desde los dolorosos hasta los que cuentan historias de rivalidades torpes y graciosas, los de vacíos y ausencias, los vengativos, los que dejan espacios para crear y también para cuidar lo pequeño, lo vital, en lo colectivo, y en lo personal. 

Si querés recibir gratis la segunda edición de la revista de elDiarioAR en tu casa, podés asociarte antes del 30 de septiembre en este link.

 

SH

Esta vez había soñado con el Soda. Un zaino colorado. Marrón cobrizo, crines negras. Ya en retirada, el matungo había llegado al picadero, un corral de forma rectangular de límites de madera con piso de arena, donde se suele aprender a andar a caballo, y se entrena en equitación. Pasé horas, años, dando vueltas ahí con él. Soda, en plan retiro. Yo, con la expectativa de pasar a la pista central de salto. Con más de 113.000 muertos a causa del Covid, en el intento de aferrarnos a algo vital, de poner límites en las rutinas laborales y en las personales aparecieron el Soda y el picadero del Hípico La Plata. Separado del zoológico por la avenida 52, justo a la altura de la jaula-ambiente de los elefantes, el rectángulo cercado con listones de madera despintandos, con tres letras en los laterales y dos en cada cabezal era la síntesis de la monotonía. La rutina del vivir sin pandemia ni urgencias en medio del bosque platense. Sin duelos conscientes. Dejé el picadero de un día para el otro. Nunca supe cuándo ni tampoco cómo murió el Soda. Nunca fue mío. No tengo ni idea cómo llegué a él. Menos cómo se fue de mi vida. Sólo tengo la certeza de la frecuencia: una hora, tres veces por semana, paso, galope, trote levantado, paso, galope, trote levantado durante seis años. Y eso es lo único que recuerdo. Y al profesor, cada tanto dando una orden: “Cambio longitudinal”. De tal letra a tal. Nada más. 

Entre acompañamientos a distancia, partes médicos, el dolor y el miedo, puedo entender que el picadero es quizás la imagen de un territorio de la infancia en el presente. Un espacio delimitado donde el cuidado por cada movimiento es milimétrico. De letra a letra. Manos, boca y hocico unidos por las riendas. Las piernas parte del lomo del Soda. La precisión. El detalle. En la despedida de lo que se pierde, en la atención por los que quedan y en la edición de este segundo número de la revista de elDiarioAR, se configura un recorte que busca, que intenta, pensar en dar algo de seguridad: la seguridad de que siempre podemos explorar sobre lo incierto.