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Libertad de expresión, arte o ganarse la vida

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Así empieza El periodista y el asesino, de Janet Malcolm, libro publicado en 1990. Transcribo: “Todo periodista que no sea lo bastante estúpido o vanidoso como para no ver lo que tiene delante de las narices sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de éstas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno. Lo mismo que la crédula viuda que un día se despierta para comprobar que el joven encantador se ha marchado con todos sus ahorros, el que accedió a ser entrevistado aprende su dura lección cuando aparece el artículo o el libro. Los periodistas justifican su traición de varias maneras. Los más pomposos hablan de libertad de expresión y dicen que ‘el público tiene derecho a saber’; los menos talentosos hablan sobre arte y los más decentes murmuran algo sobre ganarse la vida”.

De ser más corta la haríamos bandera.

Pero pongamos esas líneas introductorias en contexto. En El periodista y el asesino, Malcolm se ocupa de desarmar la historia que encontró a Jeffrey MacDonald, preso por haber matado a sus dos hijos y a su esposa embarazada, y a Joe McGuinnis, un periodista con seis libros publicados (uno, best seller) y en apuros económicos. El crimen se había cometido en 1970. McGuinnis le ofrece al asesino entrevistarlo y escribir un libro a su favor. No solo era una propuesta periodística, era un negocio que incluía para el autor un dinero en anticipos y un porcentaje de las ganancias que generara la venta del libro.

McGuinnis entrevistó durante quince meses a McDonald, que había sido condenado en 1979 a perpetua. En ese tiempo fueron y vinieron cartas, hubo visitas a la cárcel, horas y horas de grabaciones, y muchas confesiones. Fatal Vision, así se llamó el libro de McGuinnis, publicado en 1983. Aquí viene el giro. El periodista, que se había comprometido a escribir en defensa del asesino, termina haciendo lo contrario: lo describe como un “psicópata”. Más simple: lo traiciona. ¿Cómo termina la historia? Tras tres meses de juicio, en 1987, el periodista debió pagarle al asesino 325 mil dólares por “fraude e incumplimiento de contrato”. Eso sí, Fatal Vision fue un boom editorial y con las ganancias, el periodista afrontó los gastos del juicio en su contra.

En Zona de obras (Círculo de tiza, 2014), la periodista Leila Guerriero toma la introducción de El periodista y el asesino: “El párrafo más citado por metro cuadrado cuando se habla de perfiles”, dice. De los tres rubros que propone Malcolm, Guerriero se anota en el rubro dos, el de los menos talentosos que hablan de arte. E inmediatamente ofrece otra mirada sobre aquellas líneas inaugurales. Transcribo: “Una vez que pido una entrevista, me la otorgan y aprieto play-rec, aplico la misma ética que aplico en las cosas de la vida y que me deja en una orilla, no necesariamente buena, pero sí opuesta a los pusilánimes, los cobardes, los ingenuos, los corruptos, los crédulos y los delatores. Porque nunca pretendo ser amiga de quienes entrevisto. Porque no escribo para disgustarlos, pero sé que no tengo que escribir para que les guste. Y porque no creo que el periodismo sea un oficio de sobones pero, sobre todo, porque sé que el periodismo no es un oficio de canallas”.

De ser más corta la haríamos bandera.

La autora de El periodista y el asesino nació en Praga, donde la inscribieron como Jana Wienerová. Hija de una escritora y un psiquiatra, migró a los Estados Unidos junto a su familia cuando tenía cinco años. Tomó el apellido Malcolm de su primer marido, Donald, crítico literario para The New Yorker, misma revista en la que ella publicaba notas que luego se convertían en libros. Janet Malcolm se volvió una firma insoslayable en el periodismo estadounidense.

Ella misma “fue víctima” de un entrevistado. Ocurrió en 1984, cuando el psicoanalista y director de los Archivos de Freud, Jeffrey Moussaieff Masson, la demandó por diez millones de dólares al asegurar que la periodista le había atribuido frases que él nunca dijo: “gigoló intelectual”, por ejemplo, o que “después de Freud, soy el mayor analista que jamás haya existido”. Malcolm había escrito un libro sobre él, En los Archivos de FreudElla no pudo demostrar que su entrevistado le había dicho tales cosas. Diez años después, en 1994, la Justicia falló a favor de la periodista: no había prueba suficiente para una posible condena. Al año siguiente, Malcolm declaró haber encontrado el cuaderno donde había anotado esas citas.

Más allá de las interpretaciones que pueden hacerse sobre el arranque y el conflicto que encontró a los dos personajes, El periodista y el asesino plantea inquietudes sobre el oficio periodístico. Esas inquietudes siguen vigentes: ¿Qué es “la verdad”? ¿Cuál es “la verdad”? ¿Hay una o hay versiones? El periodismo puede ser, como el psicoanálisis, una profesión imposible. Desde el vamos es imposible saber la verdad sobre los demás, porque es imposible saberla de nosotros mismos. Dice Malcolm sobre la relación periodista-entrevistado: “El cáncer que se oculta en el corazón de la rosa del periodismo”.

Janet Malcolm murió hace muy poco, el 17 de junio. No podía escribir sin sus cigarrillos. En 1978 emprendió un viaje de trabajo. Llevó cuadernos y grabador. Pero no llevó cigarrillos. Fue el año en que dejó de fumar y, autorehabilitada de la adicción, descubrió otra manera de escribir, ese tono característico: como el filo de un bisturí, una mirada despiadada pero tan elegante que hay que leerla dos veces para dar con el desprecio, de haberlo. Cuatro décadas después de escribir sin el cenicero al lado, y si el diagnóstico constituye “una verdad”, Malcolm murió por un cáncer de pulmón.

En El periodista y el asesino hay muchas frases subrayables. Una es esta, transcribo: “El autor de ficción está autorizado a gozar de mayores privilegios. El es dueño de su propia casa y puede hacer en ella lo que se le antoje; hasta puede derribarla. Pero el periodista es solo un inquilino que debe atenerse a su contrato, es decir, debe dejar la casa tal como la encontró (...) El periodista está sujeto a un contrato con el lector y por ese contrato se limita a trabajar sólo con acontecimientos que realmente ocurrieron o personajes de la vida real, no puede embellecer la verdad de esos acontecimiento o de esos personajes”.

De ser más corta, la haríamos bandera.

VDM

Así empieza El periodista y el asesino, de Janet Malcolm, libro publicado en 1990. Transcribo: “Todo periodista que no sea lo bastante estúpido o vanidoso como para no ver lo que tiene delante de las narices sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de éstas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno. Lo mismo que la crédula viuda que un día se despierta para comprobar que el joven encantador se ha marchado con todos sus ahorros, el que accedió a ser entrevistado aprende su dura lección cuando aparece el artículo o el libro. Los periodistas justifican su traición de varias maneras. Los más pomposos hablan de libertad de expresión y dicen que ‘el público tiene derecho a saber’; los menos talentosos hablan sobre arte y los más decentes murmuran algo sobre ganarse la vida”.

De ser más corta la haríamos bandera.