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Historias de adopción: repensarlo todo para garantizar el derecho a crecer en familia

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Julio tiene un papá. Micaela, una mamá. Y Lucas, una mamá, un papá y cuatro hermanos: un familión. A la vez, todas sus historias tienen un punto en común, porque Julio, Micaela y Lucas fueron adoptados. Pero hay algo más. Al igual que a otros cientos de chicos y chicas que viven en hogares convivenciales de la Argentina, no les fue nada fácil hacer valer su derecho a crecer en familia. No eran ese estereotipo de hija o hijo con el que fantasean muchos de los adultos que figuran en los registros de aspirantes a guardas adoptivas.

En el país son casi 2.200 las niñas, niños y adolescentes que esperan ser adoptados. El número no parece inabarcable si se tiene en cuenta que hay más de 1.600 legajos de personas que se postulan para ese fin. Sin embargo, la realidad es que muchas veces pasan años para que este encuentro se concrete. ¿Por qué? ¿Qué es lo que efectivamente sucede?

Al margen del sentido común construido en torno a las supuestas trabas burocráticas, la primera gran razón es que casi el 90% de quienes están buscando adoptar se inscriben para recibir un único niño o niña, solo de hasta 3 años y sin ninguna enfermedad, mientras que, por el contrario, las infancias en situación de adoptabilidad tienen, en promedio, 8 años, en general son parte de grupos de hermanos o poseen algún problema de salud.

En este escenario, fue determinante el cambio normativo ocurrido en Argentina en 2015, que introdujo un nuevo paradigma. Con la reforma del código civil, se pasó de anteponer el deseo de los adulos a ser padres y madres a entender a la adopción como una forma de restituir derechos a estas niñas y niños. Es decir, se puso el foco en los verdaderos protagonistas: esas infancias que vivieron diferentes vulneraciones.

Para esto, un primer paso es deconstruir el modelo ideal de familia, tomando como eje las historias previas, “reales”, de los chicos y chicas “reales”, lo que en muchos casos implica recuperar para ellos su niñez misma, relegada cuando, por ejemplo, tuvieron que sostener a hermanitos más pequeños.

Así es que Nicolás adoptó a Julio, con 14 años; que Marina se convirtió en mamá de Micaela, que por entonces tenía 13; y que Jorgelina y Agustín se encontraron con Lucas, de 9, y el compromiso de seguir viendo a sus cuatro hermanos. Las suyas son historias que ayudan a resignificar palabras tan potentes como “papá” y “mamá”, a repensar los imperativos sociales referidos a la familia y, por qué no, a buscar un nuevo lenguaje que ayude a nombrar estos vínculos.

Una tribu de cuidados

—¿Tenés hijos?

—No.

—¿Y no querés adoptar una nenita de 8?

Nicolás Martínez había ido a donar útiles a un hogar convivencial y se quedó sin palabras cuando una niña lo encaró con esa pregunta tan simple y concreta. Al lado, otra nena, de no más de 11, le explicó: “Es que ella está buscando familia”.

Fue instantáneo: “Lo primero que pensé es tengo una habitación vacía, tengo trabajo, tengo todo como para hacerlo y ellas necesitan una familia”, describe Nicolás, que hasta ese momento, salvo por el hecho de tener una sobrina que fue adoptada, nunca había pensado en convertirse en papá de esa forma.

De inmediato, fue a hablar con la directora del hogar. Ahí supo que no todos los chicos que fueron separados de sus familias de origen están en adopción. Esa, justamente, era la situación de las nenas con las que había charlado. Según datos recabados en 2020 por Unicef y el Estado nacional, hay 9.754 niños, niñas y adolescentes sin cuidados parentales. De ellos, solo 2.199, es decir, el 24%, tienen la adoptabilidad decretada.

Lo segundo que supo Nicolás fue que tenía que anotarse en el registro de postulantes a adopción correspondiente a su domicilio, para así ser evaluado y luego incorporado a la Red Federal de Registros. Él pensaba que por no tener una pareja, no ser tan joven y estar recién inscripto, todo iba a ser largo y complicado. Fue otro prejuicio que sorteó: cualquier persona puede postularse, sin importar su género, ya sea que esté sola o se trate de matrimonios igualitarios o familias con hijos.

Dos meses después, en mayo de 2023, completó el formulario y pasó a las entrevistas. Ahí apareció otro gran tema, eso que los especialistas llaman “disponibilidad adoptiva”, que es el punto donde los postulantes eligen hasta qué edad estarían dispuestos a adoptar y si aceptarían a alguien con algún problema de salud o discapacidad, o a un grupo de hermanos. “Entendí que no me podía hacer cargo de un chico chiquito. Originalmente, yo había puesto en la planilla de 8 a 10 años y que aceptaba con discapacidad intelectual. Después, lo extendí hasta 14 años”. En ese camino, le resultó crucial la contención y las experiencias de otras familias de la Asociación Civil Adopten Niñes Grandes, de la que ahora forma parte.

“Cuando puse 14 años –explica–, un viernes me hicieron el ‘ambiental’ y el lunes recibí el primer llamado. Al haber estirado la edad, abrí un abanico que desconocía: la poca cantidad de gente anotada para adolescentes”. En no mucho tiempo, tuvo al menos once propuestas, que por diferentes motivos, sobre todo las distancias, tuvo que dejar pasar.

Al mes, se comunicaron desde el juzgado de familia de Lomas de Zamora donde estaba cargado su expediente. Esa vez, lo llamó la propia jueza. “Me habló de Julio, un adolescente de 14 años que venía de una vinculación fallida y que había vivido en la calle”. Para Nicolás, su perfil familiar resultó clave, con una futura abuela muy presente y una tía con una prima adoptiva también “de fierro”. Juntos podían demostrarle a ese niño que era posible crear un vínculo afectivo y de amor más allá de lo biológico.

Julio vivía en un hogar en Villa Elisa. Nicolás sintió “pánico real” el día que lo fue a conocer. “Estaba entrando en el umbral de que una persona iba a estar a mi cargo para toda la vida. Pasaba de la euforia al miedo con una facilidad y sin ningún tipo de estaciones previas”, rememora. Lo llevó su hermana, porque de los nervios no sabía si iba a poder manejar. Cuando se bajó de la camioneta, Julio estaba en la puerta del hogar. Después supo que no había dormido en toda la noche. Corría a los gritos: “Ahí llegó, ahí llegó”. 

Hoy son “una suerte de tribu”, en la que se ayudan entre todos, en “una crianza en comunidad con su abuela y su tía”. Sin embargo, “Julio todavía está en la etapa del miedo al abandono constante” y no se quiere despegar de su papá. Y si bien estaba escolarizado, terminó la primaria y pasó a la secundaria casi sin saber leer ni escribir. Es uno de los grandes desafíos.

Todo es un redescubrir constante, con cientos de primeras veces para ambos. “Él tiene los vicios de un adolescente pero la imaginación de un niño. Ahí es cuando muero de amor. Me dice que quiere salir a bailar y volver a las 3 de la mañana y, de repente, se engancha cantando Baby Shark”, grafica Nicolás.

Una de las cosas que más lo conmueven de Julio es que, pese a lo que vivió, conserva “una gran bondad” y, en lugar de estar resentido con el mundo, quiso volver a apostar. “Hay mucho prejuicio con la cuestión de dónde vienen, qué mochila traen, y solo son pibes que quieren que alguien los quiera, nada más”.

“Quiero una mamá”

Cuando Micaela tenía 13 años –hoy tiene 18–, su mamá se detuvo en una de las convocatorias públicas de la página “Buscamos Familia”, de la Dirección Nacional del Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos (Dnrua), y dio un paso que cambió la vida de ambas para siempre: se postuló para adoptarla.

“No sé exactamente qué fue lo que me llamó la atención de la descripción de Mica. La edad, que estaba en un lugar relativamente cerca para vincular, que decía que era muy sociable… supongo que son las cosas que me impulsaron”, recuerda Marina Anido, quien hasta ese momento no sabía que su temor a tener menos chances por proponerse como madre monoparental sería, en realidad, una virtud.

Las convocatorias públicas son un llamado abierto a toda la comunidad, uno de los últimos recursos del Estado para garantizar el derecho de un niño, niña o adolescente a vivir en familia una vez agotada la búsqueda de postulantes en la base nacional. En estos casos, pueden presentarse tanto personas que ya figuren en algún registro del país como aquellas que no estén inscriptas. 

Micaela vivía en un hogar de la zona de Zárate-Campana, no hacía mucho que tenía declarada su adoptabilidad y había manifestado que quería una familia. Pero no cualquiera: quería solo una mamá y habían escuchado su deseo, un aspecto central para la nueva ley. En este sentido, Marina subraya que “la diversidad de postulantes ayuda porque multiplica la cantidad de familias posibles para restituir ese derecho a les niñes”.

Ella no se había sentido particularmente interpelada por la maternidad, pero empezó a barajar la idea cerca de sus 50 y pensó que la adopción era la forma que quería elegir para construir una familia. Comenzó a mirar la página de la Dirección Nacional del Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos (DNRUA) y a entrar a los links, participó de charlas y recabó información. Así supo que la mayoría de los chicos que esperan son más grandes.

Más allá de todo lo que se avanzó estos últimos años gracias al trabajo de organizaciones como la asociación civil Adopten Niñes Grandes o el colectivo Militamos Adopción, la mayoría de quienes se postulan aún tienen voluntades adoptivas muy acotadas. Según datos de la Dnrua, apenas una de cada 100 personas inscriptas estaría dispuesta a adoptar un niño de 12 años, mientras que en el caso de bebés son 9 de cada 10. En concreto, esto hace que cuando un juez busca en los legajos disponibles, se encuentra con que, de todas esas carpetas, es probable que ninguna se adecúe.

Superado el proceso de entrevistas, llegó el momento de conocerse. Marina tuvo una idea: llevó un juego de cartas que ayudaban a contar historias, un Jenga, hojas y lápices. Le contó a Micaela cómo era su vida, que tenía una perra y un gato, que trabajaba de médica. Pero lo más inesperado y emotivo fue cuando Mica le preguntó cómo quería que la llamara y ella no supo qué decirle. “Bueno, entonces te digo mamá”, fue la respuesta de su futura hija. “Y yo casi me caigo de la silla”, cuenta Marina.

No le había avisado a nadie que ese día era el encuentro. Recién cuando volvía del hogar llamó a su hermana. “Se puso a llorar y me dijo ‘ya la quiero y no la conozco, ¿cómo puede ser?’”. El viaje de regreso en el colectivo 194 hasta la Ciudad de Buenos Aires duró casi tres horas y la cabeza le estallaba. “Me fui sin ser mamá y volví siendo mamá, así lo sentí”.

En marzo de 2020 empezaron a vivir juntas. En ese camino, en ese proceso de vinculación, de conocerse, de aceptarse, era todo nuevo. Por supuesto, hubo diferentes etapas, algunas más difíciles que otras. “La primera vez que me dijo algo –recuerda Marina– me lo tomé tremendo, pero por suerte tuvimos mucho acompañamiento. Ella también necesitó ayuda para ponerse a tiro en la nueva escuela, justo al poquito tiempo nos tocó la pandemia”. 

A partir de su experiencia y la de su hija, Marina invita a replantearse el concepto de familia, separándolo de la parentalidad biológica, y a pensar en los vínculos afectivos elegidos. “Los genes –reflexiona– no constituyen por sí una familia. El término está relacionado con la amorosidad y la vinculación, porque no siempre los progenitores pueden ser llamados madre y padre”.

Un familión

“Conformamos un familión de once personas. No encontramos otra mejor forma de nombrar el vínculo”, sintetiza Jorgelina Florestano, que junto a su marido Agustín y otras dos parejas adoptaron hace cuatro años a cinco hermanos. Ellos son la mamá y el papá de Lucas, de 13; otra familia adoptó a dos varones, de 8 y 9; y una tercera, a dos nenas, de 6 y 10.

“Una amiga decía que habíamos recibido a todo un núcleo familiar. Y tiene razón, es un poco así. Cuando las nenas me preguntaban ‘¿y vos qué sos mío?’, yo no sabía qué palabra usar”, relata. Para Jorgelina, que también es parte de Adopten Niñes Grandes, “las familias son cada vez más diversas y faltan las palabras para denominar todos estos nuevos vínculos”.

Cuando los conocieron, Lucas y sus hermanitas y hermanitos ya traían un segundo abandono a cuestas. Los fracasos en los procesos de vinculación –el momento en que las chicas, los chicos y los postulantes empiezan a conocerse– y durante la guarda –en la convivencia misma– son más frecuentes de lo que se cree.

En el caso de Lucas, que en aquella primera vinculación fallida tenía 8 años, fue un proceso durísimo. “Se empezó a portar muy mal en la escuela. Él era el mayor y fue consciente de todo”, explica Jorgelina. A partir de esa experiencia traumática, el chico pidió hablar con la jueza.

Quería una familia que se ocupara solo de él, pero también otras para sus hermanos.

La jueza lo escuchó. Era un niño, pero desde los 6 años vivía en un hogar y había asumido un rol paternal que le pesaba. Ahí empezó a movilizarse el juzgado y el Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos de la Ciudad (RUAGA), buscando legajos que se adecuaran al deseo de los chicos.

En la reunión colectiva con los postulantes que se acomodaban al perfil de Lucas, que por entonces ya tenía 9, les contaron el caso y fueron muy taxativos: era parte de un grupo de cinco hermanos que necesitaban salir todos juntos del hogar y resguardar su vínculo fraternal. Era diciembre de 2019.

El 3 de enero, las tres familias iniciaron por separado las vinculaciones con quienes iban a ser sus hijas e hijos en el hogar de San Isidro donde vivían, sin conocerse aún entre ellos. Recién en febrero charlaron todos por primera vez. “Sabía que a veces a los chicos resguardan algún vínculo saludable de su familia biológica, pero no me había imaginado que mi árbol genealógico iba a crecer de esa forma”, resume, con una sonrisa, Jorgelina, para quien, lejos de sentirlo como una carga, fue una alegría. “Somos pocos, mis papás y mis hermanos mayores ya no están. Saber que, si algo sucede, Lucas va a tener muchos más vínculos a los que recurrir es muy importante para nosotros”.

En febrero de 2020 les dieron a las familias la guarda de los chicos y las comprometieron a verse cada 15 días. Como todos viven en la Ciudad de Buenos Aires, el primer encuentro fue en Parque Saavedra. “Los niños estaban exaltados –recuerda Jorgelina–. Por supuesto, no logramos hacer una foto de los cinco más o menos bien”.

Siendo mamá por adopción, el vínculo de sangre le parece algo muy relativo: “Me siento familia con ellos y ellos se sienten familia conmigo. Con las otras mamás somos comadres”. También entiende que “es indiscutible” el aspecto social de la adopción: “Que esos niños no tengan a alguien que los vaya a ver a un acto o les dé un ibuprofeno cuando están enfermos es una consecuencia de la sociedad en la que vivimos. Por eso, hay que restituirles ese derecho”.

Desde hace ya cinco años, el 17 de febrero se transformó en un aniversario donde el “familión” se junta a celebrar. “La foto va mejorando –asegura Jorgelina–. Ya casi logramos que todos los chicos salgan sonriendo”.

MA/EB

Julio tiene un papá. Micaela, una mamá. Y Lucas, una mamá, un papá y cuatro hermanos: un familión. A la vez, todas sus historias tienen un punto en común, porque Julio, Micaela y Lucas fueron adoptados. Pero hay algo más. Al igual que a otros cientos de chicos y chicas que viven en hogares convivenciales de la Argentina, no les fue nada fácil hacer valer su derecho a crecer en familia. No eran ese estereotipo de hija o hijo con el que fantasean muchos de los adultos que figuran en los registros de aspirantes a guardas adoptivas.

En el país son casi 2.200 las niñas, niños y adolescentes que esperan ser adoptados. El número no parece inabarcable si se tiene en cuenta que hay más de 1.600 legajos de personas que se postulan para ese fin. Sin embargo, la realidad es que muchas veces pasan años para que este encuentro se concrete. ¿Por qué? ¿Qué es lo que efectivamente sucede?