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Maternidad y discapacidad: “Todos me preguntan cómo es no poder ver a tu hijo, pero yo no sé lo que es ver”

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Un trabajo extraordinario es un espacio para contar historias e ideas sobre maternidad y paternidad en Argentina. En 2022, hablamos de padres viudosmadres solterasmadres escritoraspadres adolescentesmadres que cuidan a sus bebés en neonatologíapadres religiosos, entre muchas otras cuestiones. También, fui contando experiencias propias en esto de la maternidad, algo que me atraviesa hace casi cinco años, el último de ellos por dos. Acá nos quejamos, reflexionamos y contamos cómo hacemos para administrar la vida propia cuando hay otros y otras que dependen de nosotros –y a los que queremos mucho, hay que decirlo– en medio de obligaciones laborales, deseos de estar con nuestros hijos pero a la vez de tener alguna independencia, y apremios económicos. También hablamos de las limitaciones, de las concretas y de las abstractas, a la hora de vivir nuestras vidas como padres y madres. El envío de hoy, realizado con el impulso del Fondo de Población de las Naciones Unidas, tiene que ver con esto: no solamente con sacudir el tabú –y el prejuicio– que todavía pesa sobre las personas con discapacidad, sus deseos y derechos sexuales y reproductivos, sino también con cómo se construyen los vínculos familiares cuando la discapacidad es etiquetada por la mirada ajena como una limitación a la hora de ejercer la maternidad

Verónica tiene un anecdotario vinculado a las preguntas y conversaciones con sus tres hijos varones, dos gemelos de 11 años y uno de 6, sobre sus ojos.

Hace 44 años, el exceso de oxígeno en la incubadora cuando nació prematura le quemó la retina: desde los seis meses, sus padres la criaron como una persona ciega si bien hasta los 4 años tuvo un resto visual. Periodista especializada en discapacidad e integrante de REDI –la Red por los Derechos de las Personas con Discapacidad–, ubica en su adolescencia el momento de más frustración o enojo por no poder ver. También, los primeros flirteos con varones:

–Muchas veces sentía que había onda con alguien pero que mi ceguera era una barrera para la otra persona, no para mí. Quizás pensaban algo tipo “¡cómo voy a salir con una persona ciega!”. 

Tuvo su primer novio a los 19, un hombre que tenía tres hijos con los que Verónica desarrolló una relación cercana que incluía comprarles ropa, acompañarlos al médico y otras formas de cuidado y afecto. Se separaron cinco años después y ella lamentó, también, desvincularse de los chicos: siempre se sintió una persona maternal.

A su marido lo conoció en 2002. fueron novios, vivieron juntos, se casaron y empezaron a buscar un bebé. Pero llegaron dos. A la vez:

–La médica que me atendía el embarazo me dijo: ¿cómo vas a hacer? Creo que me lo dijo por las dos cosas: por mi ceguera y porque eran dos. Yo no era conciente de lo que implicaba. Tuve la suerte de tener un compañero de REDI que me dijo que tenía que pedir asistencia en la obra social porque no iba a poder: “la idea es que disfrutes de la maternidad, no que la padezcas”, me dijo. Yo le agradezco todo el tiempo porque una piensa que es la mujer maravilla y vas a poder todo y no. 

Así fue como Verónica consiguió que la obra social se hiciera cargo de una asistencia domiciliaria por dos años. Eso, aunque fue un gran apoyo, no la protegió de muestras diversas de los prejuicios que rodean el trato a las personas con discapacidad. Porque si la sensación de “no voy a poder” es una ráfaga con mayor o menor presencia en cualquier maternidad, cuando hay una discapacidad se convierte en una presunción del entorno que ataca como un rayo. Verónica lo ejemplifica con una anécdota.

–Una vez estaba cambiando a uno de mis hijos cuando era bebé en un cambiador que me llegaba por la cintura. Y viste que los bebés no se mueven hasta que se mueven. Se cayó y se golpeó la cabeza. Estaba llegando mi ahijada, ella se quedó con mi otro hijo y yo salí corriendo a la guardia. Al bebé le hicieron todo tipo de análisis que dieron bien y nos dejaron internados dos días. No me querían dar el alta. Un médico me dijo que yo no podía cuidar a dos bebés. Y yo le dije: bueno, ¿los vas a dar en adopción? En un momento vino el director médico y me preguntó si yo consideraba que me tenía que dar el alta. Yo le dije “yo no soy médica como para contestar esa pregunta. Pero vos decime ¿cuál es el sentido de tener al bebé internado si está bien y a mi otro hijo sin teta hace dos días?” Al final me dieron el alta.

Verónica, que trabaja en el equipo de comunicación y producción de materiales y el Grupo de Trabajo sobre Derechos sexuales y reproductivos de las personas con discapacidad de la Dirección de Salud Sexual y Reproductiva del Ministerio de Salud de la Nación, tuvo un tercer hijo junto a su marido hace seis años. Cree que, respecto de su capacidad de maternar, el sistema de salud fue más prejuicioso que su entorno cercano. 

–Me parece que lo más urgente es trabajar en la concientización en relación al ejercicio de derechos sexuales y reproductivos para las personas con discapacidad y a que hay prácticas en las que se restringen estos derechos que son delitos. O sea, hay legislación que avala que la decisión de qué método anticonceptivo usar, de si tener relaciones sexuales o no, de si maternar o no, las toma la persona. Falta trabajar en reducir esos prejuicios que tiene la sociedad toda, porque todavía la gente se sorprende cuando uno sí hace las cosas: sí tiene sus hijos, sí construye su familia. Hay personas que no quieren ser madres pero hay muchas personas que reciben el mensaje de que no pueden y de algún modo lo toman. El entorno nos condiciona mucho. Muchas veces las familias, otras los profesionales de salud. 

El otro desafío, dice, es trabajar sobre los apoyos que necesitan las personas con discapacidad a la hora de maternar. Así como existe la figura de la asistencia domiciliaria en las prestaciones de salud, la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad insta a que tengan la opción de vivir en forma independiente e inclusiva y acceso a servicios de apoyo. “Tendría que haber una ley más amplia y específica”, dice Verónica.

En el vínculo con sus hijos, la ceguera ocupa un lugar en lo pragmático y algunas veces en conversaciones profundas e íntimas. Es, también, un terreno fértil para los comentarios más ocurrentes. Cuando estaba embarazada de los gemelos, Verónica compró libros infantiles y los pasó en braille sobre acetato transparente para después pegarlo sobre las páginas, cosa de que sus hijos pudieran ver los dibujos mientras su mamá les leía. Tan habituados estaban a este mecanismo que una vez vino su abuela a contarles cuentos y ellos le corrigieron: estaba leyendo mal porque no pasaba el dedo por las hojas. Otra vez, cuando fue de visita a la sala de su hijo menor al jardín, escuchó una frase que todavía le hace sonreir: hablaban de ella como la mamá que tenía superpoderes porque podía leer con la luz apagada. 

Respecto de la movilidad, hoy sale con ellos de la mano –se pelean por quién va del lado del bastón–, pero en otro momento necesitó arneses ante algunas escapadas repentinas. En las plazas o en los salones, donde el espacio abierto y el sonido ambiente no permiten que agudice el oído como para seguirlos, solía ir acompañada cuando eran más chiquitos. 

–Pasé por distintos momentos: de sentirme mal por no poder a decir “bueno, hay cosas que puedo y hay cosas que no”. Yo diferencio entre necesitar la ayuda motriz porque yo no puedo hacer alguna cosa y tomar las decisiones: los que decidimos sobre nuestros hijos somos el papá y yo.

Se escuchan ruidos de pajaritos, y los árboles funcionan como el colador de un sol abrasivo. Hay grupos de personas que charlan a la sombra y unos cuantos vestidos de blanco, con un uniforme y cofia que recuerda a los panaderos. En esta granja se trabaja, entre otras cosas, en la producción de alimentos. Se trata de la Asociación Civil Andar, en Moreno, donde concurren personas con distintas discapacidades para hacer talleres, deportes, capacitaciones y también trabajar en las distintas actividades de la cadena productiva.

A eso se dedica Emilia. Tiene 38 años, es ciega y hace más de diez años que asiste todos los días a las 7 de la mañana para trabajar en Andar. Vive con su hijo de 11 años, de quien habla permanentemente con sus compañeros y especialmente compañeras, y que mientras ella trabaja acá está en la escuela, adonde lo llevan o traen su tío o su abuela, con quienes también vive.  

Cuando nació Emilia, sus papás notaron que no seguía los objetos con la mirada como sus otros tres hijos. La llevaron al hospital, le empezaron a hacer estudios y le dijeron que tenía una presión ocular muy alta. Antes del año ya la habían operado siete veces, sin saber que lo que en realidad tenía era glaucoma. Esas operaciones realizadas sin el diagnóstico correcto, cuenta Emilia, son las que le arruinaron la vista y le impidieron acceder a un tratamiento que podría haberle deparado un mejor pronóstico para su visión. 

–Tal vez si hubiese nacido cinco años más tarde la ciencia hubiese estado más avanzada y podría haber hecho más cosas.

Emilia nunca pudo ver, pero no hace un relato de su vida desde esa falta. De chica asistió a una escuela integrada –donde su mamá era auxiliar– y también a una escuela para ciegos, en Moreno y en Merlo, en donde les enseñaban cuestiones más específicas como braille, movilidad y orientación cotidiana o deporte. Criarse con sus hermanos como una más le aportó bastante seguridad, y hoy se ríe cuando le viene a la mente la vez que iba andando en una bicicleta atada a la de ellos lo más bien hasta que se olvidaron de avisarle que doblara y ella se cayó. Pero también, la hizo asumir responsabilidades tempranamente, como les pasa a muchas mujeres: en su caso, cuidó de su sobrino y de su hermano menor cuando era bebé, les cambió los pañales y les calmó el llanto a upa. Tal vez por eso, nunca se le cruzó por la cabeza que había barreras externas por las cuales ella “no podía”.

Después de terminar el secundario, Emilia hizo cursos de computación e inglés y practicó goalball. Fue ahí que conoció a su primer –y por ahora– único novio: deportista, disminuido visual –es decir con una visión parcial– y prácticamente de su edad. Emilia es reservada, no da demasiados detalles de la relación, pero sí menciona que para ir a encontrarse con él pedía autorización a sus padres, si bien ya era mayor de edad.

Tengo la sensación de que ahora los jóvenes son más sueltos con eso de “tengo novio”, “cambié de novio”. A mí me costaba, antes no era tan así, estaba más tapado en las familias. El tema de que alguien con discapacidad tenga novio estaba más tapado, ahora están más sueltos. 

Desde la Asociación Civil Andar dan cuenta también de este cambio: si bien Emilia menciona haber tenido educación sexual, la exploración del deseo de las personas con discapacidad es un abordaje que está dejando de ser tabú muy de a poco, y en la misma Asociación hacen charlas y talleres al respecto.

Emilia quedó embarazada sin buscarlo, pero se puso contenta por la noticia. A diferencia de sus padres: la noticia los sorprendió y disgustó.

– Les preocupaba qué iba a hacer yo, dónde iba a vivir, si iba a poder seguir trabajando…

Se tuvieron que hacer a la idea. Tuvo un embarazo tranquilo, acompañada de su familia y su novio, con quien no convivía, aunque hubo planes efímeros de construir una casa en el fondo. Su bebé nació por cesárea porque se había desacomodado a último momento. La enternece recordar los primeros días cuando hace el gesto de llevarse el recién nacido al pecho: una huella táctil imborrable once años después. Estudios mediante, descartaron que el bebé hubiera heredado algún problema en la vista y eso también la tranquilizó. Apenas tuvo el alta, una vez vuelta a la casa, todos tenían que volver a trabajar: el bebé no tenía cinco días cuando ella se quedó por primera vez sola con su hijo. Si bien no podía verlo, escuchaba hasta el más mínimo ronroneo.

La maternidad, dice, la vivió sin sobresaltos y con la constante participación de su mamá y su hermano. Una “crianza repartida”, dice: 

–Es el mimado de la casa, pero ellos también pueden ponerle límites. 

En cambio, es cortante al hablar del padre de su hijo: antes del año se separaron, y en la pandemia empezó a alejarse de la crianza de su hijo hasta estar ausente.      

Habla a menudo de este tema con compañeras que se hizo en la Asociación. Por ejemplo con una amiga que pasó unos años trabajando con ella pero que tuvo que dejar de ir para hacerse cargo de su hijo: madre soltera, con un retraso madurativo que le impidió aprender a leer, ocuparse de su hijo de 7 años le está costando mucho por la falta de red en la crianza. Emilia es una oreja de gran ayuda para ella. 

Lo que más me gusta de ser mamá es tener con quien estar, tener una responsabilidad extra. Saber que tengo que llegar a mi casa porque me están esperando. Lo que menos me gusta es cuando no me alcanza la plata y no puedo darle lo que me pide. Todos me preguntan cómo es no poder ver a tu hijo, pero yo no sé lo que es ver.

Su hijo ya es grande y varias veces han conversado sobre la ceguera. Alguna vez los compañeros de la escuela lo burlaron porque su mamá no veía.

–Él me ha preguntado por qué no veía, qué me pasó. Me gusta hablar con él de eso, él tiene que saber. En un grado más alto que él hay un nene ciego, entonces él lo veía y lo quería ayudar. Para él era algo normal. A veces me dice “a mí me gustaría que vos veas, para que seas igual a todos”.

*El contenido publicado es de exclusiva responsabilidad de sus autores y DiarioAR y no reflejan necesariamente las opiniones de UNFPA Argentina.

Un trabajo extraordinario es un espacio para contar historias e ideas sobre maternidad y paternidad en Argentina. En 2022, hablamos de padres viudosmadres solterasmadres escritoraspadres adolescentesmadres que cuidan a sus bebés en neonatologíapadres religiosos, entre muchas otras cuestiones. También, fui contando experiencias propias en esto de la maternidad, algo que me atraviesa hace casi cinco años, el último de ellos por dos. Acá nos quejamos, reflexionamos y contamos cómo hacemos para administrar la vida propia cuando hay otros y otras que dependen de nosotros –y a los que queremos mucho, hay que decirlo– en medio de obligaciones laborales, deseos de estar con nuestros hijos pero a la vez de tener alguna independencia, y apremios económicos. También hablamos de las limitaciones, de las concretas y de las abstractas, a la hora de vivir nuestras vidas como padres y madres. El envío de hoy, realizado con el impulso del Fondo de Población de las Naciones Unidas, tiene que ver con esto: no solamente con sacudir el tabú –y el prejuicio– que todavía pesa sobre las personas con discapacidad, sus deseos y derechos sexuales y reproductivos, sino también con cómo se construyen los vínculos familiares cuando la discapacidad es etiquetada por la mirada ajena como una limitación a la hora de ejercer la maternidad