Opinión

El amor no soluciona nada

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El amor no es una solución. Dar amor es dar poco. Es dar menos que lo que alguien necesita. 

Puede ser que respondamos amorosamente a las necesidades de alguien, que le demos –de la manera más amorosa posible– lo que necesita; pero entonces no es posible dar amor, sino dar “con” amor.

Esta reflexión no es abstracta. Surgió de pensar en cómo de un tiempo a esta parte leo textos que, a propósito de la crianza, hablan de diversas acciones “con amor” (por ejemplo, límites). Me pregunto: ¿por qué es necesario enfatizarlo? Entiendo que es un  modo de contrastar con las perspectivas disciplinarias de antaño.

También de un tiempo a hoy se empezó a usar la expresión “con respeto” (o crianza respetuosa) y quizás esta sea una forma de extender lo anterior: la disciplina no era para nada respetuosa, se basaba en la imposición (por ejemplo, de legalidades) a los niños y esto es un modo de avasallar su subjetividad.

Sin embargo, ¿puede haber sujeto sin una imposición? Lo planteo de otra forma: sin estar obligados a algo, ¿cómo podríamos ejercer esa forma mínima de resistencia que es la objeción?

Yo pienso que un niño necesita objetar. Creo que es su principal acto humano. Por ejemplo, es lo que hace con el pecho cuando desde muy temprano un bebé es capaz de correr la cara y no dejarse alimentar. 

No cuestiono en estas líneas lo que se escribe sobre crianza respetuosa, tampoco soy crítico del amor hacia los niños. Entonces voy a tratar de explicar mejor lo que pienso con una situación específica.

Hace poco leí una publicación (una de las placas que circulan en redes) que decía –como suelen funcionar las consignas emocionales en la virtualidad– “Si tu hijo dice que no, tiene derecho a hacerlo y lo tenés que aceptar”.

En términos generales entendí la idea de fondo del mensaje, pero su formulación me resultó extraña. Ya dije que pienso que la objeción es un acto que humaniza, pero ¿es necesario plantearlo en términos de derecho y, luego, retar al adulto? Con esto sí que no estoy de acuerdo. En realidad, pienso que muchos de esos planteos que, en las redes, se proponen en defensa de los niños –y que suelen ser muy bien recibidos, porque hoy es preciso criticar el “adulto-centrismo” como también es indispensable estar siempre identificado con alguna minoría cuya voz otorgue autoridad para cuestionar desde un lugar de superioridad–, más bien terminan desprotegiéndolos.

Quiero aclarar que no digo que estoy en contra de los derechos del niño, lo que planteo es que no entiendo por qué es preciso proponer como un derecho la objeción de un niño y, además, invertir el circuito disciplinario: que ahora sea el adulto quien quede sometido a esa objeción.

Por si hiciera falta, nuevamente explícito que no critico la crianza respetuosa ni el “con amor” aplicado a la infancia. Más bien creo que mi punto de vista es muy afín a esta perspectiva, pero pienso que –como suele ocurrir cuando una idea se populariza– el impacto de esta orientación, sobre todo a partir de su difusión masiva, ya dice algo muy diferente de la intuición originaria. 

Algo parecido ocurre desde hace unos años con la noción de apego, que a través del uso indiscriminado declinó en la presentación de padres y madres que hoy no saben ni pueden frustrar a un niño o que directamente creen frustrar es inadecuado. A veces con consecuencias peores, como las que produce el desgaste. El motivo más simple por el que los adultos tienen que frustrar a los niños es para no tener luego actitudes hostiles no integradas y eventualmente retaliativas.

Pero regresemos a lo anterior, al “derecho” del niño a decir que no. Dije que soy partidario de la objeción. Entonces quisiera plantear esta situación: sé que uno de mis hijos quiere algo y que, además, le hará bien; se lo compro y a los pocos días el objeto se rompe (accidental o intencionalmente). Entonces, lo reto. Él se ofende y me reprocha haberle comprado ese objeto que, es cierto, lo quería, pero –también es cierto– no me lo pidió. Planteo la situación en abstracto porque creo que puede aplicar en muy diversos contextos: puede relacionarse con algún juguete, con un útil para el colegio o bien para el joven que dice “Yo no pedí nacer”.

Dije que retaba a mi hijo. Quizá no me interesa el objeto, soy indiferente respecto de su rotura, pero lo hago porque creo que él necesita tomar distancia respecto de su acto. Incluso respecto de mi demanda. Es más, creo que necesitamos este conflicto entre lo que él quiere y lo que yo espero (o pido). 

Pongo este ejemplo, para destacar que incluso respecto de algo que él quiere no es eliminable la imposición –si es que yo soy adulto. La interpretación ingenua del punto de vista disciplinario en la infancia supone que se impone algo que no se quiere. En este aspecto se parece al argumento culturalista de quien dice “X es una construcción social” como si esto relativizara el carácter constitutivo de X para el deseo.

A veces pienso que quienes comparten ese tipo de placas en las redes no tienen en cuenta la situación actual de la infancia. A los niños hay que educarlos. Con amor, sí, pero con educación también. Educar es una profesión imposible, porque está destinada al fracaso, es decir, al conflicto entre niños y adultos –como el que expuse. Temo que a veces confundimos disciplinar con domesticar y olvidamos que una tarea importante de la educación de un niño es introducirlo en hábitos. 

Los hábitos no son rutinas ni acciones estereotipadas que se hacen por costumbre, sino experiencias concretas que se asociación con sentidos constructivos y prolongados en el tiempo. El planteo contemporáneo de “si el niño quiere”, como instancia última de consulta, va a contramano de su humanización.

Diría incluso: no importa si quiere. Mejor que no quiera. Que objete, pero que los padres no tomen esa objeción como un nuevo querer, porque así deshacen el valor de la resistencia. En la consulta clínica con niños a veces los padres le preguntan al terapeuta: “¿Y si no quiere?” y ahí la pregunta se impone: ¿por qué quieren que quiera? ¿Qué se quieren ahorrar con la evitación del conflicto?

Uno de mis hijos no se quiere lavar los dientes. Le digo: “No me importa, andá a lavarte los dientes igual”. Refunfuñando va a hacia el baño mientras dice: “Vos siempre me estás obligando…”. Se lava los dientes. Luego viene a darme un beso y se va a la cama. 

Criar a un niño, como me dijo una vez una vieja puericultora, es darle lo que no pide y saber que no querer algo es a veces un modo de quererlo. Es más, no querer algo es también querer que no. Al adulto le toca encarnar ese no que hace que la objeción no caiga en saco vacío.

LL