En el Festival De Cine de Cartagena de Indias de 2020, Gustavo Nielsen transcribió para La Agenda de Buenos Aires una conferencia de Lucrecia Martel. Digo conferencia porque así se hizo llamar por los organizadores, pero en los hechos merece pertenecer al rubro obra de arte. La sensibilidad de Martel para comprender lo que por lo general se nos escapa o es bloqueado por la burocracia de la vida, aparece en aquella conferencia en términos de pensamiento.
En un momento repara en los déficits de representación de los directores de cine de aquello que no sea lo propio, lo cercano, lo siempre visto. Dice: “Vean este ejemplo: escena de un personaje que se va a bañar. ¿Cuántos planos necesito para contarla? Es invierno. El personaje sale de la cama cuando suena el despertador, va al baño, se rasca, abre la canilla de agua caliente de la ducha y se baña. Ese espacio-tiempo que tengo para contar debe llevar veinte segundos de acción real, y capaz que lo puedo contar en cinco. O, si me quiero detener en el agua de la ducha para hacerme la artista, treinta segundos”.
Sigue: “Ahora veamos qué difícil es hablar del otro cuando el espacio-tiempo es diferente. Estoy en un barrio, no muy lejano, en el que no hay agua corriente, y quiero hacer una secuencia de una persona que se baña. ¿Cuántas tomas necesito para lograrlo? La persona se levanta, se viste, va a un lugar a buscar agua que, a lo mejor, queda a trescientos, cuatrocientos metros. Carga con baldes. Vuelve, enciende fuego, calienta parte en una cacerola, porque dije que es invierno. ¿Cuánto lleva traer el agua? ¿Cuánto, calentarla?”.
Martel dice que esa persona tarda en empezar a bañarse más de media hora, algo que ella (nosotros: “la clase media blanca”) puede hacer en segundos, y reconoce que ese abismo es político y filosófico: “Y estoy hablando de un acto sencillísimo como bañarse, no de criar a los hijos”.
De la representación de criar hijos cuesta arriba se ocupó Esteban López Brusa en El lecho (EME, 2017). Es una de las grandes novelas de los últimos años, en la que no se vende la pobreza como un espectáculo de pobres sino como una inmersión artística en las fuerzas que la hacen vivir.
No se trata de reestablecer para la literatura, mediante impulsos etnografistas, los escenarios donde transcurren los hábitos de la miseria material (que también están allí al modo de una naturaleza inalterable, digamos un bosque tupido que no deja de crecer), sino de acercarnos a la experiencia de conocer, en la medida de lo posible, qué se siente siendo pobre.
¿Qué hace un pobre? Se somete cada día a una dinámica enloquecedora basada en mil alertas. Es menos un ciudadano que una presa de las dificultades en estado de multiplicación. Hay que ir de acá para allá consumiendo tanques enormes de energía vital, caminar, correr, levantar objetos pesados, luchar contra el terreno, el frío, el hambre, el cansancio, la inestabilidad de ingresos; e imaginar salidas rápidas bajo el acecho de la necesidad, soportar el desprecio o el desdén, asociarse en confianza espontánea con desconocidos o desconfiar de los conocidos, reparar lo que se rompe sin chance de reemplazo y, además, asumir compromisos de solidaridad en las crisis.
Como le ocurre a Daniela, la preciosa criatura femenina de El lecho que, perdida bajo la súper tormenta de abril de 2013 en las afueras de La Plata, encuentra un bebé de la edad del suyo y lo adopta; y así, arrastrando como barcos en la tierra lo que ama, cruza la catástrofe como un ángel. Todo ese día de Daniela fue así. Y así son y serán todos los días, tanto para ella como para los pobres de la realidad.
Las vocecitas supremacistas que se alzan desde los abismos sin piso de su ignorancia temblando de miedo, nos dicen que es una generalidad (les falta: “de la raza”) que los pobres sean entes de vagancia y ocio. Pero si se mira por dentro la realidad, incluso la composición dramática de la pobreza como la registran con la misma sabiduría Martel en su conferencia y López Brusa en su libro, habremos de saber que nadie trabaja más que un pobre. Todo en el pobre es actividad, gasto, pérdida, tensión de supervivencia, tracción (cuando trabaja y, más todavía, cuando vive).
La vida real también tiene sus películas y su literatura, de las que M. A. es uno de mis personajes preferenciales, por afecto y por representación de lo que podemos llamar “lo suyo”. Nació en una villa de Bahía Blanca, tiene 29 años y, sin son sagaces y más o menos informados, ya sabrán de quién estoy hablando. A los 27 tenía un hijo biológico de 13, llamado J.; y una hermana-hija, también de 13, llamada A. Poco antes de los repliegues sociales, laborales y vitales (y hasta mentales) en que desembocó la pandemia de 2020, su hijo J. fue a skatear a la plaza del barrio del Gran Buenos Aires donde viven, y regresó con un amigo, R, también de 13 años.
R. se quedó a dormir una noche, dos noches, nueve noches. M. lo amó desde el primer momento, pero le pidió datos posicionales y familiares para ver dónde estaba o dónde podía estar parada esa relación de madre-hijo que comenzaba, y finalmente R. se quedó en su casa (sigue en su casa ahora). “¡No sabés cómo le tiraba la calle!, me dijo, y también me contó que se sintió por primera vez su madre cuando él le hizo un primer reproche de hijo, vinculado a caprichos de menú.
Es una historia acerca de cómo conectar las terminales sueltas del amor a los desconocidos, que andan dando vueltas por todos lados, sobre todo en la calle. M. nació, se crió y templó como el chocolate o el acero su corazón en la pobreza (por “templó” quiero decir que se le rompió y lo reparó), una palabra demasiado críptica o demasiado general para que en ella puedan explicarse abiertamente sus derivados de violencia y sufrimiento, y sus silencios de tumba.
Pero fue cuestión de sentir la grandeza de ese acto para que comenzara a manifestarse, en mi lectura de los hechos, el papel que juego yo en este tipo de asuntos vinculados al acto de dar, o mejor dicho vinculados a alguien como yo, cualquiera que sea más o memos de clase media blanca como yo.
Lamentablemente, en contraste con el acto bellísimo de M., mis recuerdos de filántropo de la calle no son buenos. ¿Qué “rescaté” de la calle que no hayan sido perros? Perros a los que amar al modo antropomórfico, claro, pero perros al fin, de cuatro patas, privados del lenguaje por el que podrían solicitarme algo imprevisto (habría que ver si seríamos capaces de adoptar perros que hablen). ¿Por qué no soy capaz de actuar como M., teniendo incluso más recursos que ella? Es el enigma de mi clase: ayudar “hasta ahí”, y establecer en esa autolimitación la distancia adecuada para que no se mezclen nuestras vidas con la de quienes no son como nosotros.
El día que M. me contó la historia de R. sentí su superioridad, su halo de ángel, muy parecido al personaje Daniela de El lecho. También la envidié cuando me dijo que hace unas semanas estaba escribiendo en el comedor y oyó desde la habitación de al lado las risas simultáneas de J., A. y R.: su obra de amor.
Volví a mi casa en tren y vi a una chica con su bebé en brazos pidiendo plata en los vagones. Yo tenía billetes grandes y billetes chicos. ¿Adivinen que fue capaz de darle a la desconocida el escritor de novelas que lucha en su casa por un mundo mejor? La plata chica, claro. No siempre hago eso, pero lo hice y me odié. ¿Por qué darle $70 pudiendo darle $1000 a alguien que los necesita más que mi billetera? Porque dar es un problema, una pérdida, una renuncia, y ese día preferí hacer “como si” diera. Aunque, como consuelo, me arranqué un juramento, que habrá que ver si cumplo: la próxima vez voy a dar $1000 y quedarme con $70. Es más justo, y menos vergonzoso.
JJB