La historia empieza en el año 1916, cuando dos jóvenes porteños y encumbrados con inquietudes artísticas e intelectuales, Ricardo Güiraldes y el artista plástico Alfredo González Garaño, se reúnen para poner en marcha un proyecto: la composición de un ballet. Falta todavía un tiempo para que a Güiraldes le llegue la consagración tan ansiada con Don Segundo Sombra. Por el momento está experimentando y no le va tan bien. Un año antes publica la novela El cencerro de cristal, que resulta un fracaso y un libro con título “quiroguiano” al que no le irá mejor: Cuentos de muerte y de sangre. De la experiencia del viaje en barco a Jamaica que en el año 1915 hace con su mujer, Adelina del Carril, y el matrimonio Garaño, extrae el material para elaborar una novela de impronta autobiográfica, (Xaimaca), que va a publicar en 1923. Mientras tanto, en la convivencia a bordo y el vaivén ondulante sobre las aguas del mar, se gesta la idea del ballet que, desde su origen, es concebido en el entrelazamiento y la mixtura de tiempos, espacios y tradiciones. Güiraldes, cuyos modelos literarios los constituían escritores modernistas europeos, escribió el libreto. Garaño, que se había formado, como todo niño bien, con profesores de arte plástico en París, confeccionó los dibujos y pinturas que serían los bocetos de la escenografía y el vestuario. La obra original entrelaza dos leyendas indígenas: la del pájaro Urutaú y la de Caaporá (Dios de la desgracia).
El argumento reproduce una estructura que se repite en la literatura fantástica de distintas procedencias. Pone en escena el romance de dos jóvenes de tribus enemigas: la princesa Ñeambiú, hija de un cacique y Cuimbaé, príncipe tupí. Caaporá, con su fuerza mágica, es el encargado de impedir que se consuma la unión, insuflando un maleficio a la princesa, que cae en un sueño profundo a lo Bella durmiente en medio de la selva. El desenlace de la trama tiene un viso trágico, pero con un final más esperanzador que el de Romeo y Julieta: el agorero de la tribu intenta deshacer el maleficio, pero sólo consigue despertar a la princesa de su letargo diciéndole al oído que Cuimbaé ha muerto. Ñeambiú reacciona, pero una vez consciente, embargada por el dolor, se metamorfosea en Urutaú, el ave cuyo canto remitirá, desde entonces, al lamento por la muerte de su amado.
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En la otra punta del mundo vive otra leyenda: Vaslav Nijinski. ¿Cómo se explican los dones, los atributos que, vistos desde la distancia que se interpone entre una butaca y el escenario, parecen otorgados por la gracia divina a alguien que es nada más y nada menos que un hombre? Quienes lo veían bailar, veían a un dios. A Nijinski lo descubre Diaghilev, el empresario y creador de la compañía que revoluciona el mundo de la danza: Les Ballet Russes. La carrera de Nijinski es deslumbrante y meteórica: el bailarín despega hasta traspasar las capas de la atmósfera terrestre, se convierte en un astro inigualable y en la cumbre de su esplendor se extingue, acosado por la monstruosidad de su propia brillantez.
En dos ocasiones, antes del declive definitivo, Nijinski viene a Buenos Aires para bailar con la compañía de Diaghilev en el Teatro Colón. Es en el transcurso de esos viajes que Nijinski toma contacto con Güiraldes y Garaño, se interesa en el ballet Caaporá y juntos empiezan a trabajar en una coreografía con música compuesta especialmente por Stravinsky. Pero la obra no se realiza nunca. Nijinski vuelve a Rusia y ofrece una función que deja al público espantado. En su diario, que testimonia la genialidad y el raye, el tironeo desgarrado de una sensibilidad inflamada y permeable capaz de contener en sí todas las batallas del deseo, escribe sobre esa última función: “Mi mujer me ama mucho. Tiene miedo por mí, pues hoy me he mostrado muy nervioso en mi actuación. He actuado así a propósito, pues el público me comprenderá mejor si estoy nervioso. No comprenden a los artistas que no son nerviosos. Hay que ser nervioso” y, un poco más adelante: “Quieren que baile cosas alegres. No me gusta la alegría. Amo la vida.” Poco después, va a ser internado en una clínica psiquiátrica de la que no saldrá nunca, hasta su muerte.
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Ciento cinco años más tarde, el mundo entero, por primera vez en la historia, vive una desgracia: un virus nuevo y desconocido ataca con ferocidad inaudita a la humanidad, los contagios se multiplican, los medios de todos los países reproducen noticias desoladoras: internaciones, enfermedad, muertes a raudales. En las ciudades el sonido omnipresente es el de las sirenas de las ambulancias. Las personas se repliegan en sus casas, aisladas, obligadas a practicar de un día para el otro nuevos modos de transitar la cotidianeidad y de experimentar el tiempo, de trabajar, ganar dinero, estudiar, maternar, paternar, amar, y, en el medio, intentar no enloquecer.
Viviendo en Nueva York estaba, en ese momento, Herman Cornejo, que nació en Villa Mercedes, San Luis, y desde el año 2003 es el principal dancer del American Ballet Theater, reconocido como uno de los mejores bailarines del mundo. Acostumbrado a viajar continuamente, a entrenar y ensayar, el inquieto Herman empieza a moverse, pero en otras direcciones. Recuerda una conversación que había mantenido hacía unos años con la investigadora Patricia Casañes sobre el proyecto trunco de Nijinski –en quien Herman está especialmente interesado– y, con el impulso de María José Lavandera, pareja del bailarín, decide presentar una propuesta a la New York University (NYU) para reelaborar la obra. La universidad le otorga una beca y Herman Cornejo se pone manos a la obra.
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Desde que era chiquita mi mamá me llevaba al ballet. Ella quería que fuera bailarina, o al menos fantaseaba con que cumpliera su sueño. Mis maestros decían que tenía condiciones, aunque ahora sé que la única condición para dedicarse a la danza es la de querer con determinación dedicarse a bailar y sólo a bailar, que el deseo de otro nunca va a realizar lo que puede el propio deseo. Yo no sabía lo que quería, o quería demasiadas cosas. Nunca prosperé como ejecutora de ese deseo ajeno, pero aunque no le di el gusto a mi mamá de bailar sobre un escenario, amaba ir a ver danza con ella. Presenciar la manifestación del movimiento encarnado en una compañía que sincroniza hasta los gestos, los bailarines que ofrecen su resistencia y parecen flotar no a pesar de, sino con el esfuerzo –los cuerpos cincelados, puro músculo pegados a sus mallas, sosteniendo toda esa fragilidad en equilibrio inestable– siempre fue para mí una fuente de placer y regocijo que no puedo comparar con ninguna otra experiencia escénica. Juntas vimos bailar a varias leyendas de la danza: a Maya Plisétskaya cuando ya estaba muy grande y bailaba sin resignación y con sabiduría, a Mijaíl Barýshnikov todavía joven, espléndido y endiabladamente magnético y, muchísimas veces, a Julio Bocca que, además, me miraba desde el póster en blanco y negro que tenía colgado en mi cuarto de adolescente, al lado de mi otro santo patrono de lo extraño y lo bello: el flaco Spinetta. A Julio Boca una vez lo perseguí durante dos cuadras, corriendo al lado del auto al que acababa de subirse. ¿Qué quería? ¿Qué esperaba? Nunca habría hecho semejante escándalo por ningún artista, por más ídolo que fuera. De los artistas lo que me interesó siempre son sus obras, lo que admiro es lo que hacen y dejan, no me importan en tanto personalidades. Pero es que un bailarín no es lo que interpreta, sino lo que hace con el cuerpo, es el anudamiento que se produce entre la experiencia, las sensaciones, el pensamiento, la imaginación y las formas en que el cuerpo se manifiesta. El propio Nijinski lo anota en su diario: “Trabajo con los brazos y las piernas y la cabeza y los ojos y la nariz y la lengua y el cabello y la piel y el estómago y los intestinos”. Pensándolo mejor, lo que hace el bailarín no es interpretar, sino leer. Porque, como dice Alexandra Kohan: “No hay cuerpo sin lectura ”.
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En el 2017 fuimos mi hija –que heredó, a su vez, ese amor y esa fascinación por la danza– mi mamá y yo a Nueva York y vimos, en el Lincoln Center, un programa que reunía varias obras de distintos coreógrafos. En algunas de esas obras bailaba Herman Cornejo. No sé explicar muy bien qué es lo que hace que la mirada se detenga particularmente en un sólo bailarín cuando es todo un cuerpo de baile el que se despliega en un escenario, pero ninguna de las tres podíamos mirar a otro que no fuera a Herman. Había algo vigoroso y a la vez delicado, sutil, pícaro, poderosamente atractivo, lúdico y orgulloso en su interpretación. El aire se cortaba con cada salto y, cuando llegaba al piso después de una pirueta, parecía que tuviera algodones en las zapatillas, como si caer fuera algo si no sencillo, al menos satisfactorio, nada grave. Además, por qué no decirlo, su belleza nos embrujó. Cada rasgo de su cara aindiada creaba una armonía aparte: pómulos, quijada, labios anchos, ojos negros como pequeños escarabajos brillantes, pelo oscuro y encrespado, con ondas que se resistían al peinado y le caían sobre la frente. Soy amante de la danza, una amateur, ninguna experta. No puedo precisar nada acerca de su técnica, sólo puedo decir que el efecto fue absolutamente cautivante y que cuando terminó la obra y los intérpretes salieron de a uno a saludar y le tocó el turno a Herman, el teatro casi se viene abajo por la fuerza de los aplausos y las ovaciones.
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Pero volvamos a su departamento en Nueva York. Ya está decidido a trabajar con el material original de Caaporá, cuyo manuscrito, de puño y letra de Güiraldes y los bocetos de Garaño, que constituyen, en sí mismos, obras de arte, se encuentran en el museo Ricardo Güiraldes en San Antonio de Areco, donde el escritor tenía su estancia. Pero los tiempos son otros. La fuerza de la obra, piensa Herman, está en la raíz de la leyenda que exige ser releída y reinterpretada desde el presente, desde ese presente de la pandemia, un tiempo fuera de quicio, con otra perspectiva, otra mirada. No la mirada encuadrada en los ideales europeos, sino hundida en las raíces de la tierra de la que es originaria. Al comienzo el nombre del proyecto es: Reimaginando a Nijinski. Con esta idea germinal empieza a buscar, con los recursos que tiene más a mano, es decir, en internet, colaboradores. Así es como mirando horas de videos en Youtube encuentra a la coreógrafa argentina Anabella Tuliano que es la fundadora y, desde hace más de diez años, la directora de la compañía de danza contemporánea Cadabra. Anabella recibe un sorpresivo mail en cuyo remitente figura el nombre de Herman Cornejo y al principio no cae. Después, cuando confirma que es cierto, que está siendo convocada por el prestigioso bailarín, va a encargarse de reescribir la obra original y componer una nueva coreografía. Después se sumará al proyecto el resto del equipo.
Al tiempo de trabajar en un solo (que al comienzo constituía todo el proyecto para presentar a la universidad) a distancia, con las dificultades de la tecnología –el delay, las interrupciones de señal, la ausencia de planos en múltiples dimensiones– llegó el ofrecimiento del Teatro del Bicentenario de San Juan para ampliar el experimento y convertirlo en un espectáculo hecho y derecho que pudiera presentarse ante el público.
Cuando Herman pudo por fin viajar para continuar los ensayos en Buenos Aires con todos los miembros de la compañía Cadabra, la obra ya estaba en buena parte armada. Fueron aproximadamente doce meses de ensayos en los que Herman iba y venía de una ciudad a otra hasta que llegó la fecha del estreno, el 2 de diciembre.
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Un tiempo antes, Herman Cornejo había estado en Buenos Aires, además, para protagonizar en el Teatro Colón Romeo y Julieta, de Kenneth MacMillan, con otros bailarines invitados del American Ballet. Cada vez que venía a bailar a Buenos Aires en una nueva obra, con mi hija intentábamos conseguir entradas, pero conseguir una entrada para una función de ese nivel en el Colón sin tener un abono, aunque sea en la pajarera más alejada del escenario, es más difícil que atrapar una luciérnaga con palitos chinos. Así que, cuando vimos que estaban agotadas, mi hija hizo un pequeño drama. Desde ese viaje a Nueva York fantaseaba con volver a presenciar la magia de Herman, pero estaba empezando a perder la ilusión. Un tiempo después vi, en Instagram, el anuncio de la obra que iban a presentar en el Teatro del Bicentenario y que habían rebautizado Anima Animal. Había videos que reproducían en blanco y negro pequeños fragmentos de los ensayos y esas imágenes funcionaron como el péndulo de un hipnotizador. Le di clic al link que nos dirigía a la boletería virtual, saqué dos entradas para la última función (serían tres en total) y, después, dos pasajes a la ciudad de San Juan.
Rajarnos. Eso hicimos mi hija y yo durante los cuatro días que estuvimos en San Juan. Dos días en una posada a una hora de la ciudad, en donde sólo había una habitación (un cuarto, un baño y nada más) construida en el centro de un terreno enorme, a unos metros de un viñedo y al lado de una pileta que era como un oasis en medio del calor abrasante. Dos días silenciosos y tranquilos en los que el tiempo se expandía como el plástico expuesto a altas temperaturas, tiempo de no hacer nada, sólo esperar que llegara la noche de la función. Dos días a cielo abierto, un cielo que de tan azul quemaba, un sol que se alzaba con el esplendor de los astros que todo lo pueden y después se escondía detrás de las montañas, fosforeciendo anaranjado y desplegando sus rayos como extremidades que se estiran hasta languidecer.
Anima Animal empieza así: un montículo de cuerpos descubiertos, expuestos, casi desnudos, moviéndose con la armonía ininterrumpida del agua, símbolo del comienzo de la vida y también de la destrucción, al compás de la música. Cuerpos que se funden, se confunden, recortados sobre el escenario negro en cuyo fondo se distingue una cascada de luz que proyecta su brillo sobre la superficie trabajada de cada músculo. Las caras en sombra se repliegan, repliegan su singularidad distintiva, lo que se ve es una sola forma, una imagen de la totalidad que pronto va a derramarse para dar paso a lo múltiple.
Y es que de eso se trata rajarse (en el sentido que le da la filósofa y bailarina Marie Bardet): no sólo irse, huir, escapar, evadirse, sino también abrirse, hendirse, multiplicarse, quebrarse, florecer, abrir espacios, discontinuidades.
En la versión de Cornejo y Tulliano, que investigaron las diferentes variantes de la leyenda, los amantes son Guyra (Cornejo) e Ivy (Ximena Pinto). El conflicto ya no es externo, el villano no es el dios terrible Caaporá sino que son las propias contradicciones las que desgarran al héroe, tan noble como ambicioso, tan generoso como mezquino, tan capaz de amar como de odiar, las que van a desencadenar el drama. Ivy también está tironeada, dividida: ama a Guyra, pero le teme, es frágil y a la vez, fuerte. El argumento pone en escena el peligro al que se exponen los hombres cuando se creen dioses, la amenaza de desconocer los límites, de hacer un uso desorbitado de su poder sobre la naturaleza y sobre el otro.
Anima Animal apuesta todo a la potencia de las torsiones, los roces y los pliegues que se producen al enlazar en un mismo tejido materiales de distintas fuentes, al mestizaje de técnicas, el contagio, ya no de un virus letal, sino de otra clase de influencia, la que resulta en verdaderas obras de arte. Cornejo brilla como siempre, pero no opaca ni impone su destreza ante la gracia y el entrenamiento de cada uno de los miembros de la compañía Cadabra. Tulliano, en lugar de limar los bordes, trabaja con la yuxtaposición y juega con lo que ofrecen las diferencias. Cuando la imagino, la veo, como en un cuento de hadas, dirigiendo con una varita mágica en la mano.
El final es, como diría mi hija:, “épico”. El guerrero Ivy, trastornado por el dolor de haber provocado la muerte de su amada, se transforma en pájaro y el cuerpo del bailarín se contorsiona hasta cobrar la forma del animal para culminar volando en el aire.
Esa noche mi hija y yo volvimos a nuestro hotel en la ciudad chochas de contentas. Nos quedaba todo un día para no hacer nada. A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, los vimos. Eran ellos. Estaban en la mesa de al lado desayunando, como personas normales. Los bailarines y la directora de la obra. Al rato, apareció Herman. A pesar de que mi hija me rogó que no lo hiciera, me acerqué. Quise decirle algo de todo lo estoy escribiendo ahora, pero las palabras no salían de mi boca, sólo podía tartamudear. El hombre que estaba frente a mí no tenía para nada la actitud de una estrella distante y magnífica, me miraba con compasión y dulzura, esperando que yo lograra desenredar alguna frase coherente. Me sentí muy estúpida y desamparada: ¿qué iba a ser de mí si perdía la capacidad de articular el lenguaje? Entonces se paró de su silla y por un segundo me abrazó. Después fue hasta la mesa en donde mi hija nos miraba ya no sé si con vergüenza o con emoción, a saludarla a ella. Al rato, como mortales que somos, estábamos todos dándonos chapuzones en la pileta del hotel.
“Yo no creería en un dios que no supiera bailar” escribió una vez F. Nietzsche. Y de lo que hablaba era de que lo divino, lo espiritual, la inteligencia, no puede –no debe– separarse de los goces del cuerpo. Eso es lo que se ve cuando Herman Cornejo baila: a un hombre que carga, como todos nosotros, con un cuerpo, el mismo cuerpo que es, a la vez, fuente de dolor, de incomodidad, de malestar y también de placer. El mismo cuerpo que se fortalece y se deteriora, que cambia. El cuerpo que se manifiesta hambriento, voluptuoso, que se enferma. Con ese cuerpo el bailarín baila. Herman Cornejo, a quien escuché decir en una entrevista: “Yo nací para la danza” es alguien que sabe, con un saber no sabido, o mejor: sin la pesadez que el saber supone, ser ligero.
VC