El doble luto del cuidador: “Estoy descansando, sí, pero murió mi madre, ¿cómo me voy a alegrar?”

David Noriega

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La primera vez que Clara salió a tomar una cerveza tras la muerte de su madre, se sintió culpable. Ese acto cotidiano era para ella toda una novedad tras una década entregada al cuidado de la mujer, que había desarrollado alzhéimer. Encarna nota cada día en casa la ausencia de su marido. Después de 45 años juntos, 18 de ellos conviviendo con la ELA, todavía siente el dolor de esa falta, pero ahora piensa “un poquito” más en ella misma. A Teresa, perder a su marido, con una lesión medular severa, la sumió en una sensación de vacío. “Cuando llegas a casa piensas, ¿ahora qué hago yo, que he estado 10 años atendiéndole?”. Almudena, que en plena veintena pausó su propia vida para cuidar de quien se la dio, experimentó una especie de conflicto interno tras años cuidando. “Tienes la cosa en la cabeza de que cuando fallezca, vas a descansar, pero eso será porque ya no está, y no quieres”, cuenta.

Estas cinco mujeres —quienes cuidan casi siempre lo son— han dedicado buena parte de su vida a atender a un ser querido. Tras su marcha, todas cuentan, a su manera, su propia historia de amor y duelo. Todos diferentes, todos con similitudes. “Algunas personas consiguen adaptarse y aceptar que el fallecimiento va a llegar y otras, no. Por eso hay mucha variabilidad, pero en muchos casos se acumula el desgaste, ver a la persona sufrir y el propio sufrimiento”, explica la psicóloga de la Fundación adELA, Nerea Amezcua. Esta patología, que afecta a entre 3 y 5 personas por cada 100.000 habitantes, ataca al sistema nervioso central y debilita el cuerpo hasta la parálisis, lo que provoca que los pacientes sean totalmente dependientes al final de su vida, que se prolonga, de media, entre 3 y 5 años después del diagnóstico.

“Tengo la mierda esa, ¿pues qué le vamos a hacer?”, recuerda Encarna Díaz que le dijo su marido cuando salieron de la consulta, ella llorando, en la que le pusieron nombre a esos pequeños déficits de movimiento que llevaba unos meses experimentando. Era 2004. Él tenía 53 años y ella, 52. Esa actitud positiva en la adversidad y un matrimonio feliz hizo que la convivencia con la enfermedad fuera más llevadera, pese a las dificultades del cuidado. Julián vivió muchos más años que la media. La traqueotomía alargó su esperanza de vida, aunque le volvió más dependiente. “Es un cuidado muy específico y tienes que estar todo el tiempo pendiente. La maquina pita y al principio no duraba ni tres horas, pero todos los familiares aprenden”, explica de una época en la que tuvo que dejar de trabajar.

“Lloré todo lo que tenía que llorar, hasta que me di cuenta de que debía sonreírle a la vida. Él me ayudaba en eso”, recuerda Encarna. “Cuando falleció, llegué a la conclusión de que no había un antes y un después de la enfermedad, sino que había sido un trayecto que nos tocó en estas circunstancias, como nos podía haber tocado en otras. Ha estado en las bodas de sus hijos, ha conocido a sus nietos, hemos estado con amigos en casa... Hemos vivido una vida diferente. Yo cuento una historia de amor, no de pena”, señala.

"La calidad de vida durante la enfermedad y cómo ha sido ese tiempo con la persona impacta en el duelo"

El siguiente capitulo de esa historia tiene que ver con la pérdida. “Como la esperaba, el primer momento del duelo no ha sido tan agudo, pero luego he notado su falta”, explica esta sanitaria de profesión, que ahora tiene 72 años y habla con tono sereno. “La calidad de vida durante la enfermedad y cómo ha sido ese tiempo con la persona impacta en el duelo”, explica Amezcua, que señala que las personas que cuidan durante años a un ser querido viven un doble proceso. “De alguna manera, lo pierdes dos veces: cuando empiezan a ser dependientes absolutos y cuando fallecen”, indica.

Teresa del Teso cree que ha sabido gestionar bien el cuidado y la marcha de su marido. Él hombre salió un domingo a montar en bicicleta, cuando tenía 68 años, y una caída le provocó una lesión medular que le impidió volver a moverse. El año que pasaron en el Hospital de Parapléjicos de Toledo les sirvió para adaptarse a su nueva vida. “Allí ves de todo y me hicieron una cura psicológica perfecta”, recuerda ella, que se afanó en ocuparse personalmente de su pareja, consciente del privilegio que les brindaba su economía. “He visto muchos casos en los que, después del drama del accidente o la enfermedad viene otro drama familiar, casi siempre económico”, lamenta.

Cuando su marido falleció, en marzo de 2021, reunió a sus hijos en casa. “El vacío que deja vuestro padre no se puede llenar, pero tengo una paz interior por el deber cumplido que me va a ayudar en el futuro”, les dijo. Esa sensación no le ahorró la sensación de vacuidad: “Me he quedado sin trabajo”, resumió entonces esta profesora universitaria, que anticipó la jubilación a su deseo de retirarse a los 70 para dedicarse a cuidar. “Curiosamente, el primer año he estado mejor. Me lo creía, no me lo creía... pero, ahora que ha pasado más tiempo, me noto en otro estado anímico”, reconoce.

"Cuando hay una pérdida así, ya no suena el despertador para levantar y duchar a la persona cuidada, para hacer la comida, darle de comer... El gran proceso, no es solo vivir la pérdida, sino reestructurar y rellenar esos huecos"

María José Arroyo dirige el departamento de psicología de la Fundación del Lesionado Medular, una organización que se puso en marcha de Aspaym Madrid, donde Teresa acudía varias veces a la semana con su marido. “El duelo habitual está en torno a un año, pero con estas personas hay particularidades, por el vínculo tan personal que han tenido”, explica. Arroyo dibuja un rompecabezas imaginario, en el que se van encajando piezas como horas del reloj. “Cuando hay una pérdida así, resulta que hay muchas horas para rellenar, porque ya no suena el despertador para levantar y duchar a la persona cuidada, para hacer la comida, darle de comer... El cuidador tiene que rehacer su puzle. Ese es el gran proceso, no solo vivir la pérdida, sino reestructurar y rellenar esos huecos”, explica la psicóloga.

Esa nueva vida entra, en ocasiones, en colisión con sentimientos que son habituales. “A veces, cuando la persona fallece, el cuidador puede sentir, incluso, un descanso. Esa sensación, después de todos los esfuerzos, entra dentro de lo normal y no implica que quiera que su familiar se haya muerto. Hay que distinguir una cosa de la otra”, explica Arroyo. Es un diagnóstico con el que coincide su colega Silvia Escalada, de la Fundación Alzhéimer España. “Tenemos que entender que esos sentimientos no están relacionados. A veces aparecen esas ideas contradictorias: estoy descansando, pero ha muerto mi madre, ¿cómo me voy a alegrar?”, recuerda que le dicen en las terapias que dirige. Una ambivalencia que atribuye a factores culturales, pero que recomienda no ignorar: “Es incómodo pero, si intento evitarlo, se hará más fuerte y más grande. Que los cuidadores vean que no es algo raro y que no les pasa solo a ellos es muy positivo. Cuando se lo explicas, es como si se quitaran un peso de encima”.

Cuando mi madre falleció fue difícil de asimilar, porque piensas en si habrá sufrido. Entonces la vida familiar nos dio un vuelco de 360º: nos vimos otra vez en el punto de partida, igual de desorientados y desubicados que cuando enfermó"

Clara, que prefiere ocultar su nombre real, y su marido son un matrimonio muy casero. Con ellos había vivido siempre la madre de ella. “A partir de los 80 años empezó con despistes y olvidos. Luego nos dimos cuenta de que se acordaba más de lo pasado que de lo actual y después vas viendo cómo se deteriora la persona”, explica. Tenía alzhéimer, una enfermedad lenta, pero que no perdona. “Fue una labor conjunta e íbamos aprendiendo poco a poco, desde lo positivo. Cada dos por tres venían mi hijo y mis nietos: '¡abuelita! ¡abuelita!'. Cuando falleció fue difícil de asimilar, porque piensas en si habrá sufrido. Entonces la vida familiar nos dio un vuelco de 360 grados: nos vimos otra vez en el punto de partida, igual de desorientados y desubicados que cuando enfermó”, recuerda.

Las semanas de duelo se entremezclaron entonces con lugares comunes y comentarios dolientes. “Me decían que ahora ya podía salir o entrar cuando quisiera. Nosotros hemos cuidado con todo el cariño y la alegría y esos comentarios me molestan. Salgo y entro porque se ha muerto mi madre”, explica Clara. Pero la ambivalencia que señalan las psicólogas tampoco le era ajena. “Ahora estamos haciendo pequeños viajecillos, excursiones, lo que nos apetece, aunque al principio echas mucho de menos cuidar. Nos costó unos meses acostumbrarnos, porque parecía que nos daba cargo de conciencia disfrutar”.

“Mucha gente me dice que ahora descanse y yo pienso: ¿qué hago? ¿contesto mal o me callo? Si hubiera querido descansar, no habría estado 11 años atendiéndolo”, coincide Teresa, que las primeras noches sola en casa escuchaba la voz de su marido llamándola, y que deja claro que igual que ha sufrido esos comentarios, otros la han reconfortado. “También me han reconocido que lo he hecho bien”, explica.

Una dualidad

Almudena se acababa de independizar cuando a su madre le diagnosticaron ELA bulbar, del tipo que más rápido avanza. “Para mí fue muy conflictivo dejar la vida adulta que estaba arrancando y mi carrera profesional en Madrid, pero el vínculo con ella era muy importante y le quise devolver todo lo que había hecho por mí”, explica. Tenía 24 años y volvió a su casa familiar, en un pueblo de la sierra, para dedicarse al cuidado junto a su hermano. Los más de tres años que estuvo atendiendo a su madre vivió una dualidad. “La realidad es que el día a día es devastador, agotador. Los últimos meses teníamos que estar 24 horas con ella, enfrente de sus ojos, que eran la única forma que tenía de comunicarse. Tienes en la cabeza esa cosa de que cuando fallezca, en cierto modo, vas a descansar, pero eso significa que ya no va a estar”, admite esta joven, que recurrió a apoyo psicológico, a un trabajo personal y a grupos de personas de su edad que estaban afrontando su misma situación.

“Es importante la edad a la que se tenga que cuidar. Vemos muchos casos de jóvenes que empiezan su vida, se iban a independizar o tenían pareja y de repente no pueden hacer nada de eso porque su padre o su madre enferma. Hay una lucha entre querer seguir su vida y querer quedarse. O trabajan y validan estos sentimientos o después sufren mucho, por no haber ayudado todo lo que se les pedía, que igual era demasiado, o por haber pensado determinada cosa”, desarrolla Amezcua.

Almudena todavía no ha aceptado la muerte de su madre. Han pasado tan solo ocho meses, en los que ha podido refugiarse en su trabajo de actriz, recién recuperado. “Cuando estaba muy malita me surgió un casting para una serie y me dijo con los ojos que lo hiciera, porque era mi futuro, mi carrera. La semana que la sedaron me llamaron”, explica. “He estado agarrándome mucho al trabajo, que para mí fue una ayuda ya no a nivel laboral, sino psicológica y emocional, porque cuando falleció estaba en shock. Aún se me hace totalmente irreal”, reflexiona.

Ahora, esta joven está aprendiendo a transitar por otras formas de existir. “Llevas existiendo en esto que llamamos vida 28 años, con una persona desde la que comprendes esa existencia y ya no está. Yo intento tirar hacia adelante, buscar la fortaleza. ¿Cómo querría mi madre que estuviera?”.