Ensayo general Opinión

Feminismo elegante

8 de mayo de 2022 00:02 h

0

Cuando Laura Ramos publicó Infernales. La hermandad Brontë: Charlotte, Emily, Anne y Branwell empecé a entender algo sobre nosotras; sobre ella y sobre mí, que no nos conocíamos (ni nos conocemos demasiado al día de hoy), y sobre unas cuantas más, y sobre algo que quería decir sobre otras épocas y sobre esta época. No crecí con las columnas de Buenos Aires me mata pero di con el libro a los doce o trece años; recuerdo estar en mi cuarto leyendo de madrugada, en un tiempo en que estaba tratando de abandonar mi vida religiosa sin saber si me iría a salir bien, en una edad y una situación en que lo único que podía hacer tarde a la noche era leer. Recuerdo estar en mi cuarto y pensar que si un genio me concedía un solo deseo pediría vivir la vida, la ciudad y el presente que me tocara en suerte con la intensidad con la que parecía hacerlo Laura Ramos en el libro; hoy diría “la intensidad y la liviandad”, porque era eso en el fondo lo que me fascinaba, esa combinación entre la intensidad de estar presente en un momento preciso y la liviandad con la que se puede transitar lo que es bello pero no es sagrado, y eso Ramos lo trae siempre en su estilo, esa ambivalencia. Pero en esa época era chica y era la libertad lo que me llamaba la atención. Muchos años después, entonces, me sorprendió enterarme de que Laura Ramos estaba tan obsesionada como yo con el siglo XIX y sus mujeres encerradas, las locas encerradas en cuartos escondidos y las cuerdas encerradas en matrimonios burgueses. Leyendo su libro sobre las Brontë entendí que ella, como yo, había gozado todas las novelas de Alcott, hasta las más moralistas de todas; entendí que había algo en su forma de leer y de vivir que abrazaba por igual la aventura y lo que se conserva, una noche llena de imprevistos y un párrafo entero de descripción de una puntilla. No es que esto nos hiciera particularmente perspicaces o interesantes, ni a ella ni a mí, estas dos pasiones contradictorias; pero me hizo pensar en la relación entre una cosa y la otra. 

Hay algo en esta veta, sin dudas, de feminismo de segunda generación, el feminismo de revalorizar lo tradicionalmente considerado banal o aburrido, las historias de faldas: un hambre por leer historias de mujeres, y si las historias de mujeres fueron hasta el siglo XX historias de sumisión, pues de eso tendremos que enamorarnos, y en eso tendremos que encontrar también el germen de lo que somos. Debe ser por eso, también, que las historias que me interesan a mí y a Laura son muchas veces las historias de mujeres solas en épocas en las que había muy pocas maneras decentes de ser sola: a mí, como a Laura Ramos, me fascinan desde siempre las historias sobre institutrices y maestras, protagonistas de hecho de Las señoritas, el último libro de Ramos que reconstruye la historia de las maestras norteamericanas que trajo Sarmiento para armar las escuelas argentinas. Pero sería mentiroso decir que lo único o lo que más nos interesa de esas historias es el coqueteo con la transgresión: nos gustan sus bailes, sus cortesías, sus vestidos, sus costumbres. No nos gusta solo lo que corre los bordes de la femineidad; nos gusta, también, lo que queda adentro. 

Pienso que esa combinación de obsesiones que manejamos Laura y yo desde hace mucho, ella desde hace más que yo de hecho, refleja una relación un poco irónica con el feminismo que está cada vez más extendida. Si alguna vez estuvo de moda ser una feminista solemne, hoy de hecho ya no lo está; está bien ser feminista y disfrutar de las mieles de la femineidad, o más todavía, el dulzor de sus cadenas. Está bien ser feminista y embelesarse con los trajes de época que destrozaron los órganos vitales de las mujeres que los llevaban; sobre todo a la mujeres de treintis o cuarentis, pienso, pero también a algunas de veintis que quieren ser más cancheras que sus contemporáneas, nos parecería absurdo convertir todo en una protesta; nos parecería, sobre todo, de mal gusto. Recuerdo el que creo que es el primer o el segundo capítulo de Fleabag, cuando ella y su hermana van a un evento feminista y levantan la mano cuando la conferencista pregunta quién cambiaría cinco años de vida por un cuerpo perfecto. Al levantar la mano, Fleabag está diciéndole a la audiencia: yo soy como ustedes, tampoco soy feminista en serio. Por si no quedara claro, por las dudas, el diálogo subraya: “somos malas feministas”. Malena Pichot, de hecho, lo tuitea seguido: nadie quiere ser buena feminista. No hay nada canchero, hoy, en ser una buena feminista, exceptuando a ciertos círculos muy específicos. Parte de la disputa generacional con el activismo juvenil (pero también, creo que es interesante, con feministas mucho más grandes) parece radicar en eso; para muchas de nosotras, la forma elegante de ser feminista es siendo también un poco antifeminista, reírse del feminismo y romantizar la época en que no existía o apenas empezaba a existir de un modo en que no creo haber visto hacer a marxistas con el marxismo o a peronistas con el peronismo. 

Tiendo a pensar, como el filósofo Richard Rorty, que la aproximación irónica a nuestras propias creencias es una virtud. Sirve para conversar, y sirve para vivir. Y sin embargo, el cortocircuito del fin de semana pasado, cuando la misma noche vi pasar en Twitter las discusiones sobre la gala del Met (un evento tan vidriera de la nada que me angustia hasta a mí, que puedo pasar y he pasado una mañana entera leyendo sobre tipos de encaje en internet) y la filtración del voto de Alito que podría revocar el fallo Roe versus Wade en Estados Unidos y acabar de hecho con la legalidad del aborto, me hizo pensar en que hay algo enrarecido en nuestra relación irónica con la banalidad; al menos, nos pide una atención realmente muy grande, y finalmente esa no era una mentira de los achupinados de las charlas TED, la atención es el bien escaso por el que compiten los gigantes de nuestra época. Si Kim Kardashian puede tomar por asalto nuestra conversación, puede pasar que de pronto sea difícil encontrar o hacer circular buenos textos sobre lo que podría pasar con el aborto en Estados Unidos; me pasó, al menos, a mí, en un momento donde parecería que sobra buen contenido sobre cualquier cosa. Puede pasar que se nos vaya el tiempo y el trabajo en la ironía elegante, que el miedo a la solemnidad o el aburrimiento lo tape todo. 

No tengo ninguna intención, ningún deseo de abandonar mi pasión por la vida y la literatura de las señoritas de otra época, por devorarla desde una perspectiva feminista pero también sencillamente devorarla. No son placeres culposos; solo es la punta de un ovillo que me interesa sobre nuestra relación con el feminismo y con la femineidad como cadena y privilegio, sobre el modo de sostener creencias en estos días, sobre una ironía que en realidad es mucho más rica que la ironía porque nunca es un sarcasmo que mira las cosas desde afuera, es una ironía ante todo neurótica, melancólica y retorcida.  

TT