Es una noche gélida, de esas en las que el frío corta la cara. El termómetro en Salta capital marca 2 grados, pero en Cerrillos, a unos 20 kilómetros, la sensación es que ya se pasaron varios bajo cero. A Kiko Fernández no parece importarle. Espera en la puerta de su finca, una construcción de estilo colonial, con una chaqueta blanca de cocinero. Lleva mangas cortas. “Pasen, pasen”, invita con una sonrisa y lo que aparece es la gloria. Una mesa servida como para veinte personas aunque los comensales no llegamos a la mitad. De un lado un fogón, del otro una cocina de hierro lanzan llamaradas. En el centro, dispuestos en cinco platos, está él, la razón por la cual llegamos hasta aquí: el jamón de bellotas.
Jabugo es la región de España donde se produce el más conocido de este tipo, algo así como el Messi de los jamones. Es una exquisitez en la que carne y grasa arman un balance perfecto. La clave es la alimentación de los chanchos, bellotas, el fruto de cierto tipo de árboles como el roble o el alcornoque. También influye, y mucho, el tipo de animal -los llamados “pata negra”-, la crianza -andan libres por el establecimiento-, y la producción. Porque tener un jamón de bellotas lleva tiempo y paciencia en grandes cantidades.
“El ácido oleico de la bellota es el que ofrece esa grasa infiltrada, la que hace que la pata tarde más tiempo en madurar y es la garantía del sabor del jamón”, dice Kiko.
Esta mezcla hace que el producto final no tenga mucho que ver con el jamón crudo tradicional. El de bellotas tiene apenas una capa de grasa que lo recubre. El resto se distribuye en finas líneas entre la carne dándole un veteado perfecto. El resultado entonces es una feta untuosa, nada salada y hasta con cierto dejo dulce.
Ahora bien, todo esto es el jamón de Jabugo o el Ibérico, el que se consigue sólo en determinadas regiones de España ya que tienen denominación de origen -como el champagne o el roquefort- y aún allí tiene precios siderales.
En Argentina sólo se puede comprar en muy pocas fiambrerías, con precios más siderales aún.
¿Qué tiene que ver todo esto con Kiko? Es el primer productor de jamones de bellota del país. En rigor hay uno más pero sólo produce para un restaurante.
Y lo que Kiko hace con sus jamones nada tiene que envidiarle a sus ancestros de la península Ibérica.
“Es un hobby, caro, carísimo, por ahora no gano nada. Es una locura haber hecho esto, era algo para disfrutar con amigos y familia”, dice Kiko mientras insiste “coman, coman” al grupo de periodistas que recibe en La Montanera, su finca.
La Montanera es la sede de Cerdo Negro, su marca de jamones de bellota. Pero también es la palabra que resume su aventura. La montanera es la clave de todo, la etapa en que las bellotas caen al piso y los cerdos se dan un festín.
En honor a los ancestros
Kiko dice que esta historia comenzó a escribirse en 1955, en Andalucía. De allí llegaron los padres con los cuatro abuelos. Llegaron huyendo de la dictadura de Francisco Franco y la pobreza que había dejado la Guerra Civil. Con ellos trajeron también las semillas para los árboles de bellotas y la costumbre de matar un cerdo una vez al año para producir jamones y embutidos para todo el año. Kiko nació en Salta y se crió entre mesas largas y reuniones familiares para faenar el cerdo. De todo eso le quedó la obsesión por los jamones.
Lo primero que hizo, hace más de 30 años, fue plantar las semillas de los árboles para las bellotas de tal manera que entre uno y uno creciera también pastura para acompañar la dieta de los chanchos. Cuando los árboles tuvieron suficiente altura, lo que quedaba era encontrar el cerdo adecuado porque no cualquier marrano sirve para lo que él buscaba. Con la ayuda de su hija veterinaria y mucha intuición, comenzó a cruzar razas hasta que después de varios años consiguió lo que quería: jabalí, Duro Jersey y Che Tapuy de Córdoba.
Con el cerdo perfecto, lo que siguió fue depurar la técnica que había aprendido desde chico. Aprendió que luego de que los chanchos dejan la teta, alrededor de los treinta días, hay que alimentarlos con alimento balanceado, pero el agua se debe colocar lejos de manera que el chancho no tenga más remedio que caminar y caminar entre uno y otro. Así,entra caminata y caminata la grasa se infiltrando en la carne. Las bellotas llegan cuatro meses antes del faenamiento. Es lo único que comen junto con la pastura. Una vez que los animales son faenados, cada pata es friccionada con sal fina antes de dejarla en las bandejas de curado, cubiertas por sal gruesa. “Se masajean con sal fina y se acomodan pero sin que se toquen unos con otros. En cada cajón entran unas 16 patas. El tiempo varía de acuerdo al tamaño, 1 día por cada kilo de peso”,
A diferencia de los jamones comunes, estos tienen poco contacto con la sal, porque el curado de la carne llega con tiempo, a través de la propia grasa.
Kiko Fernández tiene una empresa de perforaciones. También hace urbanizaciones para barrios privados. Ese es su trabajo de todos los días, y el que permite solventar una estructura gigantesca que hasta ahora no da beneficios.
“Pude hacer esto porque me rompí el alma laburando. Es una locura haber hecho esto. Lo pensé desde muy joven. Mis amigos piensan que estoy loco”, se ríe Kiko y cuenta: 2500 árboles, 400 chanchos y un establecimiento que parece un laboratorio. Es que luego de que los chanchos son curados, pasan a otra sala para lavarlos, de ahí a una cámara donde estarán cien días entre 0 y 6 grados y luego a otra más para el secado natural, como se hacía antiguamente. “Ahí son nueve meses que nos pasamos abriendo y cerrando las ventanas según haga falta”, explica.
Y entonces sí, llega la etapa final, la cámara del tesoro donde descansan unos 200 jamones a la espera de ser devorados. Es una bodega subterránea, construida en piedra, donde los jamones pasarán colgados del techo entre cinco y siete años.
Si a ese tiempo se le suman los dos años de crianza, un jamón de bellotas demanda un promedio de ocho años.
“Si, es un hobby carísimo”, admite Kiko. Comerlo también: 100 gramos cuestan 7.000 pesos y la pata entera está por encima de los 200.000. “Es un jamón hecho de la forma más natural posible, los jamones que se encuentran en el mercado en seis meses están a la venta”, dice.
Aunque la empresa hace envíos a todo el país, lo cierto es que el mercado es diminuto. Sin embargo, el haberse convertido en el primer -y casi único- productor de jamones de bellota del país le dio fama y La Montanera se convirtió en un centro de atracción turística en Salta. “Hasta Mirtha Legrand vino”, cuenta Kiko y muestra una foto de la Chiquita posando entre patas de chancho.
Fue Jorge Carro, uno de sus amigos de siempre el que le propuso encontrarle otro rédito a su pasión por los jamones. Y así surgió la idea de un restaurante-sala de degustación a cargo del cocinero Paco Posadas. El menú, obvio, no hay otra cosa que no sean chanchos, desde bondiola y lomo hasta costillar.