Martes, 12 de abril. Sasha tiene once años y desde hace un mes vive con su madre y sus dos hermanos menores en el centro de refugiados montado en Expo Varsovia, Polonia. Ucraniano, melena rubia, ojos celeste, cara redonda, nariz y boca pequeñas. Toma de la mano a Sybisia, la voluntaria que llegó ayer para acompañar a los niños. Sasha tiene una tarjeta con el dibujo de una bandera de Rusia que parece haber salido de un juego de memotest, pero no la usa para jugar y ejercitar la memoria. La coloca en el suelo, la pisotea, la estruja con fuerza contra el piso. Mientras da medios giros con su ojota celeste, invita a sumarse. Enseña el movimiento preciso que hay que hacer con el pie. Observa a los demás para asegurarse que esté bien hecho. Quiere que pisen la bandera rusa.
Sybisa cuenta que en los dibujos que los niños hacen para pasar el día en la sala de juegos hacen banderas rusas y luego las tachan. Sacha la llevó a verlos en su primer día de voluntariado. Hoy lo tuvo que obligar a levantarse. Él es uno de los más de 4,6 millones de ucranianos que han huido de su país desde la invasión ordenada por Vladimir Putin, según cifras de la oficina para refugiados de la ONU (Acnur). La guerra ya lleva 50 días y en Varsovia, la fría capital del país que recibió a más de la mitad de los desplazados, se han montado al menos una decena de centros de refugio para brindarles comida, abrigo, asistencia y una reposera para dormir. Es lo que hay. No es poco para quien lo ha perdido todo en un mismo día.
En Varsovia, este movimiento de solidaridad se sostiene gracias a la iniciativa de organizaciones sociales, ciudadanos voluntarios y empresarios que donan sus establecimientos y mercadería, con reciente pero escasa intervención del gobierno polaco.
En la categoría “refugiado” no existen las clases sociales ni el estatus. Quien estaba vacacionando en un centro de ski poco antes de que bombardearan su barrio ahora duerme junto a quien podría estar limpiando los vidrios de su casa. La mayoría son mujeres con niños o adolescentes. Algunos hombres mayores y pocos varones jóvenes en edad de combate. Comen lo mismo. Se duchan por turnos en el mismo container . Tienen las mismas frazadas y la misma cara de angustia.
En el mismo centro de refugiados donde Sasha pasa sus días, pero en un módulo continuo, Viktoria Tsaider (28), ucraniana, estudiante universitaria, llegó desde Lviv alrededor de las 2 de la mañana. Fue un viaje de 20 horas en tren para cruzar la frontera entre Ucrania y Polonia y pasar la noche en el centro de exposiciones.
Hermana de nueve, de familia católica, contextura pequeña, rodete y sonriente, tiene un objetivo concreto: ganó una beca para continuar sus estudios sobre España: debe llegar a Cádiz, en el sur de la comuna de Andalucía, para continuar sus estudios de filología hispánica. Habla castellano perfecto. Su hermano mayor está combatiendo a las fuerzas rusas en Ucrania. Le dijo que su deseo es que Viktoria llegue a España. Además de concretar su meta, ella tendrá varias misiones inesperadas en las próximas horas, cuando logre subir al vuelo humanitario de la ONG Solidaire, piloteado por el comandante ítalo-argentino Enrique Piñeyro.
Son 227 ucranianos los que viajaron este miércoles en el Boeing 787 donado por el empresario y cineasta, fundador de Solidaire. Partieron por la tarde desde el aeropuerto de Varsovia con dos destinos: Barcelona y Madrid. Podría ser una de sus películas, pero es la aplastante realidad. Sus pasajeros son mujeres con niños pequeños y bebés, la mayoría sin sus padres, que están en combate o en entrenamiento o esperando que los llamen para unirse al frente de batalla; ancianas y muy pocos ancianos; personas con dificultades para moverse o alguna discapacidad.
Viktorias en Varsovia
Mientras Viktoria viajaba a Polonia para subirse al avión, en Varsovia, otra Viktoria, también de Lviv, hacía fila en una sede de Caritas para recibir una caja de alimentos perecederos, medicamentos de venta libre, pañales, shampoo y jabón en polvo. Pelo castaño oscuro, recogido, tez blanca y pecas, sobretodo beige, 36 años, parece haber tenido un buen pasar antes de la guerra. Divorciada, habla inglés perfecto y trabajaba como guía turística y traductora. Llegó en marzo en un bus, con sus dos niños de siete y diez años, y sus mascotas: una coneja y sus conejitos recién nacidos, que viajaron en el bolso de la ropa porque no había lugar en el bus para jaulas ni transportadores. Viajó con una amiga que tiene un bebé de cuatro meses.
El viaje duró 18 horas. Están viviendo en un departamento, en un edificio donde hay muchos ucranianos recién llegados. Sus hijos ya están en el colegio.
En Ucrania, debió dejar a su madre. “No quiso venir. Tiene más de 60 y sabe que acá no conseguirá trabajo. No quiere estar pidiendo ayuda. Prefiere estar en su casa plantando papas”. Se le caen las lágrimas. “La vida acá no está mal, pero quiero volver a Ucrania”, dijo a elDiarioAR.
Viktoria se quejó por la espera para recibir la caja de Caritas y se ofreció para ayudar a agilizar la entrega. La fila nunca fue tan populosa, aseguró Pablo Berman, argentino que hace alrededor de un año vive en Varsovia, luego de que lo trasladara la empresa para la que trabaja. Desde hace semanas, es voluntario en este centro que entrega alimentos, pañales, ropa y juguetes a los refugiados ucranianos. Desde que empezó la guerra, unas 3.000 personas han venido a retirar la caja, martes y jueves.
Mientras las madres, abuelas y adolescentes hacen la fila y entregan su documentación para el registro que lleva la organización católica, los niños juegan a las escondidas. Las mujeres revisan las cajas que llegan con donaciones de ropa y calzado. Los chicos inspeccionan las que traen juguetes y libros.
Desde aquí también distribuyen los productos y donaciones a Ucrania, con voluntarios que se ofrecen a llevarlo en sus vehículos.
En la fila, sólo hay tres hombres. En Ucrania, uno de ellos era DJ y animador de fiestas. Sufre un raro tipo de diabetes que lo obliga a inyectarse insulina cuatro veces por día. Por esa razón, explicó, tiene un permiso médico que le permite no estar peleando contra las tropas rusas en su país. “Mis amigos que quedaron allá me preguntan cuándo voy a ir de nuevo para allá. Es una sensación muy contradictoria para mí. No quiero que me vean acá mientras ellos están allá”. Se siente juzgado por sus amigos, que debieron quedarse para pelear, afirmó. No es el único. “Es algo que se repite entre los hombres jóvenes que por alguna razón lograron huir”, contó Pablo.
Los 2,6 millones de refugiados ucranianos que ingresaron a Polonia llegaron con lo puesto: una bolsa o valija con ropa y la documentación necesaria para cruzar la frontera. Muchos de ellos, con sus mascotas. Algunos dejaron su casa por miedo a los bombardeos y los soldados rusos. Otros ya no tienen nada porque los misiles arrasaron sus barrios. Hay quienes vienen de pasar días o semanas en un sótano.
Una vez en Polonia, tienen al menos cuatro opciones: continuar hacia otra ciudad europea en tren o bus; ser trasladados a un centro de refugiados y luego ser ubicados por alguna organización en un departamento; hospedarse en una casa de familia polaca que ofrece de manera gratuita una habitación de tránsito, comida y calor; o, en el mejor de los casos, con familiares, amigos o conocidos que los reciben en sus hogares o los ubican en un departamento. Este miércoles tuvieron una quinta opción: subirse al vuelo humanitario rumbo a España.
Pasajeros
Vladimir, ucraniano, 61 años, pelo cano, alto, robusto, se ríe con cierta facilidad. Hace cinco días viste la misma ropa. En el afán por salir de su país, sólo hizo lugar para las pertenencias de su pequeña nieta. Llegó a Varsovia en bus desde la ciudad de Poltava -a 300 kilómetros de Kiev, en el castigado este de Ucrania- junto a su esposa, su hija y su nieta. Su yerno es militar y está peleando en el frente.
Se encuentran alojados en otro centro de refugiados, Global Expo, en las afueras de Varsovia. Este segundo establecimiento, también manejado por voluntarios polacos y de otros países de Europa, tiene capacidad para unas 1.600 personas y custodia del Ejército. Está lleno. Vladimir dejó atrás las sirenas, las corridas al sótano y el miedo a las bombas. “Aquí hay muchos niños, gente sin manos, sin piernas. A la noche, es difícil dormir por los perros, los llantos”, contó a elDiarioAR, mientras muestra dónde duerme con su familia. Hace de guía por el lugar.
Vladimir y su esposa han vivido ya en España, él como trabajador de la construcción y ella como mesera. Es de los pocos ucranianos que van a Madrid y habla español. Su hijo vive a unos 400 kilómetros de la capital española y lo está esperando. Al igual que Viktoria, este miércoles él y su familia subieron al vuelo humanitario con la ayuda de la ONG catalana que trabaja en alianza con Solidaire: Open Arms.
Vladimir ayuda a traducir para sus compatriotas que quieren hablar con Albert Mayodormo, catalán, voluntario de Open Arms. Una abuela, su hija y sus dos nietos deciden sumarse para llegar a España. Un matrimonio mayor de 60 se acerca a preguntar. Quieren dejar el centro de refugiados. Duermen con cientos de extraños sobre una incómoda reposera, piden ropa donada para abrigarse y se bañan por turnos en duchas comunitarias montadas en containers.
Tomados de las manos como dos novios de 15, escuchan que Albert les confirma que tiene lugar para llevarlos a todos en el Boeing 787. El hombre saca su pasaporte de una riñonera, llora como si le hubieran devuelto la vida y sonríe. Su esposa es la estoica de la pareja. Viajarán al día siguiente en una de las primeras filas, todo el viaje tomados de las manos, con destino a Barcelona.
Albert vino a este centro de refugiados para terminar de armar la lista de pasajeros, informar en qué horario y lugar los recogerán al día siguiente para llevarlos al aeropuerto de Varsovia y qué pueden llevar consigo.
En los vuelos humanitarios para trasladar a los desplazados de esta guerra ha surgido un tema crítico. Piñeyro lo aprendió en uno de los últimos viajes: algunos ucranianos se rehusaron a abandonar a sus animales. Este miércoles viajarán gatos, perros y un loro. Son el afecto que traen y no los dejarán en el camino. Si ellos se van de la guerra, sus mascotas también.
Algunos se niegan a subirlos a la bodega del avión y los quieren consigo en la cabina, especialmente a los perros. No traen las jaulas reglamentarias porque apenas traen ropa. Así que Solidaire adquirió las jaulas necesarias para trasladarlos en la bodega del avión y no poner en riesgo el protocolo de seguridad aérea. Dos familias no podrán subir este miércoles al avión porque sus perros son muy grandes y no entran.
Miércoles 13
Solidaire y Open Arms están listas para el cuarto vuelo de refugiados ucranianos. Además de personas de Lviv, Kiev y Poltava, en el avión hay refugiados que han llegado desde ciudades como Jerson y Dnipro, entre otras. A Viktoria le han asignado un asiento en el fondo del avión. A su lado, sentaron a Marina, poco más de cuarenta, pelo corto, castaño, anteojos y ojos celestes; una mujer seria, prolija. Era vendedora de una tienda de comestibles. Escapó de la golpeada Mariupol con la guerra en la cara.
Viktoria ofició de traductora. La mayoría de los ucranianos en este vuelo habla ucraniano o ruso. Marina contó a elDiarioAR que antes de huir de su país estuvo viviendo en el sótano de una escuela junto a más de 200 personas, muchas mujeres y niños, sin agua gran parte del tiempo. “Comíamos sólo una vez al día. Todos los días nos bombardeaban”, afirmó. “Los soldados rusos no nos dejaban evacuar la ciudad. No sé qué fue de las personas que estaban conmigo en el sótano, si pudieron evacuarse o si les dispararon”, aseguró. Rezaban a Dios para que los misiles no cayeran sobre la escuela. A medida que las bombas destrozaban la ciudad de Mariupol, el sótano se llenaba de vecinos que iban perdiendo sus casas. Pero los misiles no tocaron el edificio.
Marina está en el avión con cinco familiares: su sobrino, su bebé, su niña y su esposa. También los acompaña la cuñada de su sobrino. Los seis se dirigen a Málaga a la casa de una amiga que los hospedará. Bajan en Madrid. El bebé vomitó todo el vuelo y no saben qué le sucede. Al aterrizar en Madrid, Viktoria será clave para gestionar con la tripulación y la Guardia Civil que el niño reciba asistencia médica en el aeropuerto de Barajas.
En el vuelo los niños y niñas no tienen tablets. Casi todos llevan un peluche aferrado al pecho o en las manos, incluso los más grandes, como uno de los hermanos menores de Mikhail (16), quienes viajan con sus padres y su abuela materna. También vienen de Poltava, como Vladimir. Mikhail es el único que sabe inglés en la familia. El padre, Valery (47), es un ucraniano morrudo, con cara de pocas pulgas pero conversador y risueño. Muestra un documento y dice que pudo salir de Ucrania y evitar la guerra porque es padre de familia numerosa (más de tres hijos).
Una vez en Madrid y Barcelona, Open Arms y otras organizaciones aliadas esperan a los pasajeros para dirigirlos a sus destinos. La Cruz Roja está en los aeropuertos para asistirlos y dar refugio transitorio, previo a sus respectivos destinos en distintas ciudades: casas de voluntarios que abren sus puertas a los ucranianos que llegan a España o los domicilios de familiares y amigos. También están para controlar la seguridad e integridad de estas personas. En Barajas, la directora de una ONG local detectó que unas jóvenes ucranianas llegaron juntas y a la hora de brindar información sobre su destino en Madrid se contradijeron. “Se vienen con nosotras”, dijo la voluntaria a las autoridades del aeropuerto. Sospecharon que podría tratarse de víctimas de una red trata de personas.
Es tiempo de despedirse. Viktoria debe pasar la noche en la Cruz Roja y viajará el jueves desde la estación de Atocha a Cádiz en bus. Vladimir y su familia se reencontrarán con su hijo en la afueras de Madrid. Mikhail y los suyos irán a la casa de parientes en España. Marina debe esperar un día más para viajar a Málaga y que el bebé de su sobrino mejore. Su paso por España será transitorio, aseguraron. Una parte demasiado grande de sus vidas quedó en Ucrania.
ED