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Libros

Sobre la memoria y el dolor, o cómo escribir desde la propia vulnerabilidad

Norma Morandini escribe sobre la desaparición de sus hermanos y reflexiona sobre el rol de los organismos de derechos humanos.

Lucas Martín

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Silencios. Memoria ruidosa sobre lo acallado, el último libro de Norma Morandini (Sudamericana, 2022) es un libro valiente, reflexivo, emotivo y polémico. Diez años después de De la culpa al perdón (Sudamericana, 2012), la autora regresa con este nuevo ensayo que, según cuenta, solo pudo escribir tras la muerte de su madre, una de las fundadoras de la delegación cordobesa de la asociación Madres de Plaza de Mayo. La reflexión en la que se aventura Morandini recorre un camino que va de la introspección en el dolor por la desaparición de sus dos hermanos, Néstor y Cristina, a la crítica de la deriva ideologizada y facciosa que encuentra en los organismos de derechos humanos, en los gobiernos kirchneristas, en cierta militancia oportunista. Queda claro, pronto en el libro, el riesgo que asume la autora en esa ida y vuelta entre lo personal y lo político, en la exposición pública de lo íntimo: exhibir la propia vulnerabilidad, pensar desde lo más hondo del daño, polemizar a partir de las emociones. Pero Morandini asume el desafío con solvencia y con astucia.

Morandini trabaja su reflexión, decimos, partiendo de una indagación personal y desde allí se mueve hacia el mundo común, hacia los problemas heredados de nuestro pasado violento, y luego, nuevamente, una y otra vez, vuelve a interrogar lo que ella misma vivió, vive y siente sobre esos fenómenos que hacen al pasado y a la memoria histórica, y también al olvido. El estilo de su escritura es rizomático. Desde una mirada académica, podría lamentarse que la autora no se detenga un poco más en profundizar sobre los temas que, en nuestro país, hemos dejado pasar cada vez livianamente o por alguna que otra “extorsión emocional” (como llama a la facilidad con la que se acusa de defender la dictadura a quienquiera se corra un milímetro de los lugares comunes instalados), que no desarrolle los argumentos faltantes de los debates truncos, que no ofrezca la crónica al detalle de los dilemas que le tocó vivir de cerca. Pero Morandini se reconoce ajena a la mirada académica, a la que reprocha esa misma falta de profundidad, como también toma distancia de los oportunistas políticos que, callados cuando era necesario alzar la voz, devienen ahora comisarios políticos y militantes estridentes de una ideología oficial y compacta. Este es el costado más polémico del libro. Pero Morandini no se queda en la conocida diatriba que caracteriza hoy al estado de la opinión sobre el pasado reciente. Explora las razones de las emociones para clarificar los motivos del malestar de nuestra memoria colectiva y de la concepción de los derechos humanos y el consenso del Nunca Más. Y para salir del atolladero. 

Mientras trabajaba en esta reseña, llegó a mis manos –en verdad, a la pantalla de mi ordenador– la columna de Tamara Tenenbaum en elDiarioAR titulada “Sobre el mar: nada puede pasarnos”, que contiene una reflexión sobre la relación de la autora con el mar desde niña, y donde subraya el efecto de la sal sobre las heridas abiertas: “Suelo tener tantas roturas en el cuerpo”, escribe Tenenbaum, “que ni siquiera sé cuántas tengo a la vez (…) y lo que me parecía espectacular era que entraba al mar y ahí sí podía contarlas todas. No las sentía en general: sentía arder la sal en cada una. El mar me dibujaba en el cuerpo un mapa de todo lo abierto que me quedaba. Desde siempre es eso lo que me gusta del dolor: en un mundo ambiguo, el dolor pone todo en su lugar. El dolor sirve para encontrar los lugares donde pasan las cosas.

En un mundo ambiguo, el dolor pone las cosas en su lugar. Esa idea terminó de aclarar, en mí, lo que yo percibía del libro de Norma Morandini. Podría decirse que, en Silencios, el dolor ordena. No se trata del viejo tópico de lo inenarrable del daño sufrido –no es solo eso-, ni de solazarse en las emociones o buscar, a través de ellas, algún efecto sobre el lector que la razón por sus propios medios no produciría. No hay tal oposición entre las emociones y la razón en el libro. El dolor ordena la reflexión, rescata a la razón del olvido trabajado otras emociones (el resentimiento, el enojo, la ira), da sustento a las evaluaciones morales y permite jerarquizar lo que importa –lo que debería importarnos en una sociedad que vivió el terror de estado. Por ejemplo, de ese dolor como hecho colectivo, nos dice Norma Morandini, nace el derecho a hacer preguntas de cuyas respuestas nadie puede arrogarse autoridad excluyente. Morandini desconfía de quienes gritan e insultan ante la pregunta incómoda, la discusión o el desacuerdo respecto del relato establecido sobre el pasado reciente, de quienes abrazan la victimización, comprensiblemente unas veces, de manera oportunista otras, para hostigar. Sin embargo, el dolor es más fuerte que la ira, nos dice, como un lema que el libro ofrece al mundo y a la memoria colectiva, a la Argentina en particular, porque aquí somos “incapaces de reconocernos en el mismo dolor”.

Si el dolor ordena es porque existe un cierto desorden, o ambigüedad, de acuerdo con la metáfora de Tenenbaum. No hay equívoco alguno respecto del daño, de las “roturas”. Pero no sabemos dónde están, ni cuál es más grande o cuál está más cicatrizada y cuál aún supura. La situación de nuestra memoria histórica sería, por tanto, crítica, desplazada, plagada de olvidos. Norma Morandini nos invita a entrar al mar, a abandonar la ira, las comodidades, las mezquindades del paisaje de la memoria y los derechos humanos tal como este ha sido establecido, congelado como un relato oficial y homogéneo. Un paisaje que, antes que ambiguo, aparece recortado, congelado, tergiversado, arbitrario, y que es celado por un comisariado de las ideas, los discursos y los foros. Todo eso, nos dice, producto de la ideologización, la politización, la manipulación y la apropiación del drama de nuestro pasado reciente. No se trata tanto de poner las cosas en su lugar como de recordar o preguntarse dónde era que estaban aquellas cosas, las cosas que importan. Y lo primero que ha sido desplazado es el dolor, y eso ha sido así en gran medida por la preminencia de las emociones negativas, en particular el odio (pero también la ira, el resentimiento, el deseo de venganza).

Morandini realiza un diagnóstico sin rodeos: durante la década gobernada por el kirchnerismo, el país se fue alejando del consenso en torno al Nunca Más forjado en los comienzos de la democracia. La bisagra de esa deriva la encuentra en los dos actos de conmemoración del 24 de marzo en 2004. En el primero, en el Colegio Militar, el presidente Kirchner mandó retirar los cuadros de los dictadores Videla y Bignone de la galería de directores de esa institución e instó a las fuerzas armadas a plegarse al Nunca Más. En el segundo, en la Escuela de Mecánica de la Armada, el presidente se identificó con las víctimas, habló de enemigos de la patria y pidió perdón en nombre del Estado nacional por haber acallado durante veinte años, en lo que la autora encuentra una ofensa a los testigos de antes, los sobrevivientes que declararon ante la Conadep y en el juicio a las Juntas, los fiscales, los jueces. En adelante, los organismos de derechos humanos se partidizan, ganan favores del Gobierno, abandonan la invocación de derechos desde la plaza pública. Nace allí, sugiere Morandini, el obstáculo más reciente a nuestra imposibilidad de hacernos preguntas y debatir sobre el pasado reciente, y también de asumir responsabilidades. 

Si miramos aquello sobre lo que no hemos podido debatir públicamente, Norma Morandini ofrece un registro: la ley 26.548 que regula el Banco Nacional de Datos Genéticos y mantiene una exclusión de los y las ciudadanos/as que busquen su identidad o filiación pero no hayan sido víctimas de la última dictadura; el dilema de la extracción compulsiva de ADN para establecer filiaciones; la finalidad del museo de la ESMA, el uso de sus instalaciones para actividades festivas (asados, murgas), y el sentido de un museo de Malvinas dentro del predio; el número de víctimas (el sentido de la pregunta, y de la clausura de la pregunta); los modos de nombrar los hechos del pasado reciente (genocidio, dictadura cívico militar, “ex”-ESMA); el prólogo añadido en 2006 al informe de la CONADEP; la responsabilidad de la izquierda armada, en particular, de Montoneros. Por cierto, sobre varios de esos temas, el mundo académico ha producido sus textos, pero muy poco de eso, si acaso algo, dio lugar o nutrió al debate público. Al contrario, las intervenciones públicas producidas desde ese ámbito han estado mayormente dirigidas a marcar los límites de lo debatible. Morandini no se interesa en estas declaraciones pero recuerda la hostilidad de la que fue objeto, encabezada públicamente por voces autorizadas del movimiento de derechos humanos, por participar en un coloquio sobre la cultura del diálogo (en particular, entre partes enfrentadas en los años 70) organizado por la Universidad Católica Argentina en 2015.

El cúmulo de frustraciones en el orden del debate y la palabra públicos halla su origen –el origen del silencio, en uno de los sentidos que Morandini da al vocablo que titula el libro– en la naturaleza del Mal perpetrado y sufrido (porque es un tema sensible, porque hablar de eso requiere de tiempo, porque no todo es blanco o negro, hay zonas grises) y en las emociones negativas (el odio en primer lugar) que, detrás de las razones esgrimidas, atizan el enfrentamiento y buscan censurar al otro. Morandini no cede sin embargo a ese gesto moral y descalificador, tan común hoy, de señalar en otros el odio sin dar cuenta de las emociones que impulsan ese señalamiento y sin responsabilizarse por las consecuencias políticas de traer el estigma del odio al discurso público. “Todos, de un lado y del otro”, escribe Morandini, “estamos marcados por ese odio antiguo que impregna las paredes de la ESMA”. En ese “todos” no hay exclusiones, ni siquiera la de quienes no vivieron los 70, y por cierto tampoco ella misma, que exhibe en su libro la metamorfosis de sus propias emociones. Todos somos víctimas de ese legado que debemos desarmar (“romper el silencio”, como titula el último capítulo). Frente a ese legado de odio y silencio, Morandini recupera el núcleo del dolor, un dolor des-individualizado, colectivo, como fuente de la libertad de palabra: “Mis muertos, nuestros muertos, todos los muertos nos autorizan a preguntarnos.” Morandini reivindica la pregunta, la indagación como algo propio de la igualdad democrática y derecho de cada uno a buscar por sí mismo la verdad, y ante la cual nadie puede arrogarse la palabra definitiva, ni el estado ni los organismos de derechos humanos. El camino por el que la autora nos devuelve del odio al dolor es un camino de liberación de la palabra, en el que puede abandonarse, o acaso dejarse para el final, las preguntas ¿quién habla? ¿qué puede decirse y qué no? Este es el legado político para las nuevas generaciones.

Las nuevas generaciones aparecen, si no me equivoco, como destinatarias privilegiadas de la reflexión que sostiene el libro. Evitar para las nuevas generaciones el odio, que nutre la violencia, que puedan distinguirlo del dolor. ¿Qué significa, además de lo dicho hasta aquí, este retorno al dolor o, más ampliamente, a las emociones, acaso a una geometría de las emociones? En primer lugar, como sugerimos antes, Morandini deshace el lazo entre la víctima y la autorización o el privilegio de la palabra. En este sentido, ofrece una liberación para las nuevas generaciones, liberación del peso del pasado, del pasado como mandato, como ley, al prójimo. Que las nuevas generaciones puedan escribir su propia ley. Como el perdón de Abdela, la víctima de los represores en la novela Soy un bravo piloto de la nueva China (Mandadori, 2011) de Ernesto Semán, que habla desde un plano onírico: “Mi perdón es para mis hijos, para su futuro”. Sin que eso signifique el carácter irreversible e imperdonable de los crímenes, ni en Morandini ni en Semán, se trata de emprender un trabajo colectivo que no ha sido hecho.

Decíamos que, a la par de la imposibilidad para el debate, Morandini señalaba la dificultad para reconocer responsabilidades, no ya las responsabilidades penales (la culpa), de lo que se ha ocupado y se ocupa la justica. Se trata, según leemos, de tomar una palabra que ha sido delegada casi exclusivamente al ámbito de la justicia. Ligada a la responsabilidad, y más allá de los problemas que los debates truncos acarrean a la tarea de asumirla, aparece, ya no en el pasado sino en el futuro, la eventualidad de la reconciliación, tema tratado ya en su anterior libro. Morandini es clara y tajante en este punto cuando diferencia el perdón de la reconciliación: nadie puede pedir perdón por las víctimas, el perdón es íntimo e individual y los crímenes son imperdonables.  Pero la reconciliación es un hecho colectivo, una apuesta a la racionalidad, una racionalidad recuperada por medio de una interrogación de nuestras pasiones. No se trataría, según nuestra lectura, de una reconciliación fraguada por el olvido y por una voluntad de dar vuelta la página sin reflexionar ni conversar sobre el pasado. Al contrario, la apuesta es por la asunción de las responsabilidades de ayer y de hoy (porque, como subrayamos antes, todos, sin exclusiones, heredamos el crimen de estado), y esa sola acción es en sí misma un paso hacia la reconciliación.

La recuperación del debate, la asunción de las responsabilidades, son invitaciones a adentrarse en el mar, a volver la mirada sobre el pasado violento reconociendo dónde están las heridas y cuáles son las emociones que nos mueven, que sostienen nuestras razones. Mucho puede decirse sobre el mar –la metáfora es proteica. Concluyo con la mención de su naturaleza informe y mineral: nos hará ver dónde están las heridas pero quedará para nosotros el resto.

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