De chico, a James Turrell su casa le parecía un despojo. No había un sólo objeto que careciera de utilidad. Todo debía cumplir una función. La luz también entraba en esa categoría de bien innecesario. Y como si fuera poco, parte de esa infancia la pasó aterrado por la llegada de bombarderos japoneses, por lo que las cortinas de casa estaban siempre bajas. La imagen de un hogar sin adornos, luces o cuadros, reflejaba la austeridad llevada a su máxima expresión. Pero como era chico, lo que le sobraba era imaginación. Entonces esos pequeños hilos de luz que se filtraban por la trama de las cortinas fueron su mejor entretenimiento.
James Turrel nació en 1943 en Pasadena, California, en medio de una familia de cuáqueros asustados por el ataque a Pearl Harbor, dos años antes. Pero fue ese tiempo entre penumbras el que le dio la materia prima para construir su trabajo como artista. Si todo en su infancia tenía que servir para algo, de grande hizo exactamente lo contrario, obras de arte en las que la luz es la base.
Todo esto lo cuenta el propio Turrell en el video introductorio antes de ingresar al único museo del mundo dedicado por completo a su obra. El Tate Modern de Londres o el Guggenheim de Nueva York son algunos de los que expusieron sus piezas. Pero sólo hay uno que exhibe nueve de sus obras y en las que no comparte cartel con nadie mas. Para llegar a él habrá que armarse de paciencia, porque el Museo James Turrell está en Salta, en medio de los Valles Calchaquíes, a más de 2.300 metros de altura y a varias horas de camino de ripio, lleno de curvas y contracurvas que desafían el estómago.
Todo lo que rodea al museo resulta fascinante. Desde el viaje para llegar a el, hasta la bodega que lo alberga -la más antigua del país- y el empresario suizo al que se le ocurrió que poner allí un museo podía ser una buena idea. Extrañanamente, poco de esto aparece en las guías de turismo que promocionan lo seguro, el circuito turístico por Cafayate o el Tren de las Nubes.
El museo, en cambio, es el lado B del turismo salteño. No es fácil llegar. Tampoco barato. Pero vale la pena.
Vino para la misa, el origen de todo
Esta historia comenzó a escribirse en 1831, cuando Nicolás Severo de Isasmedi y Echalar, el último gobernador colonial de la Intendencia de Salta, se le ocurrió fundar una bodega en medio de las tierras áridas de los valles. En verdad, la idea no fue de él, sino del cura de Molinos, donde estaba entonces la capital de la intendencia, que necesitaba vino para la misa. Así surgió la Bodega Colomé.
Don Isasmendi no alcanzó a ver como prosperaba su sueño porque murió a los cinco años. Fue en cambio su hija Ascención, quien se casó con José Dávalos, quien trajo de Francia cepas de Malbec y Cabernet Sauvignon. Son esos mismos viñedos los hoy le siguen dando a la bodega algunos de sus mejores productos. Fueron además, los únicos que se salvaron de la plaga filoxera que comenzó en 1860 y arrasó con los cultivos de uva en todo el mundo. De tres de esos viñedos proviene el vino Colomé Reserva.
Con mayor o menor suerte, la bodega continuó operando y así se convirtió en la más antigua del país en producir vino sin interrupciones y siempre en manos de los descendientes de Isasmendi.
Pero la historia comenzó a cambiar cuando en 1998, el empresario suizo Donald Hess emprendió un viaje en moto por Chile y Argentina en busca de aventuras y viñedos donde invertir. Después de tres años de negociaciones con la familia Isasmendi- Dávalos, logró quedarse con la bodega.
Además de los vinos, a Hess le gusta el arte, el moderno, en particular. Y sobre todo, las obras de Turrell. Tanto le gusta que decidió comprar nueve de sus obras y construir un museo al lado de la bodega a la que se llega luego de respirar varias horas de polvo a menos, salvo que se tenga un helicóptero como el que traslada a sus dueños.
El Museo funciona desde 2009 y el propio Turrell viajó a Salta para guiar la construcción y el montaje de las obras.
El viaje -más de cuatro horas desde Salta capital- atraviesa algunos de los lugares más increíbles de la provincia, como la Cuesta del Obispo, el Parque Nacional Los Cardones o Molinos, donde es posible alojarse en la misma casa de Don Isasmendi.
Hess transformó la bodega en un hotel de lujo, con un restaurante exquisito, esos donde no hay que preocuparse por nada porque siempre habrá alguien que lo haga por uno. Las nuevas instalaciones siguen la misma línea de construcción que la bodega original, que todavía se mantiene en perfectas condiciones. Pero al llegar, lo primero que sobresale es una estructura gigantesca de 5490 metros cuadrados. Una molde en medio de la nada.
¿Hay pared?
Franco es quien encabeza la visita guiada. Primero invita a recorrer una serie de cuadros en blanco y negro, y luego pide, casi que ordena, sentarse a escuchar el video en el que Turrell cuenta su vida. “Presten atención a todo, es muy importante”, dice. Hasta allí, nada que llame la atención. Pero apenas termina el video, Franco aparece con botas de friselina como las que se usan en los quirófanos. “Por favor, dejen los celulares y pónganse esto en los pies”, indica.
“Déjense llevar, no intenten encontrar una razón, es arte”, anuncia, y abre una puerta donde sólo se ve un cuadrado blanco sobre un fondo blanco. Hasta aquí, nada que sorprenda. “¿Hay pared o no hay pared?, ¿está o es una ilusión?”. La pregunta, que resulta insignificante, se volverá a lo largo del trayecto.
Lo que sigue empieza a ponerse bueno. Un pasillo conduce a través de una serie de habitaciones, cada una con un color. No hay nada más. El efecto es hipnótico, es como zambullirse dentro de un tarro de pintura, rojo, verde, violeta, azul, amarillo.
Franco explica que todas las obras están iluminadas por luz natural, lo cual significa que cambian a lo largo del día. Avanzamos por otro pasillo hasta llegar a la estrella del Museo, Spread, algo así como la Gioconda del Louvre. Es una sala en la que solo se ve un cuadrado de color celeste, intenso, similar al de las piletas de plástico. A lo largo de todo el recorrido, Franco repetirá que sólo se puede caminar por el suelo negro. Pero esta vez dice que subamos la escalera y que demos un paso hacia ese más allá de color azul. No es una cuadrado pintado en la pared, tiene profundidad, mucha. Seguimos hasta sumergirnos dentro de esa pileta. Somos un grupo de diez y hay espacio suficiente para estar separados por varios metros. Es una inmensidad de color azul. “¿Hay pared o no hay pared?”, vuelve a tirar Franco. Y no, la verdad es que es imposible adivinar donde termina, porque cuando uno cree ver el fin, Franco estira un pie y eso que parecía suelo es vacío, un vacío de color azul. “Mi deseo es crear una situación en la que pueda involucrar al espectador y permitirle ver. Que se convierta en su experiencia”, dice Turrell sobre su obra. Y es aquí, en estos 1.200 metros cuadrados de pintura azul donde las palabras cobran sentido, donde la pregunta de Franco no tiene respuesta. No, es imposible saber si hay pared en este océano de pintura azul.
MG