Quise sacarle una foto a Santiago. Caminábamos por la avenida Providencia con Bruno, un personaje maravilloso que te explica con lujo de detalles el proceso constituyente de Chile mientras sus uñas de gel, largas como las de un trapera, sostienen el sánguche imponente de La terraza, el lugar que yo tenía que conocer porque “es el bar favorito del Frente Amplio”. Terminado el sánguche y la explicación caminábamos por la avenida y nos cruzábamos con los rastros del estallido, que dos años después siguen ahí: stencils, graffitis, afiches, destrozos. Siguen ahí también las huellas humanas; todo salió bien, en un sentido, y sin embargo los que salieron a la calle en esos días no pueden sacarse de la cabeza las imágenes de la policía disparándole a la gente delante de sus narices; “los chilenos estamos todos con estrés postraumático”, me dijeron dos personas distintas en dos momentos distintos. En una esquina nos encontramos con una botella cortada colgando del techo; es un colegio tomado, me dice Bruno, y cuando levanto la vista veo los bancos que forman una barricada en algo que parece un patio en un primer piso. La botella cortada es para dejar unas monedas para sostener la toma. Trato de sacar una foto, pero está oscuro y siento que no me da el tiro. Un par de cuadras después me encuentro con un graffiti de Scooby Doo sobre la policía y el subte quemado: el rubio de Scooby Doo desenmascarando al verdadero villano, al auténtico responsable de la explosión, que son los pacos. Recuerdo de la última vez que estuve acá, cuando explotó todo (me sorprende, pero además de mí lo recuerdan todos: cada periodista que me cruzo, cada escritor, todos me dicen “ay, te acordás, nosotros habíamos arreglado para tomar un café y no pudimos”), que una de las discusiones más recurrentes era que los destrozos en el subte en realidad habían sido responsabilidad de la policía y no de los manifestantes, como sostenían los principales medios. Recuerdo eso, y por eso quizás quiero sacarle una foto, pero no me sale bien: no entiendo cómo encuadrarla ni como poner la luz, me paralizo primero y después me aburro y le hago un gesto a Bruno para que sigamos caminando. Bruno me sonríe y, después de un par de ajustes rápidos con el teléfono y pruebas de encuadre, hace la foto él. Le queda divina, me la va a mandar.
Ya es jueves a la noche cuando esto sucede, y pensando en la columna que tengo que entregar el sábado me doy cuenta de que he escrito sobre mi dificultad para posar en fotos pero no sobre el otro problema que tengo, la dificultad para sacar fotos. Casi nadie lo sabe, pero yo hice no uno, no dos, sino tres cursos de fotografía; dos de fotografía, estrictamente, y uno de revelado. Era adolescente, me había obsesionado con un libro de Man Ray que me habían regalado y había conseguido una Voigtländer chiquitita, viejísima pero con muy poco uso que el novio de mi mamá tenía tirada en su casa y que mis profesores del Centro Cultural Recoleta miraron con ternura y devoción, cuando les pregunté si me iba a servir para el curso. En esa época, al menos, el primer taller se basaba casi todo en entender cómo funcionaba la máquina, y por eso tardé uno más en darme cuenta de que no sabía mirar. Después vino la parte de revelar, y otra vez, era aprender una técnica y no hacía falta reparar en el hecho de que no tenía idea de cómo hacer una buena foto (como siempre, igual, sí podía darme cuenta de que mis fotos eran pésimas; me pasó exactamente igual en las clases de teatro, en las que fui malísima siempre pero muy aguda para darme cuenta de cuáles de mis compañeros eran buenos). Cuando tuve que elegir dos para la muestra de fin de año elegí una que más o menos zafaba porque la había revelado yo y tenía un grano lindo, y porque era una imagen de los techos del Once desde el balcón de la casa de mi mamá y son unos techos fascinantes; y otra, que era una cosa rarísima y abstracta, fruto de la última vez en que se pudo usar esa Voigtländer, porque lo que pasó fue que salí a sacar fotos y se largó a llover, y la cámara se empapó y se arruinó pero en su último aliento entregó algunos dibujos simpáticos. Zafé con eso, pero nunca volví a tratar de sacar una foto, hasta que llegó Instagram y tuve que amigarme con esa falta de talento para seguir interactuando y existiendo.
El viernes a la noche, ya en Buenos Aires, voy al teatro, a ver Pequeña Pamela de Mariana Chaud. Ya sé que Mariana escribe bien, ya sé también que dirige bien, pero me sorprende un momento: la actriz Camila Peralta, la Pamela del título, bañándose en tetas en una escenografía armada como una alcantarilla, con una corona de laureles. Aparece un poco de la nada y se arma con poquito: una actriz que se saca la remera, una vincha verde, el diseño de luces y el agua que cae. Es muy, muy simple, el modo en que se organiza esa referencia a las Venus de los cuadros, y sin embargo es precioso, y es algo que a mí jamás se me podría haber ocurrido. Ideas visuales: eso es lo que no tengo, y por eso, como lo de actuar bien, noto con mucha claridad cuando las tienen otras personas, como Mariana. Me voy de ahí pensando qué hermoso debe ser pensar así, pensar en imágenes, pensar en belleza, trabajar un lenguaje que no sea como el de las palabras que tengo yo que es una cosa tan manoseada, un lenguaje con el que se hace poesía pero que es también el mismo lenguaje que se usa para comprar en el supermercado, para conversar en el ascensor, para las peores cosas.
Cuando termine esta columna tengo que ponerme a escribir sobre una muestra del MALBA, Vida venturosa, que reúne obras de los artistas Juan Del Prete y Yente. Me invitaron a dar una conferencia sobre la muestra porque ellos eran pareja, y se supone que yo sé algo sobre eso, sobre las dificultades de ser pareja, hace años que se supone que yo sé algo sobre eso y toda la gente que me conoce sabe que no, que no sé nada, porque los que nos obsesionamos con un tema en general lo hacemos no porque lo entendemos sino porque no lo entendemos, no porque lo hagamos bien sino por lo contrario, pero bueno, así las cosas. Me gustó mucho la muestra. Quiero recorrerla de nuevo, pero mientras tanto hojeo el catálogo, y pienso en las primeras cosas que me impresionaron, que son las cosas que están más cerca de mí: los textiles con los que trabajaba Yente, que por supuesto venía de una familia judía y ávida de cultura en un sentido clasemediero como la mía, la ironía con la que trabajaba sobre su propia condición femenina, hasta inventarse un alter ego que se llamara Fragilina. Vuelvo a esas imágenes en el catálogo y vuelvo a Santiago, a las fotos que no pude sacar, porque no tengo paciencia, porque no sé guardar momentos en el momento, para saber mirar hay que saber parar y yo medio que no sé, por eso escribo con estas oraciones tan largas. Pienso en el texto que tengo que escribir y que no quiero acercar la obra de Yente a mí, que es lo que podría terminar haciendo para sentirme tranquila y plantada cuando tenga que hablar en el MALBA delante de gente muy respetable del mundo del arte: quiero acercarme yo a ella, como se acerca la gente que sabe sacar fotos a un país extranjero, con esa plasticidad de los artistas plásticos que saben viajar hacia las cosas en lugar de traerlas.
TT