Opinión Ensayo general

Adiós a toda ella

26 de diciembre de 2021 00:02 h

0

Fue hace varios años: Tamara Kamenszain me escribió porque estaba armando la carrera de Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes y quería que yo diera clases en la cátedra de María Moreno. Se iba a llamar “Retórica”, pero iba a ser algo así como una materia sobre crónicas. Le dije que sí, porque a Tamara yo siempre le decía que sí, y porque ella nunca me endulzaba ninguna píldora y si pensaba que yo podía hacerlo era porque podía. Inmediatamente me puse a pensar en la pregunta de qué tenía yo para ofrecerle a una cátedra de crónica de María Moreno, como una pregunta retórica pero también como una pregunta auténtica. No pertenezco a la generación que ejerció la crónica latinoamericana, ni a la que la idolatra: el goce en la excursión a la marginalidad, la escritura barroca y ceremoniosa y la voluntad de heroísmo, todo de ella me expulsa. Tampoco soy buena cronista; odio hacer entrevistas, odio ir a lugares. Todo me da miedo. Lo más cercano a una crónica de verdad que hice fue un perfil en la revista Orsai, de un señor peligroso cercano a una chica peligrosa: me salió olvidable, no logré confirmar muchas cosas que quería confirmar y no me animé a ponerlas, ni tampoco ir a su oficina. Sólo conseguí que me escribiera por todos los medios en tono amenazante y bloquearlo hasta de mi teléfono, después de mentirle que la nota no se podía leer en digital en ninguna parte. No nací para eso, ni aprendí la tarea nunca. Mi misión sería entonces lograr que mis alumnos escribieran mejor que yo. Enseñarles a hacer cosas que no sé hacer, como las profesoras de danza que indican cosas que ya no pueden mostrar. 

Lo único que atiné a hacer, después de decirle a Tamara que sí sí claro que sí, fue una traducción de El álbum blanco, una de las crónicas más famosas de Joan Didion. Había encontrado una traducción en internet, pero era muy española, y sabía o intuía que mis alumnos de veintipocos no estaban tan entrenados en leer traducciones castizas y ver la verdad entre las palabras ajenas. Hice una traducción que jamás publicaría, una traducción ridículamente literal y ridículamente porteña, pero es que a veces traducir es como contar una anécdota, que depende del contexto, y entonces en alguna situación se omiten ciertas informaciones y se subrayan otras, dependiendo de la audiencia y de lo que una quiera producir en esa audiencia, si comprensión, si seducción, si maravilla, si todo de esas cosas o nada de esas cosas. Pensé en lo que yo quería que mis alumnos tomaran de esa crónica, lo pienso cada vez que la vuelvo a dar, cuando empiezan las clases: les pido que lean la soltura y la soberbia con la que pasa de estar hablando de los asesinatos del clan Manson a contar un día que pasó con los Doors y de ahí a las Panteras Negras. Les pido que vean que en ningún momento ella explica la relación entre todas esas cosas, pero que tampoco las tira una tras otra, sino que va plantando piedras preciosas cada tanto, piedras raras con muchas caras que reflejan muchas cosas distintas y que pueden parecer talismanes en los que se refractan todos esos temas. Les pido que vean cómo son las imágenes, las frases y las ideas las que van conectando todos esos temas y no las conexiones entre los temas, no un sentido último, no una explicación ni una luz al final del túnel; porque todo el punto de esa crónica, y todo el punto en general de la obra de Didion, es que no hay nada de eso. 

Lo que tenían que aprender de El álbum blanco era eso: el sinsentido, lo difícil de callar la voz que se pregunta que para qué todo esto. Ya estaba todo en el primer libro que compilaba sus crónicas, el que la lleva en apenas un cambio de formato del periodismo a la literatura, Arrastrándose hacia Belén. Ya en el prefacio de ese libro, que se publicó cuando Didion tenía treinta y tres años, ella empieza a explicar que ese libro tiene ese título y en algún sentido que ese libro existe por un encuentro traumático con el absurdo de la existencia. Me fui a San Francisco, escribe, porque llevaba varios meses sin poder trabajar, me había quedado paralizada por la convicción de que escribir era un acto irrelevante, que el mundo como yo lo había entendido ya no existía. Yo tendría que llegar a un acuerdo con el desorden. Llegar a un acuerdo con el desorden: es una traducción rara de come to terms with disorder pero yo no haría ninguna otra. De eso se trataba, no de resolver ni de entender; de llegar a un acuerdo. 

El problema de los pesimistas, de los depresivos, de los haters y de los marginales es que en general tienen razón en todo (por eso cuando una está deprimida solo te tienen que medicar, no te tienen que discutir); esa es la verdad a la base de los textos más importantes de Didion, y por eso creo que me molesta sobremanera, como a una fan celosa y caprichosa, toda la épica luminosa armada en torno de sus últimos libros sobre el duelo, esa idea de la señora amorosa que escribe para sobrevivir. Yo esos libros solo puedo leerlos a la luz de la oscuridad de los primeros. Leerlos sabiendo que la mujer que escribe eso es la misma que, en la crónica que da título a Arrastrándose a Belén, elige cerrar el texto con la imagen de Susan, una nena de jardín que está de ácido. En esa crónica, Didion sigue la pista de un montón de drogadictos: no opina, no juzga, no celebra, ni siquiera adjetiva. Deborah Nelson, en su libro Las implacables, habla de la construcción de algunas mujeres frías (Didion, Susan Sontag, Hanna Arendt, varias más), que armaron sus voces no a partir de una antisentimentalidad sino de algo que ella llama “asentimentalidad”: un corrimiento de las emociones que se esperan de una en determinadas situaciones a ver qué pasa. Creo que da en el clavo con esa caracterización, y lo mezclo con esta duda terrible que creo que tenía Didion y que es lo que anima toda la ambigüedad de su obra, la pregunta de si quienes asesinan o se meten en un culto o viven de ácido no tendrían finalmente razón en todo sobre la vida, no serían menos ridículos que los que escribimos o hacemos otras cositas solemnes como si tuvieran sentido. No se trataba de hacer algo luminoso con eso: se trataba de hacer con eso algo que valiera la pena. Creo que es una suerte hermosa que Didion haya nacido en California, un lugar donde las ganas de tapar el vacío existencial con claveles en pelo se hace más patente que en casi ninguna otra parte, o al menos así nos la contó ella, y ahora nadie puede verla de otra manera. Eramos unos chicos locos, dice una californiana hipotética en Arrastrándose a Belén, luego de divorciarse y volver a la escuela de peluquería; lo dice sin remordimientos, escribe Didion, y mira hacia el futuro. El futuro siempre se ve bien en la tierra dorada, porque nadie recuerda el pasado. Didion sí lo recordó, pero pudo olvidarlo lo suficiente para elegir la solemnidad y la vergüenza de escribir sus cositas antes que la depresión o la droga o la banalidad absoluta, pudo encerrar la oscuridad en su cabeza apenas lo suficiente para contárnosla.

TT