Aira, un escritor de pueblo, un escritor de campo
César Aira es un escritor de pueblo, lo que por deslizamiento lo convierte en un escritor de campo. Ocurre lo mismo con los escritores costeros que derivan en escritores marítimos. Incluso con los habitantes no escritores de esas mismas costas que derivan en pescadores.
No hay una ciencia de la revelación que lo haya descubierto. En todo caso, no más que la biografía de Aira, que nació y vivió en Coronel Pringles su infancia y adolescencia, las etapas insobornables de la vida, las que no se pueden negar. Uno es de donde es, y Aira es de Pringles.
Si olvidamos su insistencia de feligrés en rascarse en los palenques de Marcel Duchamp y Raymond Roussel, y la información y erudición que se filtran en sus libros de ficción y sus ensayos, si olvidamos lo patente de los nombres y las ideas, veremos que lo que más peso tiene en su literatura es esa velocidad cansina, rural, a paso de hombre, que corre como un río transparente arrastrando sus propios camalotes de barroquismo allí donde surjan.
¿Y el silencio? ¿No hay un silencio de campo en la prosa de Aira, como el que hay entre dos notas musicales? Es un silencio constitutivo de ese ritmo. No hay ritmo que no incluya su propia suspensión, y esa alquimia, que está en el fraseo de Aira, y muy posiblemente en su manera de caminar (¿lo vieron caminar alguna vez?) y de hablar es la composición integrada del sujeto del arte y su obra.
De esa manera de hablar, plagada de exhalaciones, de agitaciones de convaleciente o de gimnasta hay muestras de sobra. Una, mi preferida, es la que dialoga en 2016 con José María “Negro” Martel en FM Pringles, que Diego Cano colgó en YouTube.
Martel, al que Aira llama siempre Martel sin condescender ni por asomo a la demagogia del “Negro”, es “un comunicador de pueblo” con una entonación que sigue la estela de euforia folclórica de Julio Mahárbiz. Está siempre al borde del “¡Aquí Cosquín!”, pero es preciso para preguntar, y no le teme a la figura de la estrella distante que se pasea por el pueblo una o dos semanas por año.
FM Pringles recibe a Aira con Los Auténticos Decadentes cantando: “Se viene el tutá tutá, tutá tutá, tutá tutá…”, estimulo del que podemos deducir la reacción del entrevistado al otro lado del teléfono. Luego, la pregunta alucinatoria de Martel: “¿Quién sos, César?”.
Aira le pide que no empiece con preguntas metafísicas, pero Martel insiste y obtiene una contestación del tipo del “había una vez…”: “Uf… Soy un pringlense, nacido hace sesenta años en la calle Alvear, que en aquel entonces era casi las afueras del pueblo. Era la última calle asfaltada la calle Alvear. Después empezaban las calles de tierra. Hice la primaria en la Escuela N°2, ahí a la vuelta de casa; y el secundario, en el viejo Colegio Nacional, frente a la plaza”.
La conversación es muy buena. Aira le dice que ve el pueblo siempre igual, “con los ojos de mi infancia, de mi juventud”, que disfruta las visitas a sus pequeñas sobrinas nietas, que le encantan los niños, que “el ser humano empieza su decadencia a los seis años”, que las ideas para escribir “caen del cielo” y que escribe su “paginita diaria” como el enfermo toma su pastilla.
Martel agita el orgullo pueblerino y habla de los desequilibrios o las negaciones mutuas entre las grandes ciudades y los pueblos, y Aira le dice: “Pringles no es una excepción en haber dado algunos escritores como Arturo Carrera o como yo. En todos lo pueblos siempre hay ese germen, esa semilla que muchas veces va a fructificar a las ciudades grandes. Eso no es propio de la Argentina, en todo el mundo pasa así”. Semilla y fruto. Imposible decirlo mejor.
Es la semilla el corazón que hace palpitar la literatura de Aira. La paginita diaria, las caminatas por las ciudades de “tres continentes” a las que lleva sus conferencias, la respiración como de EPOC que marca el ritmo de su voz, su cansancio, son de Pringles, el pueblo inamovible, inalterable, que sus ojos siguen viendo en el pasado.
La ola que lee – Artículos y reseña (1981 – 2010), publicado este año por Random House, se inclina por razones obvias hacia el lado de lo que fructifica en las ciudades. Son ensayos, comentarios, ensañamientos dictados por el afán de tomar posición firme del artista que va a ser.
La intransigencia conmueve tanto como la genialidad para leer por afuera de todas las rutas trazadas. Los abordajes de contra en el sentido del personaje de Juan Carlos Calabró, encuentran en el proceso de lectura (lo mismo ocurre con la escritura de sus ficciones) las revelaciones del “adentro” propias del acto de leer y escribir. En esa actualidad, en es “estar leyendo”, en ese “estar escribiendo”, Aira emerge de su propio misterio como un artista superdotado e insuperable.
Pero en ese libro, hay un artículo sobre Manuel Puig, llamado “El sultán”, pura semilla pringlense. Allí, Aira no menciona las convenciones de lectura que cristalizaron apresuradamente las novelas de Puig como astillas, por no decir estalactitas, del pop art, el camp, el kitsch y todas sus ramificaciones melifluas. ¿Por qué la primera lectura es la que pega dos veces, la que queda?
En su lectura, sin dudas una lectura de pueblo, lo que importa en Puig es la voz. La voz verdadera, la voz de la vida: “No necesitamos un lenguaje para vivir pero sí necesitamos una voz para hacer saber a distancia, en la noche, que estamos vivos”.
La alusión al sultán es por Las mil y una noches, e invierte la estructura de la leyenda. El problema no es que Sherezade va a morir si deja de hablar sino que es el Sultán el que muere si ella no habla. El terror es del Sultán, y la voz de Sherezade, como la de los personajes de Puig, “es una luz lejana en el corazón de las tinieblas”.
El último ajuste a esta idea ocurre cuando Aira imagina a Puig, y muy posiblemente a sí mismo en su casa de la calle Alvear, yendo a la cama durante la infancia. Dice: “Fue así como pudo ser el niño obediente que ha ido a la cama, ha aceptado que le apagaran la luz y se aferra al desciframiento de las voces de los mayores que llegan hasta su miedo y desamparo”.
No se pueden no alimentar las especulaciones biográficas cuando Aira habla de un niño. Por lo que vamos a suponer que ese niño es él, que todavía no ha entrado en la decadencia humana que se desata a los seis años, que ya es una semilla de campo que va a fructificar en la gran ciudad y, como le dice Martel, en el mundo (“¡En España te aman!”).
Sólo queda revisar un detalle de este ensueño especulativo. ¿Por qué ha de ser solamente el niño de pueblo, el niño Aira, el niño Puig, quien encuentre en la voz de los mayores una compensación al miedo? ¿Por qué no podría ocurrirle lo mismo a un niño de la gran ciudad? ¿Qué es lo que le falta el niño urbano en este cuadro? El silencio de fondo, conocido con el nombre de Oscuridad.
JJB
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