ENTREVISTA

Analía Couceyro: “El amor y los procesos creativos son grandes antídotos contra la desatención”

Puede que aquellos que siguen a Analía Couceyro en todas sus obras de teatro, las que dirige y las que actúa, se sorprendan al descubrir una novela suya en la mesa de novedades de las  librerías porteñas. También puede que, pasada esa primera reacción, sientan curiosidad por descubrir el universo literario que construyó o, por el contrario, que teman acercarse a él: conocer a un artista admirado en una faceta nueva siempre conlleva algún riesgo de decepción. Buenas noticias para el segundo grupo: el salto que da Couceyro a la literatura no solo es airoso, sino que resulta absolutamente orgánico en su biografía creativa. En la voz que le construyó a su protagonista –una mujer de cincuenta años que se vuelve adicta a espiar conversaciones ajenas en el transporte público para experimentar a través de ese sinfín de mensajes una vida que ella parece haber renunciado a vivir–, puede rastrearse un modo de narrar que es profundamente “de actriz”. Yendo (Emecé) es un libro construido por capítulos breves y entretenidos, perfecto para leer de a fragmentos en cada viaje en colectivo, una historia que nace de la observación y se escribe en el trajín de la ciudad, con la mirada encendida de quien sabe que la cotidianidad siempre ofrece alguna escena para robar y usar en algún momento. 

Yendo, tu primera novela, nace de la observación: una mujer espía conversaciones y chats ajenos en el transporte público. ¿Cuándo y cómo descubriste el hábito de la escritura? 

Yo siempre escribí, pero de manera muy intermitente, sin demasiada disciplina. Durante la pandemia, junto a Valeria Sestua, nos embarcamos en un intercambio que derivó en la publicación de La edad justa, mi primer libro. Ella me enviaba una foto por la noche, y yo,  a la mañana siguiente, escribía un texto a partir de esa imagen. Ese proyecto estuvo íntegramente escrito por la mañana y de a tramos. Me ayudó a generar un hábito, lo que ahora me gusta llamar “la escena de la escritura”. Con Yendo apareció otra cosa: un estado de atención permanente puesto en el proyecto. Sentarse a escribir, pero también estar pensando en eso casi todo el tiempo, ir a tomar un café para bajar algunas ideas, robar alguna conversación en el transporte público: como la protagonista, que espía chats ajenos y los va coleccionando, muchas de las escenas las escribí en la app de notas del celular, en el momento mismo en que sucedían, para no olvidarme. 

–Aunque en esta novela la operación aparezca de forma más explícita, escribir es siempre robar palabras de otros. ¿La actuación también tiene algo de eso? 

Sí, definitivamente. De hecho, es algo que yo suelo hacer con mis estudiantes de la UNA: los mando a seguir gente por la calle. Por eso, creo que mi voz de escritora está totalmente teñida por mi voz de actriz, o por mis ojos de actriz. No puedo evitar escribir pensando en cómo eso que escribo va a decirse, aunque no lo piense necesariamente para ser dicho. En cuanto al robo, creo que es inherente a cualquier disciplina creativa: uno siempre se está nutriendo de lo que observa y de lo que puede tomar de otros espacios, escenarios, personas. 

–En uno de los primeros capítulos, la protagonista dice que “nuestra época es una escuela de desatención”. ¿Es necesario ir contra esa lógica en un trabajo creativo? 

Es una frase de Robert Bresson, el director de El carterista, película que en el texto se cita un montón. Es decir: ¡hace rato vivimos en una época que tiende a la desatención! Y Yendo de alguna manera dialoga con eso, con un momento en el que la impermeabilización que te imponen los teléfonos celulares no solo nos desconecta un poco del propio cuerpo, sino que hace que sea cada vez más difícil entrar en contacto con otros y con lo otro. Hoy, dejarse tomar por las otras personas implica una decisión activa, porque la vida cotidiana nos lleva a estar cada vez más aislados. 

–¿Y cuáles, dirías, son tus antídotos para paliar esa desatención? 

Creo que los procesos creativos y el amor son grandes antídotos. Cuando estás muy en una, muy tomada por algo —por un proyecto, por una obsesión, por un enamoramiento— la percepción se afina. Como cuando una mujer tiene un atraso y, de golpe, empieza a ver embarazadas en todas partes. La realidad está llena de signos, de información, pero muchas veces dejamos de verlos. 

–¿Y por qué, dirías, nos hace bien prestarles atención? 

Bueno, en principio porque es muy divertido tener vínculo con la diversidad y me parece que nos nutre, no solamente a los artistas. Igual que la protagonista del libro, yo vivo en Floresta, un barrio que nunca queda cerca de ninguno de mis trabajos, así que vivo tomándome el transporte público. Y siempre están pasando cosas extraordinarias: alguien que está vestido de forma rara, alguien que tiene un cuerpo que te llama la atención, gente que está charlando de temas que te entusiasman. Creo que si no prestamos atención a lo que pasa a nuestro alrededor, el vínculo con la diversidad que tenemos pasa a ser muy acotado. El gobierno que tenemos, y la sorpresa que nos generó su ascenso, habla de una diversidad que no vimos. Cuando nos preguntamos cómo llegó este gobierno al poder, bueno: no vimos al pibe del Rappi que te trae la comida, a la gente que la pasaba mucho peor que nosotros, a los fachos. Y entonces, más que nunca, creo que en este momento es importante entrar en contacto con el otro y con lo otro de verdad. Abrir la mirada. 

–En una entrevista reciente decías que pensaste Yendo como un libro para leer en el colectivo: una manera terrenal, poco sacra, de pensar tu literatura. ¿Qué son los libros para vos? 

Creo que son mi compañía más estable. No tengo el hábito de ver series, y a veces paso un tiempo sin ver películas, pero siempre estoy leyendo. Me gusta leer en el transporte público, con ruido alrededor. Yendo es un libro para leer en cualquier lado y, espero, para interrumpir la lectura y ponerse a mirar alrededor. Me interesa que el texto pueda invitar a eso: que un capítulo pueda llevarte a detenerte en lo que está pasando en la calle.

–Además de esos fragmentos robados que estructuran la novela, aparecen algunos haikus. ¿Tiene que ver con tu interés por el japonés? ¿Por qué elegiste estudiarlo?

Estudiar idiomas es un ejercicio de abstracción espectacular. Nunca termino de saber bien por qué elegí el japonés. Quería estudiar un idioma que no tuviera nada que ver con el nuestro, que fuera completamente distinto también en su escritura. Y que implicara paciencia: lleva muchos años poder hablar con cierta fluidez. También me reencontré con la experiencia de dar examen, que exige una concentración y una adrenalina que se parecen mucho más a un casting que a un estreno: todo lo que tenés para mostrar, tenés que demostrarlo en ese momento. Pero, así como cuando empecé alemán descubrí a Fassbinder y me cambió la mirada, y fue en el Goethe-Institut que empecé a actuar, ahora, gracias al japonés, empecé a leer literatura japonesa y se abrió un mundo que eventualmente va a derivar en algo. Algo va a pasar con todo esto, aunque todavía no sepa muy bien qué. 

Analía Couceyro está en escena con Las Moiras (miércoles a las 20:30 en el Teatro Metropolitan, Av. Corrientes 1343) y en librerías con Yendo (Emecé).