Cristian Alarcón sobre su novela ganadora del Premio Alfaguara: “El tercer paraíso quizás sea una democracia revolucionaria, un hombre y una mujer deconstruidos, una naturaleza que sobreviva al ecocidio”
El cronista y director de la revista Anfibia ganó el Premio Alfaguara con su primera ficción y que escribió durante la pandemia. En una charla con elDiarioAR reflexiona sobre su paso a la ficción, sobre el miedo y la soledad que despertó el Covid-19, repasa su trayectoria y el momento que vive Chile, el país en el que nació y al que siempre vuelve.
Hace 48 horas que su nombre fue pronunciado en una videoconferencia desde el Casino de Madrid. Cristian Alarcón es el autor de la novela ganadora de la 25 edición del Premio Alfaguara. La elegida por unanimidad entre los 899 manuscritos que se presentaron. Desde hace tres días que da una entrevista tras otra, que recibe felicitaciones desde los más variados rincones del mundo. Acaba de sonar el timbre de su departamento que ocupa una esquina de Buenos Aires -Palacio, como lo llaman- y está fascinado con un ramo de rosas rojas. “Me encanta que mis amigas me conozcan tanto. Soy Marilyn Monroe, amo a mis amigas estancieras”, dice mientras larga una carcajada. El jueves, El tercer paraíso - su primera novela-, lo sacó de la rutina sofocante de enero en Argentina. La noche anterior había cenado con sus amigas Eleonor y Sol, que está a punto de ser madre de Ciro. El llamado desde España a las seis de la mañana lo despertó y recordó que se había presentado al premio que además de asegurarle la publicación en Iberoamérica, lo ubicaría en el mapa de la literatura de habla hispana. La novela es también parte del proceso de reflexión que la pandemia metió a Alarcón y a la mayoría de la humanidad. Pero también tiene algo de la historia de las mujeres de su familia y de él pequeño y de su adultez en la que descubrió la jardinería, las semillas, se reencontró con las flores que plantaba su abuela y que hizo síntesis en esta novela “feminista, queer y botánica” que se publicará el 24 de marzo.
Cristian Alarcón nació en Chile en 1970, a los pocos años su familia huyó de la dictadura de Pinochet y se instaló en la Patagonia argentina. Dejó su pueblo a los 18, estudió periodismo, fue cronista de varios medios. Hace exactamente 25 años el crimen del fotógrafo José Luis Cabeza lo llevó a escribir la primera crónica que marcó su carrera. Hace 10 años fundó la revista Anfibia, de crónicas y ensayos de la Universidad San Martín, también creó Cosecha Roja para tratar las noticias policiales con perspectiva de género y contra la violencia institucional. Desde Cronos Lab experimentó con el periodismo perfomático y además pensó el programa de una maestría de periodismo narrativo. Publicó varios libros, Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, Si me querés, quereme transa y Un mar de castillos peronistas. Cristian es una especie de esponja que absorbe y devuelve. Lo hace mientras piensa un tema para publicar o una idea para llevar adelante o mientras baila en un patio de Palermo para festejar el premio. Se acomoda el pelo con la misma camisa floreada con la que participó en la premiación, frena en seco, mueve la cabeza para mirar de costado como un modo vogue y se ríe a carcajadas. Con la misma energía irreverente con la que se sella su Marilyn. Una especie de voracidad bulímica de energía que devuelve siempre mejorada y que también causa sorpresa. Como la del Premio Alfaguara. En la pista, saloneando o en el trabajo, cambia de ritmo en un segundo, frena en seco, se enfoca y habla del otro lado de la línea telefónica a la hora de la siesta de Buenos Aires. “Vamos a trabajar”, dice y arranca.
¿Por qué elegiste la ficción para contar una historia de un proceso tan colectivo como es la soledad y la desesperación que surgió en la pandemia vos que sos un cronista?
Hace mucho que vengo soltando amarras del muelle de la realidad tal como la concibe el periodismo fáctico. Y que empiezo a aventurarme para recorrer los meandros que me sacan de la zona de seguridad en la que me crié. Yo comencé a hacer periodismo a los 19 años, hace 30 que lo hago, hace 10 años que dirijo medios, tengo un contacto -a este altura- tóxico con lo real. Por lo tanto hace años que la experiencia Anfibia y Cronos me ha permitido la experimentación. Esa experimentación fue primero artística, vinculada a la idea de los formatos y de escaparme de la escritura. Llegamos a crear un programa de periodismo performático en Colombia que se llamó “La Palabra ya no tiene el poder” y que provocaba a ese periodismo secular, a ese periodismo falsamente anglosajón, colonizado por las ideas de que la información es sagrada y que las emociones y sentimientos, profanos. Al llegar a esta novela, después de dos libros truncos -uno sobre guerrilleros en el sur de Chile durante la dictadura de Pinochet y otro sobre la mujer que le arranca los ojos y sobrevive en un pueblo más austral que el mío en la Patagonia chilena- llego a las mujeres de mi familia materna. Pero me doy cuenta de que se trata no sólo de narrarlas a ellas si no también que me he pasado estos treinta años escuchando a mujeres, que todos mis libros y la mayoría de mis textos están atravesados por sus figuras y que las voces narradoras de mis crónicas, en general, son femeninas y que yo mismo he querido ser una mujer.
¿De qué se tratan esas amarras?
Son los condicionamientos de la testosterona que yo digo que respiramos y de la que me fue inoculada a los 6 años para masculinizarme por ser un niño demasiado femenino. Son los que imponen unos condicionamientos que no sólo se traducen en las violencias evidentes y denunciadas por la cuarta ola feminista y puestas sobre la mesa y combatidas de una forma más articulada en los últimos años. También son los que ponen en evidencia un carácter binario, como el carácter del sexo referencial genital de lo masculino y femenino. Es un proceso en el que las fronteras perfectamente trazadas del siglo XX dejaron de existir y, aunque muchos no lo quieran ver, es el camino hacia una hibridez laxa, fluída. Uso palabras que provienen del lenguaje millennial, del centennial, del lenguaje de la teoría queer y de los feminismos y quizás también del lenguaje que podrían aproximarse ante ciertas miradas anti-ecocidios o botánicas como las que yo propongo en esta novela. Hay algo del orden de la época que no me permitió hacer la autoficción, lo que hubiera hecho en otro momento y muchísimo menos hacer crónica. Fundamentalmente porque lo que yo encontré aquí son otros narradores. La recreación que yo venía experimentando en libros como Transas, es un libro de voces donde las voces no surgen de desgrabaciones sino de una re interpretación sensible de lo que ha sido escuchado.
Justo en Transas haces una operación que algunos puristas de la no-ficción rechazan cuando mezclas dos voces para hacer una, ¿es en esta línea que llegas a la ficción de una novela?
No. En un sentido la novela El tercer paraíso, sobre todo ante los ojos de los críticos de los departamentos de literatura norteamericanos -que son los que nos analizan y que escriben los papers que nos ponen en circulación y, a su vez, nos dan validaciones imperiales- es un texto más conservador que aquel libro de transas en donde un personaje (el asistente de la jefa narco), habla todo un capítulo en un lenguaje que está más cerca a (Pedro) Lemebel que a la grabación de una entrevista que nunca existió. Solo que yo pasé seis años junto a él y lo escuché tanto que pude hablar por él. En este caso lo que narro fue lo que me fue narrado desde que tengo uso de razón y que es ese clima de sórdida violencia campesina y proletaria que muta en una especie de luminosa ancha alameda durante el socialismo de Salvador Allende y se oscurece, luego, con la noche de la dictadura. Esta novela me habitaba en más de un sentido. Pero la pureza de aquella memoria es imposible de manejar, porque es una memoria reconstruida y contaminada por mí mismo como todo proceso de memoria. La memoria, en sí misma, es falsedad pura. Porque traiciona lo fáctico porque es un recuerdo imposible de comprobar. Porque está construido desde lo emocional y lo sensible. No recordamos los datos, recordamos las matrices narrativas, lo que nos fue narrado junto al fuego.
En sí mismo el procedimiento de verdad que propone el periodismo clásico, Cristian Alarcón asegura que en la novela directamente estalla y se convierte en ficción. “Cuando me siento en libertad de gobernar el relato no por imperio de lo que ha sido demostrado fácticamente si no por lo que le ocurre me imagino yo -porque recién estoy experimentado con la ficción- a cualquier escritor que inventa lo que narra y es que los personajes gobiernan el texto y la voz narradora gobierna el texto. Hay una dominación paradójicamente libre, una dominación que eso que no es uno y que tiene una regla clara y una estructura totalmente diferente a la crónica”.
Sobre la novela, durante la premiación, dijiste que tenía la estructura de un átomo y similar a la figura del saltimbanqui que usa a veces María Moreno para hablar de la crónica ensayística.
María Moreno es quizás la influencia más fuerte que yo he tenido en mi convivencia con la literatura durante las últimas décadas. Desde que nos conocimos en Página 12. Ella un día llamó a la redacción, yo era un chiquito que había entrado a la sección Política, que se escondía detrás de una pantalla de una 286, escribiendo una novelita de amores gays adolescentes y de noches de excesos de los 90, a quien no le importaba en absoluto la política ni el periodismo. Así escondido pensaba pasar mis días. Era un trucho, estaba disfrazado de periodistas. Después me comprometo con el periodismo.
Eran los noventa en Argentina. La editora de Página 12 Andrea Ferrari “lo rescata” de la sección Política a Sociedad y empieza a escribir sobre el mundo popular y callejero. Fue en un enero, hace exactamente 25 años, que lo envían a cubrir el crimen del reportero gráfico José Luis Cabezas, aparecido calcinado en una tosquera de las afueras de Pinamar. Alarcón se mueve hasta Mar del Plata a entrevistar a una mujer señalada como culpable para encubrir a los verdaderos asesinos de Cabezas. Dueña de un cabaret, Margarita Di Tullio era conocida como “Pepita la Pistolera”. Cristian Alarcón pasó una noche con ella en el puerto y se tomó dos semanas para escribir la crónica que fue publicada y que muchos consideran la primera de su serie como cronista. A los días, María Moreno llama a la redacción y el teléfono que debería haber sonado en el suplemento literario Radar, suena en Sociedad. Cristian atiende.
“Le agradezco para siempre a Página 12 los tiempos necesarios para la literatura. Cuando atiendo ese teléfono. María me pregunta quién habla, le digo Cristian Alarcón. ¿El que escribió Pepita la pistolera? - imita la voz de María Moreno y se ríe-. Se me caen las medias, los calzones y siento que viene una crítica que me va a fulminar para siempre como un rayo aterrador. Me encantó tu crónica, me dice. Te quiero conocer. Yo, que era un ñoño, que leía todo lo de ella, tuve la fortuna de haber sido acompañado en mis libros anteriores por María. En todas las crónicas de largo aliento. Esa interlocución profunda con ella me llevó a lo ensayístico y al concepto de lo anfibio que después se multiplicó con otros intelectuales de América latina ocupados de los temas que yo trabajaba. Así empezó a habitarme -sin que me diera cuenta- y es así que Anfibia finalmente se convierte en el espacio en el que se consagra la crónica ensayística”.
La crónica deja de ser narrativa y muchas cosas más…
Sí, ya no concebimos la posibilidad de una crónica eminentemente narrativa porque la matriz narrativa misma ya le pertenece a Netflix, a Spotify, a las corporaciones, donde nosotros también producimos porque damos también esas peleas y nos importa darlas porque nos interesa la centralidad. Para poder ser singulares y originales y poder producir innovación en el periodismo increíblemente el procedimiento que deberíamos hacer es justamente no abrazarnos a las buenas historias. Algo que me tiene harto es ese discurso latinoamericano que dice que una buena nota es una buena historia. Buenas historias son todas. Ese supuesto tercer ojo de rayos que impera en la crónica, en el que todo está puesto en la mirada. ¡Como si la mirada fuera un descubrimiento posmoderno! Cuando, en realidad, es del siglo XIX y para mí termina de agotarse a fines del siglo XX.
Además de escribir esta novela durante el confinamiento de la pandemia también creaste un ciclo de encuentros entre pensadores y 15 directoras y directores de medios de Iberoamérica para reflexionar sobre estos tiempos y hacia dónde va el periodismo y que terminó en el libro Futuro imperfecto, que se publicó en diciembre. ¿En qué estás pensando con respecto al periodismo de este tiempo?
La experiencia de los cuatro meses que atravesamos junto a estos quince directoras y directores de medios quizás fue la segunda parte de la que comenzó con el ensayo que escribí al principio de la pandemia en el que intento preguntarme qué va a pasar después del Covid, y que también es el origen de esta novela. Fue un pedido para un libro de Presidencia Argentina. Todos los convocados eran académicas y académicos y yo siempre que -porque por más que me considere anfibio- no dejo de tener las trenzas largas que tenía cuando llegué del pueblo me pongo nervioso. Entonces, como tengo ese traumita, siempre lo suplo con la lectura y la ñonez, me convierto en un nerd voraz que lee todo lo que puede leer y más o menos se sacia y vomita. De esta bulimia del conocimiento salió esto:
“¿Cómo construir un futuro posible ante la incertidumbre global, el pendiente más intangible y complejo de desarmar de la pandemia? No nos queda otra alternativa que pensar la elaboración del futuro en múltiples dispositivos nacidos en el pasado reciente, que serán revisitados una y otra vez para capturar aquello que sea esencial. Lo esencial como nuevo orden de la política en nuestras vidas: bregar por lo esencial, apreciar lo esencial, compartir lo esencial. Una especie de mapa de curaduría global con raíz íntima y local, donde aquellos que produjeron cultura, ideas, metáforas e interpretaciones de la realidad vuelvan a visitarlas, ahora con la conciencia de una finitud masiva. Nos vamos a morir. Muchos van a morir. Algunos vamos a morir. La conciencia de la enorme vulnerabilidad del humano”.
Entonces habiendo ingresado en las lecturas voraces de “esos problemas filosóficos contemporáneos que eran de orden de los problemas insoslayables hoy como los conceptos de antropoceno, capitaloceno, ecocidio”, Cristian Alarcón crea un ciclo de encuentros y conferencias los miércoles. “Creo que ahí se terminó de fraguar todo esto. Hay un modo de transitar esta multiterritorialidad entre la literatura, el periodismo, la academia, el arte y la poesía que con el tiempo, como si me hubiera puesto a entrenar un determinado músculo, que lo permitiera como una proeza de saltimbanqui -decías vos- artística a mí me termina rindiendo y produciendo sentido lo de un territorio en otro. Eso pasaba los miércoles en el SPA, Sensaciones Periodísticas Anfibias, que yo hacía el chiste que lo hacía en bata y, el resto en el Zoom, teníamos las cabezas envueltas en toallas para pensar entre todes a partir del diálogo con grandes intelectuales del mundo sobre tecnología, medio ambiente, los feminismos, la comunicación y las estrellas”.
“Lo que me preguntas con respecto a lo uno y lo otro, a mí no se me hace ni tan uno ni tan otro, en el sentido de que son procesos de decantación complejos que producen transformaciones -diría yo- a nivel inconsciente. Yo trabajo con la idea de masa crítica. Nosotros hacemos ese tipo de intervenciones en el pensamiento contemporáneo de líderes como esas directoras y directores, convencidos de que el mundo y América latina deben estar signadas por un compromiso intelectual profundo, crítico, amplio, sin fronteras, donde primero le perdamos el respeto para después amarlo. En una especie de ruptura de todos los cánones. Es buscar una desnudez primaria que nos permita una renovación del pensamiento como si nunca antes hubiéramos pensado. Es un ejercicio. Porque es ficción pura, y todos los que salen de ahí, salen transformados de distintos modos. Todos lo van a aplicar de distintas maneras, pero me encanta soñar que sería imposible después de una experiencia espiritual profunda que sean los mismos”.
Ya lo creo. Voy a cometer un pecado y traspasar la línea de separación entre lo profesional y lo privado. Repasando nuestros chats, en mayo de 2021, mientras salías de un Covid grave y antes de que te vayas a Chile a terminar de escribir esta novela, escribiste: “Por primera vez, sentí miedo”. Hablando de experiencias transformadoras y teniendo en cuenta que esta novela surgió de la soledad y la desesperación, te pregunto: ¿miedo a qué?
Yo el miedo lo perdí el día que le pude poner a mi madre una mano sobre su brazo porque había crecido lo suficiente como para evitar que me golpeara. El miedo lo perdí el día que le tiré tierra a los ojos a mis compañeros de la escuela que me arrastraban por el patio espinoso de la cruel Patagonia de la dictadura. Yo me fortalecí de tal modo que a los 13 años era el presidente del Centro de estudiantes de un colegio de mil alumnos y a los 18 había huido de ese pueblo patagónico que me resultaba asfixiante y vil y me abrazaba a la ciudad como si fuera un personaje de Manhattan Transfer. Todo lo que quería era vivir en París.
Y te fuiste a La Plata..
Busqué lo metropolitano como quien busca la salvación en la ciudad. Que no es un procedimiento muy distinto al que hacen los protagonistas de El tercer paraíso, que son esos campesinos -que también están en España- que migran para formar las ciudades y, en ese destierro, producen violencia al mismo tiempo que crean un mundo nuevo. Yo me blindo de tal modo que por eso después como periodista no me resulta difícil transitar la vida de los pibes chorros en las afueras de la ciudad entre tiroteos y machos cabríos. No me da miedo investigar a la maldita policía y meter preso al capo del escuadrón de la muerte, condenado después a 22 años y no me dan miedo las amenazas homofóbicas que prometían en mi contestador automático del departamento en el que vivía en ese momento con mi gato negro abrirme con una botella partida en un acto de performática casi narco. ¡No me daba miedo! Me blindé de tal modo que hasta corría miedo real. Muchas veces ese miedo era hasta saludable.
Hasta que llegó la pandemia y…
Con la pandemia volví a recordar el miedo de morir, porque no sólo fue el miedo de morir sino también de dejar solo a mi hijo. Soy padre soltero. La paternidad me ha vuelto más vulnerable, más humano, más empático, más cercano, más humilde y, sobre todo, más temeroso. Y cuando el oxígeno bajó a 86 y me querían internar, en mis más profundas creencias no cristianas, pedí por favor quedarme en este plano porque no podía dejarlo a Pablo solo.
Y te quedaste y sucedió esto…
A partir de ahí creo que comenzó un proceso de cultivo de otro orden, de agradecimiento. De una deconstrucción de mi machismo que también es campesino, latinoamericano y suburbano aunque sea un marica, un gay reconocido y visible desde los 25 años. Es también una deconstrucción yoica, narcisista, una deconstrucción egoica en la búsqueda de la sanación de los vínculos, aunque no todos los haya podido sanar. Como dice una amiga mía, la co creación de un ámbito sagrado en la relación con los otros. Creo que de ahí nace lo que me está pasando en estos días. El Premio Alfaguara, impensado, lo que me está ofreciendo es la posibilidad de agradecer profundamente. Desde la emoción de alguien afortunado que, en estos días, ha podido sentir más la alegría de los demás que de la propia. Abrazar más ese sentimiento expandido de un logro que increíblemente es tan individual como una novela, como el proceso de escritura, de una actividad individual como es la literatura pero que se vuelve extremadamente político y revolucionario en esa afectividad profunda. Esa empatía feroz, que no significa que al cabo de los minutos y las horas que duran esos estallido de felicidad uno no esté solo.
Con respecto a la empatía, desde tus primeros años como cronista creaste vínculos en toda América Latina. Al anunciar tu nombre el jueves en las redes sociales se podía leer esos vínculos que tejiste a través de los mensajes, pero el Premio Alfaguara seguramente te hará llegar a otros lectores, el jurado te dijo te queremos conocer, entonces: ¿cómo te presentarías?
Depende del nivel de intimidad de la conversación, pero creo que haría una genealogía a partir de como me definió mi mi amiga Mónica González, la gran periodista de investigación chilena, en la presentación del libro Futuro Imperfecto en Colpin, la Conferencia Latinoamericana de Periodismo de investigación. Al presentarse totalmente descentrado dijo: “Me da mucho orgullo Cristian que estás aquí. Yo lo conozco y ustedes lo deben recordar desde que era un joven imberbe”. Me gustaría que todos supieran que fui un joven imberbe y que fui digno de tiempo, que fui coherente, que traté de rozar la vanguardia desde pequeño, y que irrumpí en la escena de la crónica primero como alumno de (Ryszard) KapuÅciÅski y de García Marquez, y luego de los grandes maestros de la Fundación Gabo. Quizás exagerando mi diferencia como un modo de plantar bandera porque era el único disidente en un mundo tremendamente masculino y binario que solo relaja en las fiestas. Pude volverme un miembro activo de la comparsa del carnaval de Barranquilla. Con esto quiero decir que he sido todo lo irreverente de lo que pude ser sin sacar las patas de las fuentes, sin dejar de consensuar y comprender para abrir camino en un lugar al que quería pertenecer. Esa pertenencia que, algunas veces fue difícil ante las miradas más conservadoras, la defendí con la prepotencia del trabajo, con el encanto de la noche y con la profunda amistad y una honestidad -que me enseñaron mis padres- y que es feroz y que a veces me trae problemas.
Estas viajando a Chile, sos chileno y está novela transcurre parte en Chile que vivió un proceso social que ha terminado en la elección de un presidente que hace un rato ha dicho algo que resuena en tus palabras y en lo que sé de tu novela. Boric dijo que uno de los problemas del país es un contrato social roto y que para poder ordenar o recuperar el orden se necesitan nuevas formas y no repetir lo mismo del pasado…
Parece que estuviera hablando de El tercer paraíso. No lo había pensado, pero me alegra que aparezca en esta conversación. La idea de mi búsqueda de ese tercer paraíso subyace en esta novela y es la idea de la búsqueda de esa profunda transformación que necesita Chile y necesita toda América latina. Más allá que los países están gobernados por alguno de los dos lados de la espantosa grieta que nos divide, que nos constituye. El tercer paraíso quizás sea una democracia revolucionaria, un hombre y una mujer deconstruidos, el tercer paraíso quizás sea una naturaleza que sobreviva al ecocidio, el tercer paraíso quizás sean las calles revueltas, el tercer paraíso quizás esté allí: a la vuelta de la esquina. El momento que transita Chile es de tal potencia política que es difícil no tener un destello que nos esté encegueciendo y que se vuelve complejo para quienes abrazamos -en ese sentido yo sí abrazo a un periodismo superclásico que tiene que preservarse del fanatismo. No puede haberle hecho más daño al periodismo de todas las estrategias de las que gozaban de mis simpatías en alguno sentidos y que a la hora de las políticas públicas comunicacionales hicieron todo lo que estuvo a su alcance para destruir el periodismo desde los populismos. Incluso a veces siendo muchos más dañinos que las propias corporaciones. En ese sentido, yo critico a derecha y a izquierda. No han sabido defender al periodismo en América latina. Tengo grandes esperanzas y, al mismo tiempo, mucho respeto. Habrá que tener mucha paciencia para que esta nueva generación admirable y aparentemente luminosa dé sus primeros pasos para garantizar la gobernabilidad de un país al que le encanta el orden. Aunque la revuelta nos devuelva una imagen especular en la que la agitación parece ser la norma. Habité casi cuatro meses Chile entre julio y septiembre para terminar esta novela premiada. En mi pueblo me venían a conocer los poetas, escritores, los artistas del pueblo y cada uno era mapuche porque el renacer de las entidades mapuches está permitido por primera vez. Los ha abandonado la vergüenza. Estamos a las puertas de una transformación en Chile de tal tamaño, que creer que solo lo político es lo que va a determinar el futuro sería necio. Estamos ante una transformación cultural profunda, no está determinada solamente por la eficiencia o las virtudes que pueda tener el gobierno de Gabriel Boric y su extraordinario gabinete, con paridad y personalidades académicas y líderes capacitados. Lo de Chile es un escenario que vamos a tener que narrar con atención e infinitas capas para no perdernos en este engaño que muchas veces nos propone la política de hacer creer que las cosas solo ocurren en el Congreso, en los ministerios y en los casa de Gobierno. Así como la revuelta ocurrió en la calle, Chile seguirá siendo transformado por su gente en las calles. Desde el trabajo, de los sindicatos que hay que fortalecer, de esos modos que lo ponen entre los países con más tristeza del mundo, con grandes niveles de alcoholismo, de violencia doméstica y asesinatos de mujeres y trans, y machismo: Que el gabinete tenga más del 50 por ciento de mujeres es el mensaje más ambicioso que un presidente latinoamericano haya podido dar en este momento y que no ha sido capaz Alberto Fernández en Argentina, con todo un discurso que apela a un feminismo urbano que parece no habitarlo. Creo que ahí hay algo nuevo, lo extraordinario es que son de otra generación. Hay que tener confianza, sobre todo nosotros que somos de otra generación. Hay que ser respetuosos de estas cabras y cabros -que ya son señoras y señores de treinta y pico- y de los que vienen atrás y se disponen a una construcción colectiva con unos valores más allá de la cuestión ideológica en el mejor de los sentidos. Desde la ensoñación de esa tierra que amo y a la que siempre vuelvo, he cruzado más de 50 veces la Cordillera de los Andes. Esa obsesión, que no se me ha ido, me permite viajar el lunes a Santiago y quizás con el premio de la novela poder hablar con algunos de las y los líderes y también me va a permitir dialogar con mis ancestros, sentirme por fin, tal vez, de regreso.
SH
Así es “El tercer paraíso”, la novela de Cristian Alarcón que ganó el Premio Alfaguara y será publicada el 24 de marzo
Al final del camino de piedras, justo antes del precipicio, el jardín desborda como una ola inesperada. Detrás de su diseño caprichos o se impone un cielo azul brotado de nubes blancas. Asusta lo inquietante del barranco bajo el que parece estar el mundo entero. Los rosales se encadenan sin pausa. Hacia los bordes crecen los pensamientos. Camino en el laberinto como si se tratara de una pradera. Los amancay y las espuelas de caballeros se mecen con el viento leve junto a las margaritas. Los lirios acosan a los narcisos amarillos. Las dalias bordó y carmín estallan en pleno ardor. A pesar de las nubes, la luz se cuela en todos los rincones, horizontal y penetrante, dando en estigmas, pétalos y filamentos; pegando en mi cara, en mis brazos, en mi cuello, en mis orejas, en mis manos. A medida que me toca, siento cómo la piel se hincha y adquiere el rojo de una insolación.
Busco la sombra de los cipreses alineados en el borde de las tumbas; altísimos y tupidos, custodian las cruces y las flores. Bajo ellos han dispuesto bancos hechos con viejos durmientes para los deudos transidos de dolor. Me reconozco entre ellos, me recuerdo en esas romerías de centenares trepando el sinuoso camino que conduce hasta aquí. Cuando murió mi abuela Alba, llevaba crisantemos en las manos. Cuando murió mi abuelo Elías, arrojé un ramo de junquillos violetas al foso oscuro recién cavado en el que aparecía el ataúd de ella sepultada veinte años antes. A los entierros de mis abuelos paternos, Bautista y Helga, no llegué a tiempo.
Desde el promontorio, el pueblo de mis ancestros. Mirar la belleza cordillerana de Daglipulli es difícil: se lo divisa haciendo el esfuerzo de inclinar el cuerpo a unos noventa grados justo en la franja de ligustrinas dispuestas como cerco para suicidas. El que quiera saltar al vacío debe volar sobre ellas con el arrojo de un clavadista.
Después del mirador un leve llano con sembrados, una barraca, un camión, las casas de madera a dos aguas cada vez más cercanas unas a las otras, la elegancia de las tejas vencidas, el brillo de los techos de chapa. El humo de las chimeneas elevándose aquí y allá en pequeños cúmulus.
Aquí nací. En el borde de la pila de esa plaza aprendía caminar. En aquella pampa admiré a los trapecistas del circo Águilas Humanas. En la aldea campesina que se ve donde el dibujo urbano termina su pelo que era cultivar, regar, podar y cosechar flores para armar ramos que adornen el centro de una mesa. Aquí estoy para comprender un misterio que ignoro. Aquí admiro este jardín. Aquí extraño mi propio paraíso.
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Para escribir me encierro en un container al sur de la ciudad de Buenos Aires. Esta caja de metal ha viajado en barco por el mundo hasta encallar un día y convertirse en una cabaña rara que ahora me refugia del frío invernal sobre la pampa bonaerense. La casa y yo finalmente quietos. Son dos mil metros cuadrados de verde entre árboles y pastizales. En pandemia todo el mundo debe estar encerrado.
Mi madre junto a mi padre viven en el Alto Valle, unos 1300 kilómetros al sur, al comienzo de la Patagonia. Habitan un pequeño departamento dentro de un barrio dañado por el desgaste, con edificios de tres pisos rodeados de una escuela modelo, un gimnasio, un playón de juegos, una guardería. El Alto Valle es un vergel artificial creado a la orilla del Río Negro por italianos y españoles. La ciudad donde yo también viví hasta que fui a estudiar a una universidad en Buenos Aires es una cuadrícula árida rodeada de manzanos, perales, durazneros y parrales. Mis padres ya están jubilados. Tuvieron tres hijos. Soy el mayor. El único nieto que mis padres tienen es mi hijo. Hasta que adopté al niño, entre los hermanos solíamos hacer un chiste sobre su falta de herencia. Los llamábamos «Los abuelos de la nada».
Mientras escribo mi hijo permanece en nuestro departamento del centro de Buenos Aires. Tenía un año y medio cuando corrió hacia mí por un largo pasillo y se lanzó a mis brazos agitando sus rulos ensortijados. Cuando lo mimaba respondía con golpecitos de puño. Entonces yo me dedicaba a investigar tramas ilegales. Mientras jugábamos o mirábamos dibujitos, los otros habitantes del búnker hacían lo suyo. Cada vez que iba a hacer mi trabajo, llevaba un huevo de chocolate y pasábamos las tardes armando esos juguetes diminutos que vienen como sorpresas en el interior de la golosina. A los cuatro se convirtió en mi ahijado. Es un joven luminoso. Quiere a sus abuelos. Los visita.
El día que fuimos juntos por primera vez al Alto Valle mi madre esperaba ansiosa al niño del que le había hablado. Llegamos en auto. Él bajó con su mochila del hombre araña al hombro. Caminó serio y erguido hacia mis padres mirándolos con sus ojos de uva, el mentón altivo, los pómulos encendidos. Le dio un abrazo ceremonioso a cada uno. Mi madre le dijo que teniendo en cuenta que yo era su padrino y él mi ahijado, ella quería saber cómo le diría. El niño la observó; a ella, a mi padre, a mí. Y dijo: ¿abu?
Desde mucho antes de que yo asumiera que era su padre, mis padres fueron sus abuelos.
A mis padres les dice abuelos. A mí me dice chancho.