Lecturas

El desafío poliamoroso, por una nueva política de los afectos

15 de febrero de 2021 15:47 h

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A partir de productos culturales como los anuncios publicitarios o el arte, la monogamia es, en la actualidad, sinónimo de amor (de una forma de amor romántica y sexualizada «auténtica») y sinónimo de pareja, que es la construcción práctica que se entiende como «natural» de ese amor «auténtico». Lo que llamamos monogamia es el marco invisible en el que se juega la partida del amor, el tablero. Tanto es así que ni se nombra: viene dado de manera incuestionada. ¿Qué elementos contiene ese tablero donde se juegan las parejas? Como ejes vertebradores están la romantización del vínculo, el compromiso sexual, la exclusividad de ambos y el futuro reproductivo, que pulula como un fantasma sobre los amores y las parejas. Para fijarlos en un recorrido concreto, se han instalado una serie de prácticas de convivencia y dependencia, también económica, que dan sustancia material a la construcción amorosa.

Los hilos de las definiciones de amor, pareja y monogamia son un pez que se muerde la cola. Según el diccionario de la Real Academia Española, monogamia es el «estado o condición de la persona o animal monógamos» y un «régimen familiar que no admite la pluralidad de cónyuges», mientras que monógamo significa «casado o emparejado con una sola persona». Aunque al seguir el hilo en este mismo diccionario de la definición de pareja y de cónyuge entramos en un círculo infinito que no acaba de definir qué motiva que una unión sea llamada pareja y qué no. Trabajos específicos en torno al concepto de matrimonio en términos occidentales nos acercan más a la idea habitual de monogamia: «Enlace exclusivo y permanente entre un hombre y una mujer, que concierne de manera central a la asignación de derechos sexuales sobre cada una de las partes y establece responsabilidad parental sobre las criaturas surgidas de esta unión».

A esta tríada central amor-pareja-monogamia heterosexual y reproductora se van sumando excepciones. La homosexualidad es una de ellas, la no reproducción también, como también lo son la temporalidad de los enlaces y, finalmente, la no exclusividad. Las primeras no ponen en riesgo el concepto que tenemos de monogamia. Una pareja homosexual puede ser reconocida por la mirada general como pareja. Incluso quien la considera antinatural o una forma de amor poco auténtica pone en duda que pueda ser un matrimonio, pero no una pareja. Las relaciones sin proyección reproductiva sufren de presión y extrañeza social, pero no por ello se pone en duda que se trate de una pareja. Las parejas temporales, que son la mayoría en la actualidad, también se reconocen como uniones monógamas. «Monogamias consecutivas», se las denomina. Una pareja con pretensiones de eterna, seguida de otra pareja también con pretensiones de eterna. Son intentos fallidos de perdurabilidad.

Pero ¿qué sucede con la exclusividad? Vamos a parar un instante en esta cuestión porque es central en todo este entramado. Las exclusividades.

Uno de los casos más pomposos en cuestiones de exclusividad sexual a escala planetaria fue la relación entre Bill Clinton, presidente de Estados Unidos, y Monica Lewinsky, entonces becaria de la Casa Blanca. Cuando surgieron los rumores de sus encuentros sexuales (en nueve ocasiones durante el transcurso de un año y medio… nada para tirar cohetes) se pusieron en marcha varias maquinarias simultáneas. Por un lado, criminalizar infinitamente el hecho de haber tenido relaciones sexuales. Por otro, victimizar infinitamente a Hillary Clinton, esposa de Bill. De todas las posibilidades que surgieron en los años del proceso (recordemos que fue una cuestión de Estado que casi llevó a la destitución del presidente), nunca se planteó la posibilidad de que en la relación Clinton & Clinton hubiese un pacto de no exclusividad sexual y de que Hillary estuviese perfectamente conforme con todo lo sucedido. Aun si hubiese sido así, nunca se hubiera podido formular públicamente, pues semejante vía hubiese destrozado la imagen idílica de la pareja presidencial. El amor auténtico, recordemos, implica exclusividad. Así, la pareja Clinton se siguió nombrando como pareja monógama a pesar del hecho de que sus prácticas, consensuadas o no, no eran de exclusividad sexual. De hecho, hay una categoría específica para nombrar la cuestión: infidelidad (lo que se ha denominado clásicamente «adulterio»).

¿Por qué pongo el acento en la cuestión? Porque a pesar de la fuerza que tiene la idea de exclusividad sexual en la definición habitual de la monogamia, es una práctica con una alta tasa de excepciones. Los bailes de cifras y estadísticas, aunque muy dispares entre sí, raras veces bajan de un 30% de infidelidad en parejas casadas. Un 30% que entiende la infidelidad solamente en términos de relación sexual con penetración (porque las estadísticas, como el mundo en general, son falocéntricas y heteromórficas, es decir, con fondo heterosexual y con forma de pene).

¿Qué pasaría si un 30% de personas vegetarianas comiese carne de vez en cuando? ¿Y si un 30% de mujeres heterosexuales tuviese sexo ocasional con mujeres? ¿Y si fuese un 30% de hombres heterosexuales el que ocasionalmente se acostara con otros hombres? ¿Seguirían siendo nombrados como heterosexuales? ¿Y las vegetarianas, seguirían siendo creíbles? ¿Cuándo la no exclusividad adúltera modifica la definición de la monogamia, a partir de qué periodicidad?

La idea de exclusividad no viene a delimitar exactamente las prácticas, a pesar de los esfuerzos de la policía de la monogamia por penalizar, perseguir y desalentar las sexualidades promiscuas, sino que viene a dar marca de legitimidad a un tipo de relación sexual frente a otras posibles eventualidades. Las y los amantes, las infidelidades, los adulterios y toda la variable de denominaciones de lo mismo forman parte de eso que llamamos monogamia. No son otra cosa, no están fuera del sistema, sino que son la excepción que delimita qué está bien y qué está mal, qué es legítimo y qué no, qué es normal y qué es anormal, escandaloso, vergonzoso. Qué es la pareja y qué es el/la amante, con un esquema de lectura de roles, además, extremadamente plano y estable.

Cuando daba los talleres #OccupyLove: cómo romper la monogamia sin dejarnos las tripas ni el feminismo en el intento, proponía un rol playing para tratar de ensayar posibilidades con la asistencia o para poner de manifiesto las dinámicas que tenemos naturalizadas y, por lo tanto, invisibilizadas. Usaba para ello cuatro posiciones, que iban ocupando asistentes según querían poner en marcha alguna cuestión, siguiendo a grandes rasgos la metodología del teatro del oprimido o del teatro foro. Les puse nombre a partir de una película de Pedro Almodóvar: Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón. La idea era: Pepi y Luci tienen una relación. Luci y Bom se enrollan. Las chicas del montón son el entorno. Las especificidades de cada historia las íbamos construyendo con el público. ¿El entorno es amigo de Pepi o de Bom? ¿Cómo cambia su opinión en función de lo uno o de lo otro? ¿Pepi y Luci llevan mucho tiempo juntas? ¿Luci y Bom solo se han enrollado o están empezando una relación? Siempre es interesante ver en qué cambia la historia y la percepción de la posición de estos personajes en función de una cosa u otra, ver qué nos es más fácil de llevar o qué esquema nos resulta más familiar. Por supuesto que esta perspectiva está dentro del marco monógamo, pero la intención de la dinámica era precisamente hacer una foto del lugar en el que estamos para intuir hacia dónde queremos ir.

La primera parte consistía en hacer que el personaje hablase en primera persona sobre cómo se sentía y pedir al público que también pensase cómo se estaba sintiendo ese personaje. He dado tal vez cincuenta talleres de este tipo en todo el Estado español, en ciudades grandes y pequeñas, con diversidad de edades, en centros okupados, en centros cívicos y en universidades, con público mayoritariamente homosexual o mayoritariamente heterosexual, en entornos poliamorosos o no, y una de las cosas que más me han marcado es que jamás, ni una sola vez, nadie ha dicho nada positivo sobre la posición de Pepi. Nunca. Pepi es la encarnación de la cornuda, la engañada, la abandonada. No importa que esté en una relación poliamorosa, no importa que esté hasta el moño de Luci, que es una pesada que necesita mucha atención, no importa nada: no tenemos imaginario para una Pepi feliz ni para la positivación del hecho de estar enamorada de alguien que se enamora también de otra persona. No tener un imaginario construido ni experiencias positivas incorporadas hace extremadamente difícil la vivencia, porque todo el entorno, todos los mensajes que llegan de todas partes convergen en el hecho de que en esta situación no puedes estar bien.

En monogamia, la posición de amante está tan penalizada como la posición de amada no exclusiva. Pero toda esta penalización no evita que la infidelidad esté dentro de los mecanismos mismos de reafirmación de la monogamia. Son estos mecanismos los que generan el terror poliamoroso que hace emerger las relaciones cerradas y exclusivas como la única forma soportable. Hillary Clinton perdonando la infidelidad de Bill es la máxima representación del triunfo del amor por encima de las contingencias de la vida. El amor® se impone incluso sobre los escarceos y es, por supuesto, la mujer la que perdona al donjuán de turno. Cositas del género, ya me entendéis. No siempre es así, y la infidelidad es una causa certificada y reforzada de ruptura, pero también en ese caso, se erige como la gran amenaza hacia el amor de verdad, hacia la forma correcta de construir el amor. Por supuesto, la monogamia también incluye la multiplicidad de afectos. Ya ni nombramos los amores «secundarios», como es el amor a las amistades, a los y las hijas, que no se entienden como amores al mismo nivel. Pero sí incluye el enamoramiento hacia otras personas siempre y cuando no se materialicen en carnalidad, en piel, y queden en la esfera de lo platónico. Así, lo que define la monogamia no es la exclusividad, sino la importancia de la pareja frente a las amantes u otros amores. La jerarquía de unos afectos sobre los otros. La exclusividad sexual sirve como marca jerárquica. Pueden existir otras relaciones sexuales, pero solo una tiene el apoyo social, solo una está certificada como correcta, apropiada. La exclusividad sexual es un compromiso simbólico, es el pago que se hace para adquirir esa legitimidad: «Yo no me acostaré con nadie más, pero a cambio, nuestra relación será superior a las demás, tú y yo tendremos una relación privilegiada, con una gama de privilegios en infinidad de niveles y con una amplia tolerancia, también social, a las violencias adscriptas a esos privilegios».

Cuando pensamos que desmontar la monogamia es eliminar la cuestión de la exclusividad sexual, nos estamos fijando solamente en la moneda, en la herramienta: eliminamos el símbolo del entramado, pero sin tocar ni cuestionar el entramado en sí mismo, cuando lo realmente importante es poder ver qué partes queremos desmontar y en qué orden, y cuáles podemos asumir, cuáles son necesarias, cuáles superfluas, cuáles contribuyen a la violencia y cuáles no. La monogamia no se desmonta follando más ni enamorándose simultáneamente de más gente, sino construyendo relaciones de una manera distinta, que permita follar más y enamorarnos simultáneamente de más gente sin que nadie se quiebre en el camino.

Si no atendemos a la estructura, no solo estamos reproduciendo el mismo sistema con un nombre distinto, sino que estamos añadiendo violencias y dolores a los ya implícitos en el sistema. Pero lo peor de todo es que no está sirviendo para nada más que para crear un rollito divertido y con aires cool que nos durará apenas unos años o unos meses, hasta que no nos queden tripas que desgarrar o hasta que encontremos esa media naranja con la que sí queramos comprometernos y dejemos atrás, definitivamente, nuestros experimentos juveniles poliamorosos, aunque ello conlleve dejar unos cuantos cadáveres emocionales por el camino. Al fin y al cabo, ¡qué es un cadáver más o menos frente a un amor-de-verdad®!

Por otro lado, nadie es poliamorosa por sí misma: el poliamor y las relaciones no monógamas son un logro colectivo. Tener muchas amantes simultáneas se ha hecho toda la vida; incluso con conocimiento de las personas involucradas y a veces incluso con su consentimiento. Jackie Kennedy sabía de la relación de su marido con Marilyn Monroe. Conocía pero dicen que no consentía. El Pescaílla, marido de Lola Flores, conocía la existencia del Junco, el bailaor con el que ella tuvo una relación amorosa durante sus últimos veinte años de vida. Dos décadas, ahí es nada. Conocido, por lo tanto, y de alguna manera consentido o aceptado o asimilado. Para poder hablar de relación no monógama hace falta algo más que la multiplicidad. No es el qué ni el cuánto: es el cómo.