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Lecturas

Espejo rojo, nuestro futuro se escribe en China

Espejo Rojo
30 de marzo de 2021 07:30 h

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La chinificación de la industria digital mundial 

“Cada época impone cadenas invisibles a quien  

la ha vivido. La única posibilidad que nos que 

da es bailar entre nuestras cadenas“. 

Liu Cixin 

En 2018 uno de los cruces más famosos de Zhongguancun, el Silicon Valley de Pekín, se inundó a causa de los incesantes chaparrones caídos sobre la ciudad. Las calles de la zona se convirtieron en ríos crecidos; las fotos y los videos posteados online y publicados en los medios chinos mostraban un rincón de la ciudad completamente sepultado bajo el agua. En el interior de este corte metropolitano, en cierto momento, en la red china comenzó a circular una foto que les pareció a todos capaz de inmortalizar las condiciones de vida de muchos trabajadores de la zona. La imagen mostraba a un joven, probablemente uno de los muchos conmutadores empleados en las startups de la zona, empeñado en controlar su smartphone, sentado sobre un tacho de basura. Probablemente buscaba informaciones online para entender cómo salir de aquel atolladero; o quizás estaba controlando sus propios mensajes en WeChat o quizás estaba pidiendo ayuda a algún amigo suyo. Pero para la mayoría de los trabajadores del sector high-tech chino parecía claro quién era aquel muchacho: uno de los muchos empleados de las empresas más avanzadas y más empeñadas en el esfuerzo de innovación requerido por el gobierno central. Para sus coetáneos y colegas de trabajo era uno de aquellos para los que vale el dicho “nada de sueño, nada de sexo, nada de vida”. Según muchos testimonios recogidos por los medios chinos e internacionales, en efecto, casi todas las personas implicadas en los sectores de punta de la industria high-tech china afirman trabajar y basta.

El “dicho” se basa en otro episodio devenido bastante notorio en la red china. Se trata de una entrevista concedida por una joven pareja a un diario nacional. Los dos jóvenes reconocen que no logran tener un hijo porque cuando vuelven a casa del trabajo están demasiado cansados para tener sexo. En pareja o solos, los nuevos trabajadores chinos no comparten más con sus abuelos y sus padres las fatigas de las minas o de las fábricas en las cuales se producía la manufactura que hizo grande a la China de hoy, pero están sujetos a estrés y ritmos de trabajo igualmente desgastantes, aunque frente a un escritorio en vez que en el corazón de la tierra o en una línea de producción. Sus condiciones de vida y de trabajo son seguramente mejores, así como su salario, pero el esfuerzo que les es exigido es idéntico: deben sacrificar su propia existencia para la riqueza de la nación china. Sin embargo, respecto a sus propios padres y abuelos, esta nueva generación de trabajadores chinos tiene los medios para expresarse y para pedir por sus propios derechos y no sólo eso. Por otra parte, la renovada potencia de China ha terminado por influenciar también a los Estados occidentales: la velocidad con la cual Pekín avanza en los sectores de la robótica y de la inteligencia artificial ha empujado a todo el resto del planeta a adoptar ritmos de trabajo similares a aquellos chinos, llevando a los trabajadores de todo el mundo, que producen los instrumentos tecnológicos con los cuales afrontamos nuestras jornadas, a compartir las mismas penas y a solidarizarse entre ellos.

El tema es central para nuestro futuro, porque también esta vez podría suceder lo que ya sucedió en el pasado: en los años de la “fábrica del mundo”, en vez de llevar los derechos del trabajo a China, las multinacionales y las empresas de medio mundo decidieron aprovecharse de los bajos salarios y de los pocos derechos de los trabajadores chinos para aumentar sus propios beneficios. Así operaron un dumping global, que implicó el cierre de millares de establecimientos en todo el mundo (también en Italia y en Europa, naturalmente); cosa que, a su vez, tuvo un efecto político y social aún más dañino, llevando a la mayoría de las personas que sufrieron la crisis económica a votar por partidos de perfil soberanista, marcadamente identitario, cuando no explícitamente racista.

Por otra parte, en 2018 Mike Moritz, un capitalista de riesgo de Sequoia Capital (la empresa que financió la flor en el ojal de la industria tecnológica estadounidense como Apple, Cisco, Paypal, YouTube) escribió un editorial en el Financial Times titulado “El Silicon Valley haría bien en seguir el ejemplo de China”, en el cual sostuvo que Silicon Valley está obsesionado por discusiones sobre la desigualdad. Una cuestión que a Moritz no parece importarle gran cosa, dado que en su escrito declara explícitamente que –en la práctica– mientras en Estados Unidos se discurre sobre temas inútiles, China, donde “los empleados trabajan durante 14 horas seis o siete días por semana”–, debería ser tomada como ejemplo en cuanto, a la luz de estas consideraciones, “hacer negocios en China es más fácil que hacer negocios en California”. Una vez más, las “características chinas” envuelven al mundo de los emprendedores occidentales, atraídos por la dedicación y la libertad que China concede a los dadores de trabajo.

El eje mundial ya se ha desplazado siempre más hacia el este: como hemos ya constatado con la ciencia ficción, también la producción digital ha visto su primera fase de vida dominada por los Estados Unidos y el Occidente –pensemos en la misma red, la World Wide Web, nacida dentro de proyectos de investigación gestionados por el ejército estadounidense–, mientras hoy es un campo dominado por China. No sólo eso: también los tradicionales equilibrios en conjunto del poder económico se están desplazando. En 2050, en efecto, cuatro de las cinco naciones con los réditos más elevados serán asiáticas. En el primer lugar está China. Los Estados Unidos están terceros. Europa, sólo si la consideráramos como un único país, quedaría quinta. Sin embargo, cuando se habla de trabajo, el marco parece ser siempre el mismo. El mundo ha cambiado, la explotación no.

La cultura del lobo

Peng Simeng es una joven escritora de ciencia ficción y me narró algunos aspectos de su vida precedente como empleada de Tencent, la sociedad que como ya sabemos creó WeChat. En 2016 era una de las muchas product manager de la empresa: cada día el trabajo era muy pesado y cada noche tenía que hacer horas extra. Naturalmente, al mismo tiempo, podía disfrutar un salario decente, una buena posición social, al menos a los ojos de los extraños y, todo sumado, buenas perspectivas de vida futura. Pero tras un largo período durante el cual trabajaba casi como una máquina, Peng Simeng comenzó a percibir “algunas emociones en el corazón que al inicio no eran claras, pero que de a poco fueron creciendo”. Su vida se desplazaba sobre rieles siempre más básicos: comer, beber, hacer shopping y hacer shopping. A esa altura, decidió salirse de esa vida: descubrió la existencia de un concurso literario en internet y participó, eligiendo como ámbito la ciencia ficción. Para ella se abrió un nuevo mundo, en el cual pudo transfigurar su vida pasada a través de la literatura. No son pocos los escritores de ciencia ficción que provienen de una formación científica y que trabajaron largo tiempo en la nueva hilandería china, un nuevo modelo de fábrica, aparentemente más aséptica y menos cansadora.

Según los chinos, los ritmos de trabajo que se imponen en los varios Silicon Valley desparramados por el país nacen y se forman en el interior de una cultura del trabajo que tiene antiguas raíces y que se hunde en la voluntad de ofrecer un servicio a la propia nación. En 2019, Netflix produjo un documental titulado American Factory, un proyecto financiado por los Obama. En el film, una histórica fábrica de la General Motors en Dayton, Estados Unidos, es comprada por una empresa china que produce cristales para el sector automotor. Una de las varias claves de lectura del documental es el shock cultural producido entre los protagonistas en lo que concierne a los ritmos de trabajo y la dedicación a la propia actividad. Según los chinos, en la práctica los estadounidenses (que en mandarín llaman los laowai, término de sabor vagamente despreciativo con el cual en China se denomina genéricamente a los extranjeros) no tienen ganas de trabajar. En un diálogo surrealista entre un trabajador chino y un supervisor estadounidense, el chino queda impresionado cuando descubre que los estadounidenses trabajan ocho horas y que tienen dos días libres por semana. Él, cuenta, tiene un día al mes y, dado que vive lejos de su ciudad natal, sólo ve a su hijo en ocasión del año nuevo chino, cuando tiene toda una semana de vacaciones. Su hijo tiene seis años, él lo vio seis veces.

Pero no sólo eso, porque cuando el boss chino se lamenta con los trabajadores connacionales suyos del incumplimiento de los objetivos prefijados, recuerda que cada chino no trabaja para sí, sino que trabaja para el país. Y en aquel caso los chinos trabajan para demostrar a los estadounidenses que pueden confiar en los chinos, que son capaces de gestionar situaciones complejas, que están en condiciones de hacer trabajar más a los trabajadores extranjeros y, fundamentalmente, que en el trabajo son los mejores de todos. Es importante conocer la cultura del trabajo que domina a las grandes empresas chinas: en primer lugar porque ya China está en todas partes, posee empresas en todo el mundo, muchas de ellas en Occidente, y la actitud china hacia las cuestiones laborales influencia ya la vida de muchos occidentales que trabajan para un patrón chino o a veces directamente para el Estado. En segundo lugar, porque esta aproximación al trabajo no es requerida sólo en la fábrica, sino también en el trabajo aparentemente inmaterial. También en la producción digital, por lo tanto, esta actitud acabará por favorecer, desde el punto de vista de la productividad y de la innovación, a la China del futuro.

Hay una empresa que representa muy bien todo eso y se llama Huawei. Líder mundial de las infraestructuras de red y segundo productor mundial de smartphones –en 2019 superó a Apple y está muy cerca de Samsung–, Huawei es también una de las sociedades más importantes del mundo en lo que concierne al 5G. En Italia la conocemos bien porque, además de tener diversas sedes, estipuló contratos con empresas para instalar el 5G. Dado que, si bien es privada, se sospecha que es muy próxima al Partido Comunista, habiendo nacido por obra de un militar. Donald Trump ha utilizado esta excusa para comenzar una guerra contra Huawei con la intención, si no de destruirla, al menos retrasarla en su desarrollo del 5G. En este momento, sin embargo, Huawei nos interesa por otro motivo. En efecto, fue el fundador de la empresa Ren Zhengfei, quien aproximó por primera vez el nombre Huawei al concepto de “espíritu del lobo”. Eran los primeros años de la década del noventa y, comparando a las multinacionales de la época con los elefantes, Ren Zhengfei dijo que Huawei debía, más bien, desarrollar el “espíritu del lobo”: gran olfato, un instinto competitivo y un afán de sacrificio y cooperación.

Casi veinte años después, en 2011, me encontré por primera vez en una sala de reuniones del megacomplejo de Huawei en Shenzhen donde, baste mencionar sólo para comprender el peso nacional que la empresa tenía ya en aquella época, la salida de la autopista próxima al cuartel general se llama precisamente Huawei. En 2011 la opinión en Europa sobre Huawei, si se conocía su existencia, era más bien negativa. Y, en efecto, sus smartphones parecían y eran de baja calidad. Pero Huawei estaba simplemente estudiando: ya sea los mercados o sus propios productos, o la propia cadena de producción, que hoy es tan ramificada que se le hace difícil incluso a Trump cortar el ganglio vital de su impúdica fuerza.

Aquel día de 2011, un directivo de Huawei fue más bien explícito mientras me acompañaba entre los laboratorios de investigación de la sede. Si el mercado de la Tecnología de la Información (IT) se desarrolla cambiando en la práctica el modo de concebir las soluciones y la relación con la tecnología de parte de todos, hay necesidad de actores completamente nuevos respecto al pasado: “Nosotros somos esta nueva sangre”, me había dicho el directivo, refiriéndose a la voluntad de Huawei de transformarse en un actor protagonista de esta nueva fase.

Entre tanto, justo en aquellos días, Fred Hochberg, entonces presidente de la agencia gubernamental estadounidense US-Export-Import Bank, había acusado a Huawei de utilizar un crédito de 30.000 millones de dólares proporcionado directamente por el banco chino para el desarrollo, con una ventaja no despreciable sobre sus propios competidores, reiterando otra de las acusaciones estadounidenses en relación con las empresas chinas, la de ser financiadas por subsidios estatales. Aquel mismo año Huawei firmaba en Italia un acuerdo de entendimiento con la Telecom. 

Huawei es una empresa sui generis, de rígida disciplina y de organización jerárquica en la cual sin embargo el paquete accionario es gestionado por millares de empleados. El fundador, aquel Ren Zhengfei que logró entrar en el PCCh recién en 1978, ya que su padre pertenecía a los derrotados del Kuomintang, posee sólo el 1,42% de las acciones. A lo largo del tiempo tuve ocasión de conocer a varios managers de la empresa, incluso a aquellos emplazados en las muchas sedes internacionales: a alguno de ellos no pude evitar preguntarles si era verdad la historia de la llamada “cultura del colchón”, según la cual en las oficinas de Huawei había también colchones, para el caso de horas extra excesivas. En las oficinas chinas es un clásico hacerse una siestita después de la pausa del almuerzo, que con frecuencia se consume frente a la pantalla, desgranando arroz, verduras y carne de un lunch box de costo a menudo no superior a los 10 yuan. Terminado el almuerzo, los chinos apoyan brazos y cabeza en la mesa y hacen una pausa de media hora de sueño completo. Según los dirigentes de Huawei que encontré en Shenzhen, el colchón guardado debajo del escritorio, facilita esta costumbre haciéndola más humana y placentera. Una cosa al estilo Google (no por casualidad en el centro de investigación de Shanghai me habían mostrado un metegol y una suerte de espacio abierto “recreativo”). No lo piensan así algunos empleados de la Huawei que, en cambio, han denunciado cómo el colchón, al menos en los albores de la empresa china, servía sobre todo para dormir en la oficina también de noche, para enfrentar ritmos de trabajo siempre más intensos. Esta sería la verdadera “cultura del colchón”.

En 2011 en Shenzhen, frente a la Huawei, estaba la Foxconn, empresa taiwanesa conocida en todo el mundo por ensamblar, entre otros, los productos Apple, y golpeada en aquellos años por una serie récord de suicidios. Mientras me encontraba en Shenzhen, había llegado la noticia de que la Foxconn tenía intención de sustituir a muchos empleados con robots. Se trata de una decisión que nace de un motivo: precisamente los obreros de la empresa taiwanesa habían dado inicio a las luchas globales de los trabajadores high-tech. Es bueno subrayarlo: las luchas de los trabajadores high-tech se iniciaron por primera vez en China, no en Europa o en Estados Unidos. 

Nuestros smartphones y los suicidios

Desde hace tiempo los trabajadores del sector high-tech tal como programadores, ingenieros, “etiquetadores” y los muchos “turcos mecánicos” (los trabajadores que etiquetan las imágenes, los videos y los audios y aquellos que desempeñan funciones para entrenar a las máquinas y la inteligencia artificial) han comenzado a levantar cabeza, dando vida a acciones colectivas en la tentativo de salir de las cadenas atomizantes del trabajo inmaterial. Este nuevo movimiento de trabajadores no nace en Occidente, cuna histórica de los derechos del trabajo, sino que tiene origen en la Foxconn en los años noventa, en China, para luego expandirse a nivel internacional. La Foxconn fue proveedora también de Motorola, Hewlett-Packard y otras empresas bien conocidas en los mercados occidentales. Justo en el momento en que se comenzaba a celebrar el genio del marketing y el diseño de Apple, se ignoraba la cadena de producción, sus costos humanos y sus recaídas sociales. Sabíamos que los productos Apple eran “proyectados” en California y “ensamblados” en China, pero no se conocían las condiciones de trabajo de quien juntaba todos los componentes para permitirnos estar siempre más conectados. 

Como es explicado en En la fábrica global. Vidas en el trabajo y resistencias obreras en los laboratorios de la Foxconn, editado por Devi Sacchetto y Ferruccio Gambino, un trabajador empleado en una de las fábricas Foxconn realiza, por día, de 18.000 a 20.000 movimientos por turno. Lo hace en un puesto de trabajo limitado, minúsculo, aislado del resto de las personas, controlado y vigilado. No se puede reír, no se puede hablar. Se deben alcanzar los objetivos de producción. Si no se lo logra, se trabaja más. Y ese tiempo de más no son horas extra, no es pagado. Luego se va al dormitorio donde no se trabaja pero no se vive ciertamente en libertad. Máquinas, robots [o autómatas], pequeños componentes de procesos tayloristas y fordistas que, traducido al mandarín, significa: reducir los costos del trabajo. Y aumentar los beneficios. Detrás de los autómatas hay una humanidad verdadera, hecha de carne, no obstante sea aplastada por la esclavitud económica y moral, sancionada desde los dormitorios donde el trabajo no desaparece sino que permea y asfixia –a través de la disciplina– cada momento de la propia vida. Sea en la cadena de montaje, sea en los dormitorios, se está sujeto a un orden, a reglas y a un destino bizarro: nos alienamos para producir un bien que después se desea (por ejemplo los smartphones).

La Foxconn es el “sueño al revés” del Silicon Valley: en California los espacios comunes son lugares donde se favorece el compartir con el objetivo de dar vida a nuevos productos. Los espacios compartidos por los obreros de la Foxconn son muy distintos: los trabajadores son alojados en muchas pequeñas habitaciones, incluso de a ocho en unos treinta metros cuadrados y casi siempre tienen un baño externo. Otro elemento relevante del “mundo Foxconn” es, en efecto, aquel relativo al “dormitorio” que no es un lugar de descanso sino la prolongación del banco de trabajo y de la cadena de montaje. En su interior, rige un régimen rígido: obreras y obreros no pueden lavarse por su cuenta la ropa y tampoco usar los secadores de pelo; a las 23 como muy tarde deben haber regresado al dormitorio porque en caso de transgresión incumbe el castigo. Las relaciones sociales son despedazadas. 

Así es como se desarrolló el modelo de crecimiento chino, en su fase de “fábrica del mundo”: uniendo la velocidad de ejecución, la sumisión y la atomización. Por las condiciones en las cuales viven los trabajadores, hay obviamente mucha rotación en las fábricas Foxconn: no es un problema encontrar a alguien en un país de 1400 millones de habitantes. La Foxconn hace funcionar sus fábricas 24 horas al día, a través de dos turnos: de las 8 a las 20 y de las 20 a las 8, el 73% de los empleados trabaja más de diez horas. La percepción de los trabajadores, como lo revelan sus testimonios, es la de ser una suerte de granito de polvo a merced de la rotación: si uno se rehúsa a esos ritmos de trabajo, habrá siempre alguien dispuesto a aceptarlos. Aceptar los ritmos significa también aceptar el ambiente en el que se trabaja: un libreto con las normas de comportamiento, que suena como las citas militarescas y parafascistas de Terry Gou, el jefe de la empresa, donde se lee que “los subordinados deben absolutamente obedecer a los superiores”. Se trata de indicaciones que todavía hoy están en vigor, según testimonios de trabajadores de las fábricas Foxconn. Entre enero y diciembre de 2010, en la Foxconn, hubo 18 intentos de suicidio con 14 muertos y 4 heridos. Esta “serie de saltos”, como fue bautizada por los medios, acabó por atraer la atención mundial sobre la empresa taiwanesa. 

Justo mientras se denunciaba la condición de vida de quienes ensamblan nuestros smartphones, el 3 de enero de 2012 los trabajadores de la Foxconn se levantaron en una protesta en verdad impactante: algunos de ellos amenazaron tirarse de lo alto del edificio de la fábrica si los directivos no resolvían las cuestiones salariales. Antes de esta resonante provocación, muchas otras huelgas y reivindicaciones habían diferenciado a las fábricas Foxconn. Se había tratado de protestas organizadas con el pasapalabras, a través de los smartphones y las aplicaciones: el objeto producido y deseado por millares de obreros se había transformado en un instrumento en condiciones de permitir la organización de una suerte de resistencia.

La Foxconn fue una suerte de pionera, no sólo por haber sido la primera fábrica high-tech china (y del mundo) donde los trabajadores protestaron. Dio también inicio a la chinificación del mundo del trabajo, al menos en los países donde se estableció y de los cuales se sabe muy poco, como Turquía, Rusia, Hungría o República Checa, donde se está desarrollando una importante industria electrónica. La Foxconn pudo expandirse y producir para el mercado occidental utilizando el más prestigioso sello Made in EU, pero exportando su propio modelo de trabajo y acabando por lo tanto por imponer salarios promedio inferiores a aquellos precedentes. Como en China, además, la producción se basa en la velocidad de ejecución. Los jefes de sector y jefes de línea de producción colocan a los trabajadores bajo presión para mantener elevado el ritmo productivo. Los turnos son de 12 horas, las condiciones de trabajo y las presiones llevan a un elevado número de accidentes e infortunios. Y también en la República Checa para los internados (que constituyen el 60% de los ocupados) existen los dormitorios. 

Parece otra época, hoy casi nadie habla más de estos ritmos y de estas condiciones que sin embargo nunca se terminaron, no obstante las protestas y la exposición mediática de la empresa taiwanesa: según el reporte de agosto de 2019 del China Labor Bulletin (una organización no gubernamental fundada por un sindicalista chino exiliado en Hong Kong tras los hechos de 1989), Foxconn habría empleado en la mayor fábrica de iPhone en Zhengzhou, en China, más de la mitad de la fuerza de trabajo como contrataciones temporarias, en su mayoría estudiantes (acusación que a lo largo de estos años se repitió con relación al coloso taiwanés fundado por Terry Gou). Y sin embargo, la Foxconn y las protestas de sus obreros acabaron fuera del radar de los medios occidentales por dos motivos principales: porque el desarrollo de la inteligencia artificial, aplicaciones y plataformas dio vida a nuevas formas de explotación, a las cuales siguieron nuevas formas de movilización. Y porque en muchos casos los robots están de a poco sustituyendo el trabajo humano en las líneas de producción, trayendo nuevas cuestiones fundamentales para el futuro de muchos trabajadores. También, como veremos en el último capítulo, no se trata de un fenómeno completamente agotado, al contrario. La nueva frontera del capitalismo parece ser una forma de “extraccionismo” que no habíamos jamás contemplado, en la cual es el ser humano el que deviene en recurso del que se obtiene nuevo valor. 

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