Entrevista

José Luis Juresa: “El psicoanálisis no es un consuelo terapéutico y por eso es resistido”

Lejos de las soluciones simplistas y cerca de las preguntas. Más interesado en pensar en la escucha como una forma de lectura que en las respuestas apresuradas. Con citas a nociones de Sigmund Freud y de Jacques Lacan y también a canciones de Charly García, Gustavo Cerati y John Lennon en quien encuentra un sorprendente costado freudiano. En su reciente ensayo La realidad por sorpresa (Paidós, 2024) el psicoanalista argentino José Luis Juresa elige el camino de los cruces inesperados para leer –o releer– nociones de la experiencia psicoanalítica que han sido muchas veces confundidas, mezcladas o materia de algún malentendido. Con ese material que pareciera a priori inoportuno, el psicoanalista, como señala su colega Alexandra Kohan en el prólogo de la publicación, transita senderos para construir un libro “escrito por alguien que está pensando, mientras escribe, la pulsión, el amor, el cuerpo, el deseo, la erótica de la vida”.

A partir de un intercambio por escrito, Juresa habló con elDiarioAR acerca de lo que se espera del psicoanálisis y de los psicoanalistas en tiempos de vértigo, de qué debería hacer esta práctica para mantenerse al margen del mercado y también de las resistencias que en algunos casos sigue suscitando.

– En el capítulo Memoria, podemos leer que el analista no se asume como “el curador”, sino como aquel que “da paso” y da tiempo al despliegue de las palabras del analizante. Al mismo tiempo, a lo largo de todo el libro podemos ver el rol central que la sorpresa tiene para el psicoanálisis. ¿Es posible seguir dedicándose al psicoanálisis y seguir reivindicando sus sorpresas en tiempos de búsqueda de soluciones rápidas, de discursos cada vez más precocidos y anclados en supuestas certezas?

– Esa es precisamente, a mi entender, la potencia del psicoanálisis: dar tiempo. No existe esa posibilidad en otros discursos. Quiero recordar que “discurso” en psicoanálisis equivale a lazo social. El discurso analítico es un lazo social en el que el tiempo está al margen de lo que el reloj y el mecanicismo capitalista reivindican como principios esenciales de su funcionamiento, que son la eficacia y la productividad. En esos términos, perder tiempo es un “pecado”. Para el psicoanálisis, en cambio, el tiempo del reloj literalmente no existe. Obviamente, nadie se queda en el consultorio un día entero hablando, pero podría pasar. Así como podría pasar quedarse unos segundos, y, de hecho, pasaba con Lacan, por ejemplo. El tiempo que nos interesa es el de la sorpresa de la aparición del sujeto del inconsciente, y allí, para Freud, no hay tiempo. Esto relaja la corrida y la permanente ansiedad en la que vivimos socialmente por no perder el tiempo, perseguidos por el reloj. Para el discurso analítico, perder el tiempo desde el punto de vista de la productividad capitalista redunda en una ganancia de saber acerca de algo que nunca se “aprehende” en por el apuro eficientista: saber vivir. Obviamente no es un saber de manual, es un saber singular que precisa tiempo para desplegarse y “armarse” como tal, tiempo que puede equivaler a una vida. Quiero decir que ese tiempo dedicado a esa exploración equivale a la vida, en los términos en los que la vida es “vivida” y no una mera expresión biológica.

– ¿Por qué cree que popularmente se espera de alguna manera que el psicoanálisis ofrezca una suerte de consuelo en lugar de sorpresas o preguntas nuevas?

– El psicoanálisis no es un consuelo terapéutico y por eso es resistido, entre otras causas. Eso significa que el deseo no se detiene en un objeto que alguna vez tuvimos y ya no tendremos más, y la consiguiente pregunta –de interminable respuesta– acerca de quién se lo robó, quién me lo quitó, dónde se perdió, o cómo podría sustituirlo. Armamos una mítica en torno a un objeto que nunca estuvo, un destierro originario y una novela de nuestro andar por el desierto buscando el paraíso del que nos perdimos, el que nos correspondía, el que nos fue prometido y por algún tipo de problema personal no llegamos a reencontrar. Pero lo que hallamos en esos intentos es la falla de la identidad, nos reencontramos una y otra vez con la diferencia entre un supuesto “original” inhallable y aquello con lo que nos vamos topando en la vida y que descartamos en un permanente “no es eso”. ¿No será entonces que en lugar de consolarnos con que “no es igual, pero es parecido”, como si siempre tuviéramos que conformarnos con una vida falsa, deberíamos darnos cuenta de que en ese desencuentro con la identidad está la clave? La clave es esa diferencia, y eso es lo que se repite una y otra vez. No se trata de una falla del individuo por la que creemos que somos un fracaso o unos perdedores, sino que esa es la estructura en la que el deseo se fundamenta. El deseo no busca consuelo, solo busca desplegarse abriéndole los ojos al hecho de que no hay objeto que lo colme de manera definitiva y única. Esa sería la identidad, en el sentido de lo idéntico: tal o cual objeto es idéntico a mi deseo. No, lo que reencontramos una y otra vez es la diferencia por la cual la distancia entre lo buscado y lo hallado se mantiene. Hay que dejar de melancolizarnos en los consuelos con los que tendemos a pensar que podemos perfeccionarnos para dejar de tener esas fallas que nos impiden ser felices. La falla es el fundamento.

El discurso analítico es un lazo social en el que el tiempo está al margen de lo que el reloj y el mecanicismo capitalista reivindican como principios esenciales de su funcionamiento, que son la eficacia y la productividad.

– Uno de los puntos de partida del libro tiene que ver con lo que usted describe como “aparatos de memoria” externos, artificiales, extrahumanos. ¿En qué consisten? ¿Por qué por un lado resultan necesarios para las personas y, al mismo tiempo, son muchas veces las fuentes que generan malestar?

– Es imposible pensar la existencia humana al margen de la memoria. Esta tiene distintos soportes. En el libro escribo sobre los soportes “externos” en donde la humanidad, con el aumento de la complejidad de la organización social-económica, precisó poner la información en archivos como tablillas, papiros, papel, tinta, y ahora en el soporte digital. También necesitó desarrollar tecnologías de recuperación de la información, cada vez más veloces, como lo son ahora las computadoras, y pronto lo serán, aún más, las computadoras cuánticas. Esa es la memoria “externa”. Pero también habita en nosotros una memoria que tiene por soporte el cuerpo y que no se puede “dominar” y “administrar” tan fácilmente como la de los archivos externos. Es una memoria que se enlaza a las generaciones y a las culturas precedentes a la vida del individuo poseedor del cuerpo, de la que no tenemos cabal idea, y que solo “aparece” por sorpresa, por fuera del individuo y su intento soberano de dominación, e incluso aparece a su pesar. El cuerpo es un “territorio” paradojal habitado por una memoria indomable porque no está “organizada” y disponible como la de los archivos externos de los que hablaba antes, sino que es una memoria que se reescribe en el acto de leerse, no es una memoria antecedente, legible como un texto escrito en el papel, sino que es una aparición de lectura, la aparición de un poema como decantado de lo indecible, tal como lo son los poemas y el arte en general. Ese arte y ese poema decantado del acto analítico de leer a nivel del inconsciente más estructural, se integra a la vida del sujeto como un saber acerca de su propio “vivir”. Hay una relación íntima entre esa memoria y el lector, que es el analista. Las condiciones de ese leer son muy particulares, y las desarrolló muy bien hace más de 20 años el psicoanalista hispanoargentino José Slimobich, de quien fui su analizante y alumno. En el libro trato de profundizar en esto. Lo que aquí puedo decir, en el espacio de esta entrevista, es que hay una alienación entre esa memoria “externa” que nos somete a la velocidad de la información en servicio de la productividad y el rendimiento, que es una memoria del sistema, y esa memoria del cuerpo, que tiene otra temporalidad, como lo dijimos al principio. El analista es un lector de esa memoria del cuerpo, y se atiene a la relación entre la letra y el cuerpo.

– En el libro se destaca a la noción de pulsión como uno de los conceptos centrales del aparato conceptual freudiano ¿Podría explicar por qué?

– La pulsión es una fuerza muy especial, ligada a la causalidad psíquica, quiere decir que es una “fuerza” con la que se explica la existencia humana y sus motivaciones para perdurar y persistir e insistir como tal. No es poca cosa. Freud la coloca como una fuerza en la frontera entre lo psíquico y lo corporal, o lo somático, para ser más precisos. La realidad humana –esto es una redundancia, la realidad es humana– se explica a través de esta fuerza. Tenemos a la física que aísla y explica la existencia de otras fuerzas de la llamada “naturaleza”, fuerzas que explican el movimiento de los cuerpos a escala macrocósmica y también a nivel de las partículas elementales del átomo. ¿Qué causa el movimiento de “los cuerpos” humanos y su realidad? Paradojalmente, la propia física de partículas encontró que la idea de la objetividad o de la realidad objetiva no existe, como si se acercara al psicoanálisis, a través de la mecánica cuántica, que es la teoría con la que funcionan todos los aparatos electrónicos que hoy dominan nuestra vida moderna. Por lo tanto, es interesante encontrar que de lo que hay que hablar, antes que de la “naturaleza”, es de “la realidad”, en la que la propia ciencia tiene su lugar, ya que también es un producto humano. Esto tiene consecuencias alucinantes que resuelven cuestiones absurdas, como la de aquellos analistas posteriores a Freud, que buscaban “objetivar” la realidad del ambiente del consultorio a través de una asepsia también absurda mediante la inmovilidad de los objetos que decoraban el consultorio, siempre los mismos, o la vestimenta del analista, siempre la misma, y su semblante, impertérrito y silencioso. Es un remedo un tanto absurdo de una “objetividad” imposible que el psicoanálisis ni siquiera requiere. Lacan fue tan “rebelde” a este absurdo que hasta quizás incluso sobreactuaba esa “rebeldía”, con los cortes de sesión breve, su gestualidad, tan distinta en cada caso que atendía. La realidad del análisis es una realidad “de a dos” en la que también cabe la realidad contemporánea. Nada que ver con la idea de una objetividad clásica.

– Otro malentendido que se desanda en el libro tiene que ver con el síntoma. Allí subraya que el psicoanálisis no se desespera por hacerlo desaparecer. ¿A qué se debe este malentendido? 

– Al mismo problema mencionado antes, lo de la eficiencia y la productividad. Si somos “profesionales de la salud” entonces ¿qué tenemos que “producir”? Salud. Por lo tanto, si los síntomas son la enfermedad, entonces lo que hay que hacer desaparecer de inmediato para producir salud son los síntomas. Ahora bien, si somos psicoanalistas, sabemos que la “salud” mental deviene de otra cosa que no es el inmediato y pragmático borrado de los síntomas, sino del despliegue de la verdad que el síntoma “cifra” como si se tratara de un jeroglífico, de una lengua muerta-viva que busca un cuerpo que la devuelve a la existencia actual, a una traducción que le permita desplegarse en las condiciones de la vida contemporánea. Los síntomas son como la expresión de una vida que no puede hacerse en el tiempo que nos toca vivir, una solución de compromiso entre las exigencias de esa imposibilidad y la de mis deseos de estar en el mundo que me ha tocado. ¿Cómo voy a querer borrar semejante joya arqueológica y antropológica? Los analistas, antes que “profesionales de la salud” – que legalmente lo somos, porque tenemos títulos habilitantes para poder ejercerlo – somos lectores de jeroglíficos, lectores de lenguas medio muertas y vivas, tal como la pulsión que Freud dividió entre pulsiones de muerte y de vida. Y que nos habitan mezcladas.

La realidad del análisis es una realidad “de a dos” en la que también cabe la realidad contemporánea. Nada que ver con la idea de una objetividad clásica.

– “Podemos ser nuestros propios devoradores, nuestros propios consumidores, organizar nuestra vida y nuestros movimientos en función de un desgaste medido por el consumo (...)”, según se puede leer en la conclusión del libro, mientras que el psicoanálisis se ocupa de “lo inconsumible”, “del carozo de la aceituna”, “de lo Real que se resiste al consumo”. ¿Qué hace que el psicoanálisis se mantenga al margen? ¿Cómo se sostiene sin convertirse en un producto más?

Gran tema. Es responsabilidad de los analistas no hacer que el psicoanálisis sea otro consuelo, es decir, otro producto para el consumo y la satisfacción de corto alcance que luego busca la renovación del producto, el cambio de envase, para repetir la acción de consumir. Para eso, los analistas se tienen que orientar por lo Real. Esto significa que el analista, por su deseo de analizar, pone lo simbólico en una relación de tensión con lo Real, es decir, con el límite por el que, afortunadamente, no se puede saber todo, ni prevenir todo, ni elaborar todo. El famoso concepto de “trauma” freudiano es estructural y tiene que ver con este límite. Fue por eso que Freud abandonó la teoría originaria del trauma ligado a algún tipo de abuso de parte de los adultos a los niños. El “trauma” está en el origen de la estructura psíquica, y es inanalizable en los términos de la reducción a cero de ese imposible –lo Real– por obra de un trabajo simbólico de elaboración que finalmente haga que se “sepa todo de uno mismo”. Eso sería retornar al individuo, cuando el psicoanálisis recupera al sujeto, es decir, a ese individuo dividido entre su conciencia y lo inabarcable de la historia que llega hasta la causa de su existencia. El individuo tiende, en cambio, a sentirse acabado y realizado cuando termina de construir una versión de su autonomía, de su origen “autosustentable”, y así no deberle nada a nadie, y considerarse a sí mismo artífice de su ser de individuo. Es absurdo. El individuo construye un mundo sin otros, en cambio el psicoanálisis se basa en la existencia previa de un Otro que es la lengua, y, como tal, el decantado de la historia y la evolución de la existencia humana.

Cada tanto asistimos a una especie de despedida o de certificado de defunción otorgado al psicoanálisis. ¿Por qué cree que ocurre esto? ¿Por qué considera que insisten esos discursos?

– Porque el psicoanálisis no se adapta a los discursos pragmáticos que hablan de resolver las cosas ya mismo, incluso antes de que los problemas existan. El ideal de ese pragmatismo, a ese nivel, es el de un mundo sin problemas, y lo que el psicoanálisis dice es que, en primer lugar, el mundo no existe, en el sentido de una redondez, de un conjunto en el que todo está adentro y nada afuera; al contrario, el psicoanálisis disuelve la idea de un adentro y un afuera para inaugurar un circuito de pensamiento, al que podríamos denominar “circuito pulsional” que recorre el adentro y el afuera como partes de una misma superficie. Paradójicamente, en ese “mundo” que lo globaliza todo y en el que hay cada vez más “mundo”, tenemos cada vez más problemas, que no son tales sino más bien son calamidades. Los problemas son parte de la vida, pero se los asocia a la calamidad, y el sentido más pragmático de la vida que promueven recursos del sistema como la publicidad, por ejemplo, es que una vida sin problemas es posible, un mundo de puro confort y comodidad. El deseo incomoda, y el deseo es el principio de la lectura freudiana. Renunciar el deseo genera depresión, y esa es, tal vez, la calamidad más extendida del mundo contemporáneo. Recuperemos la capacidad de tener problemas sin desesperar por resolverlos ya mismo, porque el apuro, la precipitación, la acción desmedida y autosuficiente, es decir, la acción por la acción en sí nos convierte en ratoncitos que no se enteran de que corren y corren solo para hacer girar la rueda, sin darse cuenta de que siempre están parados en el mismo punto, a pesar de toda la acción que despliegan. El psicoanálisis apuesta por dar el salto y vernos en dónde nos estábamos cansando y desgastando, en dónde movíamos la rueda del “mundo” sin que nosotros nos movamos un milímetro. Y eso es imperdonable para los que forman el “mundo”. Tal vez por eso, entre otras cosas, siempre está firmado y extendido el certificado de defunción del psicoanálisis, a la espera de que alguien lo tome de forma definitiva.

AL/MG

Sobre el autor

José Luis Juresa nació en Argentina. Es psicoanalista y escritor. Fue miembro de la Escuela Abierta de Psicoanálisis y del Espacio Psicoanalítico Contemporáneo. Ha colaborado con la revista Letrahora y con el diario Página 12. Publicó varios libros en colaboración o en solitario como Lacan: la marca del leer, Psicoanálisis: los nuevos signos, Auschwitz con Hiroshima, Gérard Haddad: un periférico del psicoanálisis, entre otros). Fue reconocido con el premio Lucian Freud de ensayo psicoanalítico en 2013 por su trabajo Clarice Lispector y la historia de una transformación. Escribe desde hace varios años artículos para diversas revistas digitales como Polvo, Ají, Sin Tesis y Fixiones. Es miembro fundador junto con la psicoanalista Alexandra Kohan del grupo de investigación y lecturas Psicoanálisis: zona franca. En 2023 publicó, en coautoría con Fernando Rabih, la novela Dakota.