Desde la década de 1970 hasta hoy José Pablo Feinmann fue uno de los grandes ventiladores mecánicos del escenario cultural argentino. A partir de entonces –seguramente mucho antes−, pensar y luego existir fueron los modos que prefería su inteligencia para regocijarse.
Tentacular empedernido, manejaba con parecida destreza la literatura, el guión cinematográfico, la ensayística, y la comunicación, entre otros planetas menores y estrellas fugaces. Tan rebosante de colores y matices es su obra, que uno no puede menos que pensar que Elena de Albuquerque, su madre brasileña, jamás dejó de transitar por su sangre como una sonámbula amazónica y cromática.
Como lector de su literatura y de (parte de) sus ensayos, con cada obra se desencadenaban en mí o un pacto de sangre, o uno fáustico o uno sacrificial. Por poner tres ejemplos: mi sangre se mezcló con la suya en “La astucia de la razón”; permití que me sorprendiera el demonio en “Peronismo”; y juré no volver a leerlo con “Timote”. Pero sólo por decir algo, porque su talento, cuando se lo buscaba, ya estaba colibriando ante otra flor, concentrado y vigoroso. Era cuestión de esperar para conocer el genoma del nuevo pacto que, indefectiblemente, volvería a celebrarse. Si Diego dijo, “… lástima a nadie, maestro”, él hubiese dicho “… indiferencia no, señoras y señores”. Nunca lo dijo porque nunca le pasó.
Hay obras que funcionan como un reloj de ambiente, como por ejemplo “Últimos días de la víctima”, exacta, con sus paredes chorreando partículas adheridas de humo de cigarrillo. Otras, que dejan la sensación de que las escribió un adolescente tardío e incandescente, que cuando empezó con ellas no sabía lo que le era imposible hacer, y precisamente en esa ausencia de límites estaba la autorización: se salta de un destello a un cono de sombra, como en “La crítica de las armas”. Y, finalmente, soliloquios referenciales (entre la infidencia y el manual de auto ayuda), como “El flaco. Diálogos irreverentes con Néstor Kirchner”.
Pero –me imagino que escribía sacando afuera lo que le pasaba adentro− era un hombre capaz de soportar una enorme cantidad de incertidumbre, y no resultaba infrecuente que en lo ordinario e insulso encontrara algo extraordinario. ¿Qué somos los argentinos sino dispositivos capaces de transitar eludiendo el derrumbe de las certezas?
Yo lo admiré y me enojé, conforme pasaban los años. En las diversas lunaciones, naturalmente, predominaban distintas deidades. Sin embargo, tal vez porque han pasado los años, persistió la admiración.
De esa acción, valorar, quedar boquiabierto, uno siempre pide más, como si con ella no bastara. Entonces, la obra empieza a anegar las orillas de las personas, el juicio se vuelve hacia conductas reales o imaginadas, y esa “negra leche del alba” (Celan) termina por inundar los trabajos y los días. Tarde se aprende esta verdad amarga, y no siempre se la aprende. Sentirlo es sanador, pero no por ello deja de ser tardío.
José Pablo Feinmann fue un filósofo, un cinéfilo, un escritor, un pensador irrepetible. Esas cosas se dicen de aquellas personas que no tienen parangón, lo que habla de lo poliédrico de su tránsito por cada una de las disciplinas. No hay ninguno igual que él, que el pulmotor del escenario cultural argentino. Vaya uno a saber si habrá otro con esa desmesura, con esa curiosidad, con semejante fuerza y necesidad de satisfacerse, todo lo que cuajaba en lo que deja tras su tránsito.
Cuando toca estar a cargo de la inscripción en el libro parroquial, como en este caso, uno casi siempre se pregunta lo mismo: “¿por qué no se lo dije cara a cara, con la emoción de la contigüidad?”. Quizás en el arte de su obra haya una respuesta para esa pregunta.