El 2 de septiembre de 1878 la Unión Tipográfica Bonaerense declaró una huelga, la primera de la historia argentina lanzada por una organización sindical. En los siguientes años, cigarreros, empleados de comercio, yeseros, peones de aduana, panaderos y empleados telefónicos realizaron medidas similares. Dos décadas más tarde, en 1902, la Federación Obrera Argentina impulsó la primera huelga general en rechazo a la ley de Residencia.
En mayo de 2019 la Confederación General del Trabajo llevó adelante la quinta huelga general contra la política económica del gobierno de Mauricio Macri. El reclamo contó con la participación del resto de las centrales sindicales y de organizaciones sociales que agrupan a trabajadores de la autodenominada «economía popular». Para entonces las acciones de protesta de los sindicatos eran una de las expresiones más extendidas de la conflictividad social.
A lo largo de estos 140 años las luchas de los trabajadores atravesaron distintas etapas, con ciclos de alza y baja, con mayores o menores niveles de institucionalización, articulándose con el aparato estatal o enfrentando una represión con niveles de violencia extremos. El denominador común fue una activa presencia de la organización colectiva de los trabajadores bajo formatos y estrategias disímiles, pero en todos los casos ineludible.
Sin embargo, en las últimas décadas este accionar intentó ser invisibilizado. En los años noventa, al calor de las tesis que postulaban globalmente el fin del trabajo, el estudio de las estrategias de organización y acción sindical pasó a un segundo plano y el centro de atención se trasladó a los conflictos motorizados por los «nuevos movimientos sociales», donde se encontraban organizaciones campesinas, indígenas, ambientalistas, de derechos humanos, de mujeres, de trabajadores desocupados. La clase obrera organizada sindicalmente pasaba así a ocupar un lugar secundario, cuando no inexistente.
La rebelión popular de diciembre de 2001 pareció reforzar esta lectura. Las protestas incluyeron un cuestionamiento al sistema político en su totalidad, simbolizado en el «que se vayan todos», que también habría alcanzado a los dirigentes sindicales, quienes aparecían asociados a lo «viejo» que definitivamente comenzaba a ser dejado de lado. La falta de una dirección sindical en la insurrección del 19 y 20 de diciembre contribuyó a sostener los discursos sobre la ausencia de la clase trabajadora organizada sindicalmente, pese a que tan solo unos días antes, el 13 de diciembre, se había llevado adelante una huelga general contra el gobierno de Fernando de la Rúa.
En los primeros meses de 2002, los «nuevos» actores sociales continuaron ocupando un rol central en la agenda política y social con experiencias como las asambleas populares y las fábricas recuperadas. Ello fue acompañado por una modificación de los temas de investigación en ciencias sociales, en los que las experiencias de lucha de los trabajadores y sus organizaciones gremiales quedaban relegadas. Si la clase obrera y el conflicto capital-trabajo habían perdido su centralidad como categorías analíticas para dar cuenta de los fenómenos que se observaban en la organización política, económica y social de nuestro país, era lógico esperar que el estudio de las formas de organización y acción sindical perdiera interés.
No obstante, pocos años más tarde el sistema político comenzó a relegitimarse a través de una nueva experiencia de gobierno del peronismo, y la clase obrera habría «reaparecido» tras una fugaz ausencia y con ella las organizaciones sindicales y la lucha de clases. En particular se ha planteado, desde perspectivas no siempre coincidentes, que estaríamos frente a una «revitalización sindical» originada en el cambio de la orientación política del gobierno nacional a partir del año 2003 o, en forma más específica, en modificaciones en el tipo de «intercambio político» entre las organizaciones sindicales y las autoridades gubernamentales.
La reaparición de estos problemas contribuyó a poner en debate nuevos interrogantes. ¿Cuáles son las razones que explican esta «revitalización»? ¿Qué formas, nuevas y viejas, utilizan los trabajadores en sus luchas? ¿Qué continuidades y rupturas existen con relación a la dinámica de acción y organización de los sindicatos durante las décadas previas? ¿Qué razones se encuentran por detrás de los cambios en la relación entre el Estado y las organizaciones sindicales en las últimas décadas?
A fin de responder a estos interrogantes que todavía permanecen abiertos, es necesario releer algunos trabajos clásicos sobre la organización sindical en Argentina. Aun así, la mayoría de ellos no registra sus cambios en el largo plazo, posee un pronunciado sesgo hacia el análisis de los vínculos institucionales entre los sindicatos y el Estado y subestima el impacto de las modificaciones en las relaciones de fuerzas sobre las estrategias de acción y organización colectiva. En efecto, la estructura económica en muchos casos aparece como un mero contexto en el cual se enmarca la actividad de los trabajadores organizados sindicalmente y, al prevalecer los estudios centrados en el corto plazo, las variables económicas se representan en forma estática, sin distinguir los rasgos que responden a tendencias de largo plazo o a razones coyunturales.
El objetivo de este trabajo apunta a dar cuenta de estos problemas. Para ello incorpora una mirada de largo plazo en la revisión de las relaciones entre el Estado y los sindicatos, y describe el impacto de los cambios en las relaciones de fuerzas sobre las características de la estructura sindical, en particular del sistema de sindicato único por rama de actividad, y la dinámica y contenidos del sistema de negociación colectiva.
El punto de partida de este análisis es el proceso de institucionalización generalizada de las organizaciones gremiales a mediados de los años cuarenta y su desarrollo se prolonga hasta la crisis de 2001, momento que constituye el antecedente directo de las actuales discusiones en torno a la recuperación de la actividad sindical. En este punto se puede señalar, a modo de hipótesis, que la trayectoria de la estructura sindical y la negociación colectiva habría estado fuertemente condicionada por los cambios en las relaciones de fuerzas, donde se condensaron los determinantes provenientes de la estructura económica, de los aspectos políticos del vínculo Estado-sindicatos y de las tensiones inherentes a la forma en la que se consolidó la estructura sindical.
En dicho recorrido pueden distinguirse dos grandes etapas. En la primera, que se prolongó hasta mediados de los años setenta, la estructura económica dispuso condiciones cada vez más favorables para la acción de los sindicatos, potenciadas por su estructura organizativa (sindicatos verticales con una fuerte implantación local) y por su capacidad para canalizar la representación política de los trabajadores. En consecuencia, los sindicatos obtuvieron conquistas institucionales (el reconocimiento estatal del sistema de sindicato único por rama de actividad, la negociación colectiva centralizada y la administración del sistema de obras sociales) e impusieron fuertes límites a los empleadores en la regulación de las condiciones de compraventa y consumo productivo de la fuerza de trabajo.
Por el contrario, en la segunda etapa se experimentó una reversión. Los sindicatos defendieron exitosamente sus reivindicaciones institucionales, pero sin impedir que los empleadores removieran los límites que dificultaban una mayor intensificación en la utilización de la fuerza de trabajo. Este retroceso se explicaría por los cambios en la estructura económica y la derrota de la clase obrera en los años setenta, que instauraron condiciones crecientemente adversas para la acción colectiva. A su vez, la persistencia de aquellas conquistas institucionales se vincularía con la dinámica de las relaciones políticas entre el Estado y los sindicatos y, en particular, con los cambios en el vínculo entre estos y el peronismo desde comienzos de los ochenta.
Esta tendencia parecería haberse modificado a partir de la crisis de 2001. En cierto sentido podría decirse que la relación entre el Estado y los sindicatos habría experimentado, en las primeras dos décadas de este siglo, una nueva reversión parcial. Si bien esta etapa formalmente excede los marcos de este trabajo, la tentación de abordarla es grande. Sobre ella, y en particular sobre las especificidades que se desprenden de un nuevo cambio en las relaciones de fuerzas, volveremos en el último capítulo.