El pasado perpetuo
La Argentina fue sediciosa antes de ser la Argentina.
Desde el siglo XVI, el Tribunal de la Inquisición con sede en Lima estaba comprometido con la imposición de la fe católica en América. No solo se trataba de convertir indígenas en cristianos. Al presidente del Tribunal, Francisco Verdugo, le inquietaba la contaminación religiosa que la propia Europa traía al otro lado del Atlántico, penetrando sus bordes menos custodiados. Desde 1601, insistía con la necesidad de controlar a las flotas portuguesas que, con su influencia “judaizante”, salían de Lisboa y llegaban a Buenos Aires tripuladas por flamencos, ya fuera judíos, protestantes o moros, ajenos al catolicismo, refugiados en la libertad religiosa de los Países Bajos.
Fingiendo que transportaban vino o sal, estos personajes traían en pipas “libros e imágenes que metían a escondidas en casa de algún vecino para extraerlas después y enviarlas tierra adentro”, decía Verdugo. Desde España, la Inquisición confirmaba: “Aquí se ha entendido que a esos reinos y provincias pasan algunos herejes de diferentes naciones con ocasión de las entradas que en ellas hacen los holandeses y que andan libremente tratando y comunicando con todos y tal vez disputando de la religión”. Llegaban al Río de la Plata para “introducir sus sectas y falsa doctrina entre la gente novelera, envuelta en infinidad de supersticiones”. Para todo esto, Verdugo pedía y proponía eficaz remedio, ya fuera la creación de una sucursal del Tribunal en Tucumán o el refuerzo de soldados realistas en la zona del Río de la Plata. Los españoles esperaban que, así, la disposición nativa se doblegara bajo las dos posibilidades que ofrecía la Inquisición: la conversión o la pira, “conforme a derecho y severidad de los sagrados cánones […] antes que lleguen a ser mayores los inconvenientes”.
Desde bordes geográficos o sociales, el peligro de ideas que fomentaran la sedición siguió acechando los equilibrios básicos del orden en los siglos siguientes. La obsesión de las autoridades y de las élites políticas o religiosas con ese peligro se acentuó cuando esta vaga zona del sur del continente dejó de ser la parte remota de un virreinato para transformarse en la capital de otro nuevo. Y se incrementó aún más cuando el mundo colonial colapsó y la propia idea de orden político se tradujo en instituciones, identidades y decisiones que conformarían la nueva nación. Algunas veces, como durante buena parte del siglo XIX, los cimientos de esa nación eran tan precarios que la amenaza al orden se constituyó en el orden mismo. La figura elegida por una parte importante de la élite heredera de la Revolución de Mayo para designar a esa realidad acechante fue la de “barbarie”, una forma política premoderna en la que líderes despóticos –como Rosas– se apoyaban en intermediarios –como los caudillos– para explotar las emociones de masas iletradas –como los gauchos–. Otras veces, como alrededor de 1920, 1945 o 1970, las fuerzas oscuras que ponían en peligro la armonía de la nación parecieron salirse de cauce y romper los equilibrios internos en busca de una mayor participación de las masas en las decisiones políticas, en la expansión de derechos o en el reparto de la riqueza. La idea de la barbarie aparecía de nuevo en el lenguaje de quienes se sentían intimidados y prometían corregir estos desvíos. Pero en la advertencia fundante de la Argentina moderna –que la nación está amenazada por un mundo plebeyo espectral y que las élites tienen una forma de contener, suprimir o corregir esa amenaza– siempre hubo una apuesta a un futuro redentor.
Ese futuro redentor se hizo realidad en 2015, cuando Juntos por el Cambio se convirtió en la primera coalición en llegar al poder por la vía electoral sobre la base de una agenda ardientemente antipopulista. Mauricio Macri, el primer representante de las élites argentinas en ganar elecciones democráticas desde la década infame, gobernó cuatro años con una lealtad suicida al mandato de corregir el pecado original de la política de masas. La liberalización de las relaciones económicas y el control sobre la protesta social desterrarían los obstáculos que mediaban entre la Argentina y el progreso. Esos obstáculos, claro, eran fruto de la existencia del populismo. El colapso de aquellos cuatro años mostró que la realidad del progreso era más compleja o, en la mirada antipopulista, que aquel país plebeyo no era tan fácil de desterrar.
Durante el siglo XX, el antipopulismo ha sido la forma predilecta de imaginar esa amenaza que viene desde abajo y aquella promesa correctora que debería aplicarse desde arriba. En los últimos cien años y bajo diversas formas, la lucha contra la amenaza fantasmagórica del populismo anima las ilusiones de un proyecto de nación victorioso. Aquel peligro populista es difuso y variado en el tiempo, una quimera más que un objeto, pero con una característica estable: el populismo se piensa casi siempre como una forma defectuosa de integración de las masas a la política moderna. Esta falla convierte al populismo no solo en un obstáculo sino en el obstáculo que se interpone entre la realidad de un país inconcluso y su ideal. La historia del antipopulismo es, entonces, la historia de los intentos por corregir esa imperfección.
¿Cuál es la receta para enmendarla? La respuesta varía. No hay un antipopulismo, hay antipopulismos. Frontales, conciliadores, defectuosos, aspiracionales, democráticos, violentos, violentísimos, efímeros. La respuesta mutó a lo largo de los años, sobre todo porque quienes veían un problema en la relación entre masas y política tenían solo ese punto en común. Conservadores buscando retornar a un pasado de gloria perdido, liberales persuadidos de la necesidad de avanzar a una economía moderna para el progreso del país, demócratas señalando el respeto a las instituciones democráticas como requisito para acuerdos sociales sustentables, socialistas y marxistas convencidos de que los trabajadores debían sostener su proyecto sin alianzas sociales que desvirtuaran sus intereses, nacionalistas afirmados sobre una unión indestructible entre Iglesia y nación; la lista parece inagotable porque la lista de preocupaciones es igualmente extensa.
La pregunta central de este ensayo es cómo, en el último medio siglo, una forma específica de antipopulismo, de carga liberal y conservadora, se impuso sobre las restantes. Hay ahí una historia corta y una historia larga. La historia larga es la forma en que las élites imaginaron el lugar de las masas en la política a lo largo de la historia nacional desde 1810. Supone tener en cuenta un rasgo fundamental de las élites argentinas: que raramente imaginaron una esfera política que excluyera a las masas. Esta voluntad de inclusión las obligó a recorrer caminos tortuosos para imaginar cómo se las incorporaba sin dañar el status quo que mantenía a esas mismas élites en la cúspide. Esta es una diferencia con, por ejemplo, las élites de los Estados Unidos, donde el lugar dominante que ocupó la esclavitud en la economía y en la unificación política de la nueva república forjó la convicción de que, bajo ciertos parámetros, las masas o parte de ellas podían ser efectivamente desterradas de la polis. En la Argentina, en cambio, el antipopulismo abrevó en (y deformó) una extensa tradición de diseñar formas políticas en las que gauchos, obreros o pobres tuvieran una inserción en el sistema, siempre que esa inserción no pusiera en riesgo el liderazgo de las élites. Ese equilibrio precario que debió reconstruirse periódicamente tuvo dos rupturas en la historia moderna, que en su momento se percibieron como definitivas, como si toda la imaginería de las élites para hacer las cosas ordenadamente se hubiera desbordado para siempre: una en la segunda década del siglo XX con el triunfo del radicalismo, la otra en 1945 con el ascenso aún más disruptivo de Perón.
La historia corta es la que se cifra desde la crisis del modelo de crecimiento industrial, una crisis que empieza con el propio nacimiento del modelo, pero que se radicaliza desde el comienzo de la dictadura militar de 1976. Es durante este período en el que otras críticas valiosas al populismo –y al peronismo en particular– pierden protagonismo o relevancia en la discusión nacional, hasta que el antipopulismo se convierte casi en sinónimo de parte del liberalismo argentino.
Aquellos que nombran conquistan. “Populismo” no ha sido casi nunca una identidad adoptada por algún proyecto político, sino la combinación de una descripción, una categoría y una acusación contra formas específicas de imaginar la relación entre política y sociedad. En la actualidad es, sobre todo, un concepto usado como arma más que como categoría de análisis. A diferencia de la crítica a nociones como “democracia” o “socialismo”, no hay en ese uso una separación mínima entre el rechazo y el concepto. Con excepciones aisladas, entre las que destaca el trabajo de Ernesto Laclau, “populismo” significa sobre todo un problema por resolver.
Pero ¿existe la cosa por fuera de quien la nombra? Claro que sí. El populismo latinoamericano, como experiencia histórica, es la forma dominante de inclusión de las clases populares (obreros urbanos y campesinos) en la política de masas entre los años treinta y los sesenta del siglo XX. Sus ejemplos paradigmáticos son el peronismo de la Argentina, el varguismo en Brasil y el cardenismo en México. Con muchísimas diferencias, estos movimientos tuvieron algunos rasgos comunes, además de la fuerte representación personalista. Todos buscaron una mejor participación de los sectores más postergados en los frutos de la modernización industrial y comercial de la economía dentro de los límites del capitalismo de posguerra. Y todos hicieron esa búsqueda con instrumentos similares: fuerte intervención del Estado en la economía (algo que en muchos casos compartieron con sus enemigos liberales de los años treinta), nacionalizaciones, más y mejores regulaciones laborales, expansión de beneficios sociales y económicos, amplia presencia de los sindicatos y un férreo control del líder (o al menos un intento de parte de los líderes en cuestión) sobre las organizaciones políticas y sindicales que lo apoyaron.
Como espacios políticos, se formaron alrededor de coaliciones pluriclasistas que combinaron pragmáticamente dosis de confrontación y negociación. En el centro ideológico del populismo latinoamericano está la noción de derechos sociales: la creencia de que ciertos grupos han sido sistemáticamente postergados de los réditos económicos de la nación, por lo que el gobierno debe proveer beneficios, garantías y derechos adicionales a esos grupos, más allá de los derechos y de las cualidades individuales de sus integrantes y del rendimiento económico de sus acciones. De ese modo, los miembros de estos grupos postergados podrían alcanzar de forma colectiva y por la acción política el mismo peso en la sociedad que otros tienen de forma individual y gracias a su poder económico. En el caso de los populismos latinoamericanos, estos derechos sociales fueron pensados como forma de recomponer el lugar de los trabajadores en la sociedad y el poder de su representación, los sindicatos, en la política.
Lo fascinante en verdad es comprobar que casi no hay trabajos sobre el antipopulismo. Está abordado en la buena historiografía sobre el antiperonismo (cuantitativamente menor que la que hay sobre el peronismo), sobre la derecha y sobre el neoliberalismo. Pero para un término que se convirtió en identidad aglutinante en las élites argentinas y masiva entre la población, el estudio del antipopulismo en sí está limitado a unos poquísimos trabajos de calidad.
Argumento(s)
Si, por definición, el análisis social y político se concentra en aquello que percibe como problemático, la ciencia política, la sociología y la historia transformaron al antipopulismo en sinónimo de normalidad. Hay cinco ideas que recorren este ensayo para poner en cuestión esa normalidad. El argumento central es que la Argentina está fundada sobre la invención de un mundo plebeyo amenazante y la promesa de defendernos de esa amenaza. De ahí que el nombre mismo de “antipopulismo” sea engañoso. Insinúa una reacción, un rechazo a algo. Pero contra lo que su nombre sugiere, ese rechazo es más que nada el dispositivo interno de una visión política, una maquinita para producir una mirada orgánica, totalmente autónoma respecto de esa amenaza populista. Esto se ve más claramente cuando se coloca el antipopulismo en una cronología histórica más extensa. La emergencia del peronismo en 1945 desestabiliza un poco esta fórmula, en la medida en que esa amenaza plebeya deja de ser abstracta o parcial para convertirse en una forma duradera y resistente de poder político. El final del gobierno de derecha en 2019, a su vez, evidenció el agotamiento de esa promesa pacificadora y ofreció algunas claves sobre los legados del antipopulismo para el futuro.
En segundo lugar, la prehistoria del antipopulismo es tan importante como su propia historia. Al igual que otras formas de pensamiento atravesadas por versiones de la teoría de la modernización, el antipopulismo se concibe como la lucha contra la presencia espectral del pasado. Puede ser un fenómeno de las sociedades modernas, pero el antipopulismo está sostenido en un argumento profundamente cronológico, organizado alrededor de una idea de pasado que se niega a desaparecer y resurge obstinadamente en el presente, deformándolo. En esa mirada, el pasado se presenta de dos formas distintas y superpuestas. Una, propia de las miradas decadentistas que alimentan el antipopulismo, es como una época dorada perdida por la irrupción de las masas en algún momento de la historia. La otra, que convive con el decadentismo, es la que se sitúa en el presente para advertir los riesgos de un retorno al pasado, marcado por la política plebeya y las tres formas ominosas que se trasladan del campo a la ciudad: la violencia por encima del consenso, la centralidad de las emociones por encima de la razón y la lealtad testaruda de las masas a los caudillos.
El tercer elemento es el carácter transnacional del antipopulismo como identidad política. La Argentina absorbió creativamente ideas del resto del mundo sobre las masas, sus prácticas políticas y el Estado. Desde Antonio Gramsci a Friedrich Von Hayek, y desde José Ortega y Gasset a Gustav Le Bon, políticos e intelectuales recurrieron a ideas de avanzada a la hora de elaborar sus propias concepciones sobre qué era el pueblo y qué lugar debía tener en la nación. Sarmiento, Ramos Mejía y José Luis Romero nutrieron su pensamiento sobre las masas con un intercambio intenso con el resto del mundo. Pero el transnacionalismo también funcionó en la otra dirección: el estudio del peronismo, y del populismo latinoamericano en general, alimentó la redefinición del liberalismo en los Estados Unidos y Europa. De lo que representaba Perón se extrajeron conclusiones sobre lo que no debía suceder allá, hasta convertir al peronismo en lo que un sociólogo norteamericano definió como “el caso poco conocido que, moldeado a los requerimientos de la teoría, imparte una sensación de universalidad” a preocupaciones fuertemente domésticas.
El cuarto tema, la bisagra que une al populismo argentino con el mundo, es el concepto de transición, la idea de que en distintos momentos las masas necesitan alguna forma de guía para evolucionar de fuerzas sociales a sujetos políticos. En ese imaginario, el presente pierde textura, casi deja de existir más que como un momento de confusión de las masas, atrapadas entre algo que se perdió y algo que no llegan a aprehender. En la Argentina en particular, la interpretación de la adhesión de los obreros al peronismo en 1945 como producto de la inseguridad e inexperiencia de los trabajadores que recién llegaban a la ciudad dominó las ciencias sociales durante décadas y aún hoy es una forma de relatar la historia nacional. La transición de la esclavitud al trabajo libre, del campo a la ciudad, de la agricultura a la industria, de la industria a la era digital, de lo local a lo global; ya sea para entender el surgimiento del peronismo en la Argentina de los años cuarenta como el movimiento Brexit en el Reino Unido o el ascenso al poder de Donald Trump en los Estados Unidos, el presente para las masas existe solo como lugar de desorientación.
Finalmente, el antipopulismo ha sido sobre todo el intento de producir un ajuste cronológico de la Argentina y una adaptación de sus consensos fundamentales a los cambios ocurridos en el mundo desde la década del ochenta del siglo XX. Esta formulación presenta dos paradojas. Una es que el antipopulismo se hace más fuerte cuando el populismo, como experiencia histórica, ha desaparecido junto con la sociedad industrial en la que germinó. La otra, en sentido contrario, es que desde los años ochenta en adelante se combinaron algunos legados del populismo de posguerra con aprendizajes de la década del setenta para producir el “complejo derechos humanos-derechos sociales” que se convirtió en el verdadero enemigo del antipopulismo. Este consenso, parecido al “momento constitucional” con el que Bruce Ackerman describe el New Deal en los Estados Unidos, se asienta en transformaciones lo suficientemente profundas, duraderas y extendidas como para dar forma y lenguaje a la sociedad. En la Argentina, este consenso se organizó alrededor de la idea de que la democracia solo podía validarse en la medida en que satisficiera una aspiración igualitaria de la sociedad. “Con la democracia se come, se cura y se educa” fue el lema de la campaña de Raúl Alfonsín de 1983, pero su sombra se extendió por cuatro décadas. En ese sentido, el legado populista fue tanto o más poderoso que la experiencia populista en la que se inspiró. Pero lo interesante es que esa visión se hizo más fuerte cuando los instrumentos para realizarla estaban desapareciendo, y cuando la revolución conservadora en los Estados Unidos e Inglaterra reforzaba, justamente, una separación tajante entre derechos humanos y sociales. Desde 1983, el antipopulismo señaló que la Argentina estaba a contramano del tiempo y del mundo y que el triunfo de un consenso profundamente liberal era la única actualización posible. Ese día llegó en 2015.
Antipopulismo, el corazón de la patria
La cronología de esta historia acompaña los cambios en los temas de la conversación nacional. La primera parte, “Prehistoria”, empieza con la Revolución de Mayo en 1810 y termina con la sanción de la Ley Sáenz Peña en 1912. Es un siglo que precede al surgimiento de los movimientos populistas latinoamericanos, en el que toman forma las primeras definiciones de “pueblo”. Pero también es el siglo en el que se construye el Estado nación del que ese pueblo va a ser fuente de legitimidad y de peligro. La segunda parte, “Historia”, comienza en 1912, sigue con la extraordinaria llegada al poder de la Unión Cívica Radical en 1916 de la mano de Hipólito Yrigoyen y termina con el final de la dictadura militar en 1983. Lo que ocurre en este período es el crecimiento, apogeo y caída del populismo, con el surgimiento del peronismo en el centro. El último período, “Poshistoria”, comienza con la restauración democrática en 1983 y finaliza en 2019. Es el período en el que el antipopulismo adquiere sus perfiles más definidos. Para una historia del antipopulismo, el interés de esta cronología está dada por la percepción del mundo popular como una zona extraviada del paisaje social argentino, incapaz de (o desganada para) adaptarse al mundo moderno. La indisposición de ese mundo para sumarse a la economía de mercado y a una cultura política de avanzada es el principal obstáculo para la modernización del país. En muchos casos, este fue el fundamento para opciones políticas autoritarias que encauzarían a esas masas, reemplazando líderes demagogos por regímenes dictatoriales bajo la idea de que las masas, en el desamparo de la sociedad moderna, no estaban preparadas para lidiar con la democracia por sí solas. La democracia siempre llegaría cuando se produjera ese ajuste. El problema populista no era el líder ni su agenda, como se declamaba, sino sus seguidores. La secuencia:
gaucho-compadrito-cabecita negra-choriplanero
recorre esos doscientos años de representaciones de los sectores populares en el punto justo de encuentro entre la sociedad y la política. Y es, por eso, el verdadero arco narrativo de esta historia. La preocupación por el populismo ocupa la segunda parte de ese arco. Son descripciones distintas, con énfasis diferentes, médula de un país que no para de cambiar, pero con una preocupación más o menos permanente por las formas en las que las pasiones o los intereses o la educación o la geografía o la soledad extrema o la compañía excesiva pueden llevar a estos personajes a ser parte de opciones políticas opresivas y autoritarias, pero por sobre todas las cosas, como aquellos indígenas de 1601 susceptibles a la influencia extranjera, incontrolables.
En las últimas décadas de esta larga historia, la ambición de un país liberado de los sacudones de la acción colectiva y de las demandas y los modos plebeyos se hizo más transparente. La reivindicación del individuo como el sujeto político por excelencia y como agente económico racional capaz de progresar mediante el mérito y la razón dejaron de ser una alquimia para convertirse en una agenda precisa con medidas concretas para abrir los cerrojos que mantenían encerrada a la Argentina. Consecuentemente, la retórica sobre el populismo como el obstáculo ingobernable, que desde 2015 ofrecía el camino de la sanación mediante la superación personal y el esfuerzo individual, se tornó violenta y tóxica contra quienes no lograban reconvertirse. En esa combinación se cifró el ascenso y caída del primer experimento antipopulista en democracia entre 2015 y 2019.
Pero la frustración ante la terca presión por mejores niveles de vida y menor desigualdad social que condicionó el accionar del gobierno en esos años, lejos de obligar a una reflexión sobre los límites del liberalismo, reforzó en este un rechazo a la acción colectiva y a sus formas políticas que se acercó bastante a la violencia y la insensibilidad. Así llegó Macri al final de 2019, derrotado por el peronismo, removido del poder antes de lo que nadie en su lugar hubiera previsto. En marzo de 2020, al comienzo de una epidemia que expuso en el mundo los fracasos de las salidas individuales y de las soluciones monetizadas, Macri subió a un escenario en Guatemala para decir que “este fenómeno que estamos viviendo, que recién comienza, nos lleva al desafío de evitar algo que es mucho más peligroso que el coronavirus, que es el populismo”.
El escenario era el de la Fundación Libertad, una distinta y homónima a la que presidía Macri en la Argentina, fundada y financiada por el millonario guatemalteco Dionisio Gutiérrez. Hay paralelismos obvios entre Macri y Gutiérrez, descendientes de familias acaudaladas, figuras del futuro generacionalmente distanciadas del autoritarismo de derecha que caracterizó a la región. La violencia retórica de la comparación retomaba la impugnación totalitaria clásica en la que el adversario era el contaminante externo de un cuerpo social sano. “Realmente, el populismo lleva a hipotecar el futuro”, comentaba Macri en el tono de un simple fluir de su conciencia. “No cree en el equilibrio macroeconómico y realmente compromete no solo al desarrollo de sus comunidades”.
Macri retomaba los argumentos decadentistas, preguntándose si “creemos que las sociedades progresan cuando son meritocráticas o queremos caer en el relativismo moral”. Era un razonamiento recurrente en América Latina. Pero el antipopulismo le servía a Macri como puente para conectarse con sectores más amplios de la derecha y el liberalismo para quienes la violencia política y material son parte de un plano continuo. Pasados los primeros espasmos y malpasos, Macri y Cambiemos ya habían encontrado un universo de empatías con Donald Trump en los Estados Unidos y Jair Bolsonaro en Brasil. Y al fin y al cabo, el foro de la Fundación Libertad en el que estaba participando se proponía explícitamente poner en contacto “personalidades del mundo económico, político y social” de América Latina con “agencias de seguridad de Estados Unidos”. Una convocatoria con resonancias inequívocas: Guatemala es el país que en 1954 sufrió el primer plan de desestabilización de América Latina organizado por la CIA contra el gobierno reformista de Jacobo Árbenz. Varios golpes de Estado y unos trescientos mil muertos más tarde, el país había retomado la senda de una democracia diezmada por el terror y la desigualdad.
En las semanas siguientes a aquella conferencia, los muertos y arruinados del covid-19 comenzaban a multiplicarse por millones en todo el mundo. Por primera vez en el siglo, la humanidad se hundía en una forma global del desamparo, mal equipada por Estados desmantelados y el ideal de los refugios de millonarios exóticos en islas remotas como única y perversa fantasía irrealizable. En la Argentina y el resto del mundo, la crisis consecuente bien podía funcionar como un amplificador para las palabras de Macri aquella noche guatemalteca en la que los fantasmas de 1954 bailaban en las sombras de un abandono global que recién estaba llegando.
El antipopulismo seguía hablando en nombre del futuro. Pero ese futuro ya había llegado y en la vida de millones no tenía el candor de un sueño, sino las marcas de una pesadilla.