Desde principios de los años 70, en Buenos Aires la comunidad coreana comenzó a hacer crecer en el Bajo Flores el llamado “Barrio Coreano”, o Baek-ku. Pero hoy los coreanoargentinos hoy están más repartidos (dicen que la inseguridad es una de las razones): trabajan por otras zonas de Flores, Floresta y Balvanera y viven por Caballito, Puerto Madero u otros barrios.
Parte de un universo a la vez porteño y asiático, los negocios mayoristas de ropa y las iglesias cristianas creados por coreanos son solo algunos de los puntos de la trama urbana que no suelen parecerse a las postales turísticas. Como en Google Maps, el diagrama de la ciudad que vive y respira en coreano permanece invisible hasta que se hace clic en él. Y de todos los itinerarios por Buenos Aires esquina Seúl, estos son solo dos de todos los posibles.
El comerciante
Es mediodía en Flores y Gustavo (no se llama así) está envolviendo una especie de percha-maniquí de hierro. Lo encuentro en el local que maneja junto con su esposa Ana, sobre la calle Aranguren, a dos cuadras de la avenida Avellaneda. El comercio, mayorista de carteras, cinturones y pashminas, está decorado por Ana al estilo shabby chic: colores pastel, muebles de campo, maderas antiguas. Gustavo nació en Buenos Aires, tiene cuarenta años, es de piel aceitunada y –al contrario de la mayoría de los coreanos– le crece vello facial, que no llega a ser una barba completa. Desarma el aparato para exhibir ropa en dos partes y hace un paquete con dos bolsas de plástico negras y cinta transparente. Escribe en una etiqueta los datos del destinatario, en Corrientes, y llama al transporte. Enseguida, le dice algo en coreano a su esposa y me invita a un restorán coreano de la zona, el Paranjib (“Casita azul”). Pero fue la semana anterior a ese almuerzo cuando me senté a hablar por primera vez con él. Le pregunté sobre cómo funciona el virtual centro de los negocios coreanos de Buenos Aires: “la avenida Avellaneda”.
Para la comunidad, el apellido del presidente argentino entre 1874 y 1880 es toda una referencia. De acuerdo a la Cámara de Empresarios Coreanos en la Argentina (CAEMCA), sobre una decena de cuadras de esta avenida –sobre todo entre su cruce con Nazca y la calle Emilio Lamarca, y en las paralelas Aranguren y Morón, hacia un lado, y Bogotá y Bacacay, hacia el otro– funcionan unos 2.000 locales de ropa, tela y accesorios de dueños coreanos.
En una oficinita del primer piso de su comercio, Gustavo –que es padre de dos varones adolescentes y de una nena de catorce meses– me contará que abrieron el local en 2013. Y que desde 2005 su trabajo principal es del representante de dos firmas de Corea del Sur que producen materia prima para la industria textil. Para ellas vende fibras de poliéster y chips de nylon a fabricantes locales de telas. Parece satisfecho de cómo maneja su horario laboral. Hace unos años tuvo una oficina en el centro, me dice, pero después la cambió por su celular Samsung:
- Hoy por mail y WhatsApp, a las ocho de la noche de acá, o a las siete de la mañana, pido precios y concierto los pedidos.
Y me ofrece más detalles de ese universo de negocios coreanos de la avenida de Flores.
- Acá la mayoría fabrica ropa. Pero eso no significa que tengan una fábrica: en los locales sí tienen mesas de corte de tela, pero tercerizan costura, planchado y empaquetado. Hace unos veinticinco años no se tercerizaba: mi viejo compraba la tela, sus empleados fabricaban las prendas en su taller, y después entregaba el producto a los locales mayoristas de la comunidad que estaban en Once. En esa época acá en Flores no había nada de lo textil. Después aparecieron los talleres, que primero eran de los mismos coreanos.
- ¿Hoy no quedan coreanos con talleres textiles?
- Prácticamente ninguno: ahora son casi todos bolivianos. Antes de todo eso, a los talleres coreanos les daban trabajo los mayoristas judíos. Después los coreanos escalaron una posición, pasaron a ser mayoristas, y subieron los bolivianos.
Los comerciantes coreanos de Avellaneda no dejan de quejarse de la competencia de los “manteros”, los vendedores informales que ofrecen ropa y otros artículos en las veredas de sus locales.
Entre los dieciocho y los veinticinco años, Gustavo viajó muy seguido, y por varios meses cada vez, a Corea del Sur para trabajar; allí también conoció a su mujer. Casi dos décadas después recuerda cómo se sintió allí.
- Al principio es todo muy loco, porque salís a la calle ¡y está lleno de coreanos! Después ellos se dan cuenta de que venís de afuera y te hacen saber algo así como “Ustedes se rajaron de Corea cuando estaba todo mal, y ahora que está todo bien quieren volver”. Pero allá, con la cultura alcohólica que tenemos, si vos te sentás a tomar algo enseguida hacés amigos. El coreano de por sí es muy prejuicioso; con mis amigos llegamos a la conclusión de que en realidad los que estamos discriminando somos nosotros. En los ochenta veíamos a los coreanos recién llegados y nos reíamos de cómo se vestían. Y ellos se reían de nosotros y nos decían “¿Y ustedes por qué no hablan en coreano?”.
En 2015 la colectividad coreana celebró sus cincuenta años en el país: las primeras familias llegaron en 1965, tras un tratado que firmó el gobierno de Arturo Illia con Corea del Sur. Y Gustavo se siente más coreano que argentino. Tanto que me cuenta que su esposa –nacida en Corea– le dice que es un “dinosaurio, más coreano que los coreanos de Corea”. Pero a pesar de que estuvo muchas veces en el país de sus padres, nunca quiso quedarse a vivir allí.
- Lo que nos tira más a mis amigos coreanos y a mí –me parece, ¿no? –son las raíces, los sabores, las costumbres. ¿Sabés dónde vamos? No a Puerto Madero ni a Palermo “algo”: vamos a la pizzería San Antonio, en Juan de Garay y Boedo, o al boliche que está diagonal con la plaza Flores. Son lugares que nos traen recuerdos, porque cuando yo era chiquito viví cuatro o cinco años en Colombres y Constitución, en Boedo. Salíamos a cenar solo cuatro veces al año con mis viejos, y esas cuatro veces íbamos ahí; el lugar está igual.
El organizador de fiestas
Unos veinte jóvenes de ojos rasgados bajan de varios taxis y se juntan en la vereda de la discoteca sobre la avenida de Juan B. Justo. Recién empieza la madrugada del martes de carnaval y de a ratos llega un eco del canto de las murgas del barrio.
Los asiáticos se acercan al corralito que custodia un guardia uniformado.
- Muchachos, se tienen que arremangar los pantalones. Y adentro no se pueden desarremangar: seguridad va a mirar –les dice el organizador de esta fiesta privada, parado del lado de adentro de la valla metálica. Es lo que se le ocurre para hacer cumplir la consigna que pensó para esta noche: entran los vestidos con piyama o alguna prenda de dormir.
Los muchachos –que son chinos– conferencian en su idioma. Y al final deciden hacer caso: se arremangan los vaqueros y los van dejando entrar. De a cuatro, pasan el corralito y van hasta la ventanilla para sacar las entradas. Hay uno solo que se acercó algo más a la consigna, y casi hiere la mirada: el pelo teñido de un naranja desvaído, viste remera y pantalones estampados con flores gritonas, y mocasines con hebilla.
El selector de invitados es Alan Yun, más conocido como Kimo, un argentino hijo de inmigrantes de Corea del Sur que es una especie de padrino de la noche asiática en Buenos Aires. Desde 2004, poco antes de la tragedia Cromagnon, Kimo alquila boliches en los que organiza sus fiestas Masomi-K y Glam & Fuck! Que ya se volvieron una marca registrada para los hijos de coreanos, taiwaneses y chinos menores de treinta que viven en Buenos Aires. Y también para un nicho menor pero fiel de “criollos” que gustan de lo más pop de la cultura asiática.
Para dar el ejemplo, esta noche Kimo tiene puesta una bata de seda negra. Y controla personalmente el atuendo de los que llegan, la mayoría chicas. Una chica que pasa la cadena del de seguridad le señala el short y la remera de dormir que luce: “Los hice combinar y todo”, le dice. Él aprueba, canchero.
Kimo va de la puerta a la pista varias veces; recién después de la una de la madrugada se busca un trago. En una de esas vueltas le pregunta al tipo de saco que maneja el cuentapersonas cómo va el ingreso; apenas unas ciento veinte. Más tarde me dirá que esa noche de carnaval entraron a su fiesta quinientas personas. En un fin de semana “corto”, agregará, son unas seiscientas.
Como a muchos hijos de inmigrantes coreanos, a Kimo también le tocó trabajar en el negocio textil familiar. Hace un par de años, en sus tardes hacía de encargado de Charmé, uno de los locales mayoristas de ropa que manejaban sus padres. También fue coordinador de un boliche del Microcentro, pero se nota lo que le gusta ser su propio jefe.
Aunque hay algo que el cuentapropismo no puede dar, y es fama “de verdad”, la de la tele. A esa la rozó Kimo en diciembre de 2014.
- Yo soy muy amigo de la novia del Tirri, el primo de Tinelli, desde hace como quince años. Ella vio que yo era un referente asiático, me pidieron seis bailarines asiáticos, y los conseguí. Cuatro eran coreanos, había un japonés-argentino y una vietnamita-argentina. Me avisaron un jueves, y el lunes bailamos. Trabajamos con la gente de Ideas del Sur, y la verdad es que los chicos estaban reemocionados… ¿Porque cuándo buscan bailarines asiáticos para la tele? La verdad que el K-pop está ayudando mucho; a mí particularmente me ayuda muchísimo.
Este año, cuando empiece la temporada del programa, el Tirri quiere hacer de nuevo K-pop y quiere llevar a los chicos otra vez.
¿Qué comentarios tuviste cuando vieron tu participación en ShowMatch?
- Viste que para la comunidad coreana yo soy el tipo de la noche. Y me ven muy mal, obviamente, son todos de iglesia. Pero, cuando me vieron en la tele, me empezaron como a respetar más.
Kimo se levanta para recibir insumos para la fiesta que le traen una de las tres chicas –una de origen chino, otra coreana y la tercera “criolla”– que lo asisten: bolsas con cotillón y un telón con la marca de su fiesta Glam & Fuck! Y con su eslogan: “Mucha joda”.
RLM