Cinco años no es nada
¿Tiene sentido escribir un libro sobre los caminos al desarrollo argentino en plena crisis? Sí, porque nuestras crisis son síntomas de nuestro desarrollo interrumpido y sin uno no dejaremos de tener las otras. Con esa relación en mente, y con la convicción de que el desarrollo es un problema complejo al que no podemos cancelar con frases hechas ni recetas facilistas, escribí la primera versión de este libro.
¿Tenía sentido reescribirlo? No hubo cambios en el mundo que requirieran una modificación radical, ni avances en la Argentina que precisaran actualizar la agenda de política –más allá de cuestiones coyunturales como una nueva crisis financiera o la persistencia de la inflación, que no eran el foco original–. No solo los temas que me vienen a la mente en su mayoría son los mismos, sino que, fruto de la naturaleza pendular de nuestras elecciones y de una polarización que opera más como negación que como adhesión, las políticas públicas anunciadas por el flamante gobierno remiten a las vigentes en 2014, durante la escritura de Porvenir.
Pero, si aceptamos que la agenda permanece virtualmente intacta después de cinco años en los que mucho se dijo y poco se hizo, hay preguntas ineludibles que debo contestar antes de invitar al lector a repasar estas asignaturas pendientes en un diálogo a través del tiempo.
¿Cuánto se hizo de todo lo que el libro proponía y por qué? ¿Qué salió mal? ¿Qué aprendimos? ¿Es hoy más o menos posible y probable que hace cinco años llevar adelante esta agenda postergada? Las respuestas cortas serían: poco, por falta de visión e interés; casi todo; mucho; no lo sé.
En este nuevo capítulo ensayo algunas respuestas más largas.
Extensión del campo de batalla
Definamos nuestro vaso medio vacío –el fracaso de desarrollo de la Argentina– por lo que no es. No es un colapso económico ni una guerra civil ni una crisis política ni una carencia de instituciones y normas ni un derrape hacia versiones extremas de la segregación: el racismo, la xenofobia, el autoritarismo. No creo que no tengamos problemas en estos frentes, pero por el momento no nos enfrentamos a una guerra permanente como Israel, ni a una guerra interna contra el narcotráfico como en México o en varios países de América Latina, ni a un descontento masivo y violento como en Chile, ni a una desinhibida captura del Estado por las mafias como en Rusia, ni a periodistas presos y etnias reprimidas como en Turquía.
El fracaso de la Argentina, que es el disparador de este libro, es de desarrollo, en sentido amplio y en términos relativos no con respecto a otros países –no es, por caso, por qué no fuimos Australia–, sino a sí mismo.
En 1995, Sudáfrica fue anfitrión del mundial de rugby, deporte de blancos, y Mandela, que como todo líder miraba al futuro tanto o más que al pasado, entendió que el apartheid era el pasado y el futuro era el fin de esa grieta, y decidió abrazar el rugby como bandera nacional. John Carlin, en un libro que narra ese período y que es la base de la película Invictus, reproduce un diálogo probablemente apócrifo entre Mandela y Francois Pienaar, el capitán de los Springboks. “¿Cómo hace para inspirar a su equipo?”, pregunta Mandela. “Con el ejemplo”, responde Pienaar. “Eso está muy bien”, le dice Mandela, “pero lo que quiero saber es cómo hace para inspirarlos a que sean mejores de lo que ellos creen que pueden ser”.
Una de las claves del debate sobre el desarrollo, sobre todo en un país como la Argentina, donde prima la percepción de estar atrapados en un día de la marmota de cinco años en el que reproducimos nuestros ciclos bipolares de entusiasmo y depresión, es convencernos de que estamos para más de lo que creemos que podemos ser, de que el futuro no es una continuación de este presente, sino mejor, tanto mejor que nos cuesta imaginarnos en él. (En El día de la marmota, Bill Murray, después de un intervalo de tiempo indefinido –que el director Harold Ramis estima en 10 años–, acepta su situación, madura, descubre la felicidad a través del amor por Rita y cancela el maleficio. Ninguna analogía es perfecta.)
La inspiración, denostada como ingenuidad, es pensar fuera de este ciclo bipolar. El conformismo, disfrazado de pragmatismo y “calle”, es el argumento del desaliento.
Definamos, entonces, el fracaso del desarrollo argentino como la distancia entre este país que somos y ese país mejor que podemos ser.
Tres lecturas de la crisis
Las crisis no son accidentales; siguen un patrón común que está ligado al desarrollo incompleto, es decir, cierran un círculo en el que la Argentina está inmersa desde hace al menos hace 50 años y, como un auto tratando de salir del barro, profundizan la huella con cada nueva recaída.
Es difícil escribir la historia de una crisis: las causas son muchas, los observadores y participantes opinan desde sus archivos (minimizando o enfatizando causas en función de convicciones u opiniones pasadas) y la información es inexacta (la memoria de los protagonistas suele embellecer su participación a expensas de la de sus colegas). Por eso, conviene pensarlas más allá del anecdotario –entretenido, pero poco útil al momento de pensar soluciones–.
Hay al menos tres maneras de leer la crisis.
La primera lectura, anecdótica, la ve como un episodio único y aislado. Por ejemplo, centra la atención en los errores recientes y en sus presuntos culpables: apunta a la ilusión monetarista del Banco Central, a las apuestas electorales de los estrategas políticos, al capricho del gobernante.
O, alternativamente, se desentiende y patea la pelota afuera: plantea el populismo ajeno como causa de todo (ve a la derrota electoral del populismo como condición o sustituto de reformas estructurales), se queja del contexto global y el viento de frente o de las condicionalidades del FMI, siempre excusas convenientes; insiste con el efecto persistente de la pesada herencia o el temor latente a una victoria de la oposición, y se consuela con escenarios alternativos inverificables: si Macri ganaba o si la pandemia no sucedía, todo se arreglaba.
La lista de culpables circunstanciales es larga y es, sobre todo, anecdótica. Invirtiendo el principio aristotélico (los hombres son malos de muchas maneras distintas, pero virtuosos de una sola), podríamos decir que cada uno de estos factores seguramente influyó en el resultado, pero la crisis necesitó de todos ellos.
Más importante aún, no es nuestra primera crisis y, si bien la lista de posibles disparadores y el contexto varían, todas tienen un patrón común. Debe haber más detrás de esta crisis que una sucesión de malas decisiones y eventos desafortunados.
Condiciones preexistentes
Una segunda manera de leer la crisis es partiendo de los problemas estructurales que, independientemente del elenco y de la situación, nos hacen más propensos a las crisis cambiarias y financieras. Simplificando, resumiría estas condiciones preexistentes en dos grandes hándicap: la falta de moneda y la insuficiencia de las exportaciones.
Nuestras exportaciones proveen dólares suficientes para crecer muy modestamente, digamos, a una tasa de 1% anual (es decir, 0% por habitante). Crecer más rápido genera un déficit de dólares que se financia con deuda. Como ahorramos poco y no en pesos, la deuda es en dólares y con inversores extranjeros dispuestos a correr el riesgo a cambio de retornos extraordinarios y por poco tiempo. Cuando el anabólico de los retornos se agota, los inversores dejan de renovar el préstamo (todos a la vez) y el país cae en una crisis de financiamiento: corrida, devaluación, recesión, inflación, pobreza, paquete con el FMI, lecturas anecdóticas de la crisis.
Las consecuencias visibles de este ciclo son conocidas. Por un lado, dada la alta volatilidad nominal y la baja credibilidad de las metas del Banco Central, la inflación sigue de cerca las variaciones del dólar. Esto lleva a los sucesivos gobiernos a usar la apreciación del peso como analgésico antiinflacionario, atrasando el dólar por un tiempo. Es por eso que la evolución del peso muestra ciclos de lenta apreciación seguidos de bruscas devaluaciones, una combinación que ahuyenta a empresarios con apetito exportador.
(Imaginemos a un empresario al momento de elegir la orientación de su negocio y de sus inversiones, preguntándose cuál será la competitividad-precio de sus productos en dos o tres años cuando la inversión dé sus frutos. En cualquier momento del tiempo, hay una probabilidad alta de que el peso esté sobrevaluado, y una probabilidad baja de que estemos en una corrida con crisis cambiaria. Es natural que el empresario, si invierte, lo haga apostando al mercado interno.)
Si a esto le sumamos que nuestras exportaciones demandan poco empleo y, por lo tanto, no son políticamente atractivas, tenemos los ingredientes de una “coalición anti-exportadora”: una inclinación al dólar barato y a la administración del comercio del lado público, y a la concentración y al mercado interno protegido del lado privado, dos sesgos individualmente lógicos que no hacen más que profundizar nuestros problemas de moneda y exportaciones –casi el negativo de lo que muchos economistas pensamos que es esencial para evitar crisis externas–.
Pero sería un error pensar en estos factores como puramente económicos. El tipo de cambio atrasado y la sustitución de importaciones prometen, en lo inmediato, salarios altos y empleo. Las raíces de nuestras condiciones preexistentes no son económicas sino políticas.