Lecturas

La economía de la vida

23 de abril de 2021 09:09 h

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La política, entre la vida y la muerte 

Cuando la política se vuelve incapaz de asegurar el bienestar de sus ciudadanos, cuando ya no puede garantizarles un cierto nivel de vida ni prometérselo a sus hijos, y sobre todo cuando ya no sabe evitarles la muerte, darle un sentido o al menos hacerla olvidar, la sociedad que esa política administra y la cultura de la que es garante se encuentran en gravísimo peligro. 

Y por más que, llegado cierto punto, todos crean que la pesadilla se aleja, por más que la pandemia termine (…) la menor chispa podría desencadenar un terrible incendio. Y hoy vemos justamente chispas por todas partes: en todos los países, las violencias que se hallaban latentes antes de esta crisis encuentran nuevos pretextos y nuevas —y buenas— razones para salir a la superficie. 

Si no estamos atentos, si no ponemos en acción todas las fuerzas de la inteligencia y la resistencia para solucionarlo, el resultado será terrible. Las democracias se verán aniquiladas. La cooperación internacional se verá reducida a su mínima expresión. La guerra volverá a ser posible. 

Sin embargo, nada de esto es inevitable. Tenemos todas las herramientas para manejar de la mejor manera esta difícil transición y utilizar estas mutaciones en nuestro favor. Pero para eso primero debemos comprender estos cambios, más allá de sus dimensiones sanitarias, económicas y sociales. Detectar todo lo positivo que está surgiendo en este momento tan particular, tanto en lo económico como en lo político, en la sociedad y la cultura. Si sabemos hacer un buen uso de todo esto, comenzaremos a entender que una nueva forma de vivir en este mundo puede volverse posible. 

El rol esencial de la política: proteger contra la muerte 

La política está funcionando mal y no cumple con su rol. Hemos visto cómo se desarmaron los ritos funerarios, tan esenciales para todos desde hace milenios, que garantizan la  unión de cada uno con sus seres más queridos, dándoles un sentido a la vida y a la transmisión entre generaciones. Hemos visto proliferar todas las teorías del complot y todos los insultos. Hemos oído y leído sucesivamente que la pandemia era una conspiración de los chinos, los estadounidenses, los franceses, los rusos, los masones, los judíos, los musulmanes, los banqueros y la industria farmacéutica. Unos obispos franceses dijeron incluso que la epidemia era solo un pretexto para eliminar la libertad religiosa. Hemos oído afirmar que hay que luchar contra los extranjeros, sean quienes sean. Hablando más en general, hemos visto cómo se combatía todo lo que venía de afuera. Vimos agravarse las violencias domésticas, los actos pedófilos; en fin, todas las agresiones contra los débiles. Descubrimos que una sociedad basada en la soledad tiende a dejar a las víctimas domésticas indefensas ante sus verdugos. Hemos visto crecer la pobreza y la desigualdad, especialmente en la escuela, donde aquellos que no tienen apoyo familiar, ni condiciones materiales adecuadas, ni acceso a las mejores técnicas digitales perdieron seis meses de enseñanza: un retraso que nunca podrán recuperar. 

Muchos dirigentes políticos no han tomado conciencia tampoco de que con esta pandemia comienza no solo una gravísima crisis económica, sino incluso una aún más grave crisis política, social, moral e ideológica. Por supuesto, muchos se han comportado de manera honesta e infatigable, han hecho muchísimos esfuerzos y han tratado de manejar la situación y unir a todo el país en la lucha. A veces corriendo el riesgo de contagiarse, generalmente más por bravuconería que por abnegación. Sin embargo, la mayor parte de ellos han tomado decisiones equivocadas. Reaccionaron demasiado tarde. Sin la preparación necesaria como para poder elegir una estrategia. Sin ninguna visión de conjunto. Sin averiguar qué era lo que había funcionado en otros países. 

Los pueblos, a su vez, comienzan a entender que los que los dirigen no hicieron lo que debían, en el momento en que debían, para protegerlos; que esos supuestos “hombres de Estado” se quedaron un buen tiempo paralizados ante las decisiones por tomar; que fueron incapaces de prever y de proveerse las herramientas necesarias para elegir la política más adecuada; que son demasiado débiles e inseguros y están demasiado sometidos a influencias perniciosas y a objetivos políticos; que casi todos eligieron la opción equivocada, siguiendo la estrategia china en lugar de la coreana; que muchos le mintieron a su pueblo; que los encerraron en medio de una serie de imposiciones que hubieran podido evitarse. 

Esa es justamente una de las mejores noticias de esta época oscura: muchos más ciudadanos que nunca, en todas partes del mundo, están tomando conciencia de que esto no puede seguir así; que bajo pretexto de una pandemia no se los puede arrastrar hacia una sociedad totalitaria, más injusta que nunca; que los procesos de selección de los dirigentes y elección de los políticos se han vuelto completamente obsoletos. Crece y crece la furia contra aquellos que no supieron ni quisieron hablarles de la muerte. 

Pues tras la búsqueda de seguridad, la fuente primordial de poder sigue siendo, ahora y siempre, el temor a la muerte, y lo que da sustento o hace tambalear en profundidad la relación de los ciudadanos con la política es más que nada nuestra relación con los ritos funerarios, esa relación que no pudo mantenerse. 

Así, por más que desde el comienzo de esta crisis la relación con la muerte haya estado ausente del debate político, lo que para mí explica la pérdida de credibilidad de la política en muchísimos países es el replanteo de esa relación. Por eso mucha gente, y cada vez más, intenta recuperar el control sobre su muerte. Para reconstruir lo que puede llegar a ser una buena vida.

No aceptar la seguridad a cambio de la servidumbre 

Los adversarios de las democracias liberales hallaron en esta poco gloriosa gestión de la crisis una supuesta prueba de la incapacidad de esta forma de gobierno a la hora de enfrentar peligros, ofrecer un sentido a largo plazo y proteger a los pueblos. Muy pronto, nos dijeron que la seguridad era un valor supremo; que para asegurarla había que renunciar a la primacía de las libertades y los derechos individuales; que había que combatir esa amenaza constante que representan para ellos fronteras demasiado abiertas y mercados demasiado interdependientes; e inclusive que había que abandonar esas formas obsoletas que son los partidos políticos y los representantes electos. Sus argumentos están basados en el éxito de quienes, en nombre de la seguridad, supieron imponer sin descanso medidas extremadamente dirigistas y usar tecnologías de seguimiento y rastreo; aplaudieron esa terrible aceleración de la hipervigilancia y la autovigilancia, cuyo carácter inevitable vengo anunciando hace mucho tiempo. 

Estos adversarios de las democracias liberales señalan que los países más eficaces solo tuvieron éxito delegándoles todo el poder a autoridades fuertes; incluso una nación democrática como Corea del Sur le entregó, como vimos, todo el poder policial y jurídico de gestión de la crisis a una autoridad independiente, el Korea Centers for Disease Control & Prevention (kcdc). 

También señalan con júbilo que los gobiernos que tuvieron más éxito son los que supieron proteger de manera autónoma a pequeñas naciones: Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong, Bután, Austria, Grecia, Marruecos e incluso Nueva Zelanda, que proclama que sus fronteras no se abrirán “por mucho tiempo”. Y denuncian lo que llaman el fracaso de las instituciones europeas, subrayando que ni los expertos ni las instituciones establecidas poseen “la verdad”. 

De hecho, en el mundo nunca se ha visto a tantos expertos más o menos autoproclamados hacer declaraciones tan categóricas y contradictorias. Y nunca se ha visto tanto retroceso del Estado de derecho. El seguimiento sanitario que exige la pandemia es un pretexto para que el poder haga todas las preguntas y exija todas las respuestas. 

El Partido Comunista Chino, arma absoluta de una dictadura que parecía estar empezando a ablandar su yugo, vigila hoy de manera aún más estrecha a la opinión pública. Desde diciembre de 2019, se espía en especial a la red social WeChat para detectar “disidentes” y perseguir a los que hayan compartido informaciones o expresado alguna opinión crítica acerca de la gestión de la epidemia. Más de 450 personas desaparecieron tras haber revelado informaciones sobre el estado sanitario del país. En la actualidad, los dirigentes del Partido Comunista reciben una formación online extremadamente sofisticada tendiente a reforzar el rol del partido en el control de todas las dimensiones de la vida privada de cada ciudadano; los contenidos de esa formación se encuentran disponibles para toda la población. El Estado está más presente que nunca en la economía, bajo el lema “Guojin Mingtui”, que podemos traducir literalmente como “El Estado avanza, el pueblo se hace a un lado”. Lo cual significa, entre otras cosas, que las empresas públicas van a verse favorecidas con tasas de interés más bajas, electricidad más barata y encargos del Estado para fabricar lo que la crisis exige, más que nada tapabocas y test que hasta en China siguen escaseando dramáticamente. 

En Filipinas, el Congreso le dio al presidente Duterte poderes de excepción que lo autorizan a condenar con severidad a todo sospechoso de no respetar la cuarentena o de difundir informaciones falsas, definidas como tales por el presidente. En Camboya, el estado de excepción adoptado en abril restringe considerablemente los derechos de los ciudadanos y le permite al gobierno controlar las redes sociales, censurar informaciones y espiar todas las conversaciones privadas. En Tailandia, el primer ministro se otorgó el derecho de imponer toques de queda y demandar a los que lo critiquen en los medios. En Israel, el primer ministro le ordenó al servicio de inteligencia que rastreara los desplazamientos de los ciudadanos usando una herramienta de procesamiento de datos desarrollada para luchar contra el terrorismo y condenara a hasta seis meses de prisión a aquellos que no respetasen el aislamiento. En Hungría, la prolongación del estado de excepción por tiempo indefinido le permitió al gobierno suspender ciertas leyes o introducir otras nuevas por decreto sin consultar al Parlamento; la libertad de prensa es puesta en duda por una ley que amenaza con hasta cinco años de cárcel a los periodistas que difundan fake news, y es el mismo gobierno el que debe definirlas como tales. Incluso en Francia y en otros países democráticos donde la libertad de prensa no se ve cuestionada y aún se respeta la mayor parte de las libertades públicas, muchísimas decisiones extremadamente autoritarias son tomadas casi sin debate parlamentario: cierre de fronteras, cibervigilancia del estado de salud, divulgación del historial médico, autorizaciones de salida, limitación de las distancias autorizadas, prohibición de ver a la propia familia y de asistir a funerales. 

Se supone que en todas partes algunas de estas decisiones son provisorias, pero es probable que no lo sean. Las víctimas principales de estas tensiones son las mujeres y los niños, debido a un aumento de las violencias intrafamiliares, un cuestionamiento de los métodos anticonceptivos, un aumento de las mutilaciones genitales, un recrudecimiento del trabajo infantil y una puesta en duda de la libertad de prensa, el derecho a la educación y el derecho de acceso a un tribunal y una audiencia pública. 

Esto también provoca una mayor indiferencia hacia las catástrofes ecológicas, justo cuando Asia está entrando en plena temporada de huracanes: desde el mes de enero de 2020, Indonesia padece inundaciones masivas de las que nadie dice nada. Mientras en Sri Lanka 500.000 personas sufren la sequía, el 6 de abril un ciclón llamado Harold destruye, ante la indiferencia general, entre el 80 y el 90% de las viviendas y el 60% de las escuelas de la provincia de Sanma, en la República de Vanuatu, donde se encuentra Luganville. Más de la mitad de la población del país necesita un alojamiento de emergencia. 

Peor aún: la pandemia complica mucho el ejercicio de los procedimientos en que se basan la legitimidad democrática y las instituciones representativas. Y sobre todo vuelve difíciles las campañas electorales, las elecciones o las reuniones de un parlamento completo. Todas cosas, por supuesto, que una dictadura no suele precisar.