Nada importa
Las noticias falsas confunden.
Las noticias falsas fortalecen la censura.
Las noticias falsas enferman.
Las noticias falsas alimentan mal.
Las noticias falsas generan pérdidas económicas.
Las noticias falsas fomentan el odio.
Las noticias falsas matan.
Cada persona que tenga un celular con conexión a internet está potencialmente en condiciones de quedar frente a una noticia falsa durante cada minuto de su día. Pero hay un momento en particular en el que estamos más expuestos a la desinformación.
¿Cuándo?
Cuando estamos en grupo, porque chequeamos menos. La explicación, que nunca es única, es que nuestro rigor baja cuando formamos parte de un colectivo. Esa es la respuesta que brindan las indagaciones experimentales a las que están acostumbradas las universidades norteamericanas, al estilo de la Universidad de Columbia.
¿Por qué? ¿Cómo? ¿Quiénes? ¿Para qué? Toda serie de afirmaciones contiene interrogantes, que, en ocasiones, no resuelven, sino que complejizan al infinito un problema en apariencia sencillo.
No importa que las multinacionales tecnológicas hagan su negocio y se guarezcan detrás de la libertad de expresión.
No importa que su fin último no sea acortar distancias y facilitar la comunicación, sino capitalizar al máximo nuestros datos.
No importa que el capitalismo digital sea, en realidad, capitalismo financiero disfrazado.
No importa que los estados pasen de representar al enorme e impactante Leviatán a parecer uno de los enanos de Blancanieves frente al poderío transnacional.
No importa que un abrumador sistema de control y vigilancia se yerga ante nosotros, pero permanezca invisible.
No importa que los políticos sean un objeto manipulable y, en simultáneo, una de las cajas que financian las campañas sucias.
No importa que todos entreguemos información sensible sin saber qué se hace con ella, y, lo que es peor, sin contralor alguno.
No importa que se sucedan los escándalos internacionales y veamos todo a través de los portales de noticias sin que aquí nada cambie.
No importa que las noticias falsas sean la punta del iceberg.
Nada de eso importa, o al menos eso parece.
Esta investigación trata sobre otra forma de ejercer el poder. Una que es imperceptible, escurridiza, placentera y extraterritorial. Una que jaquea a todas las teorías que discurrieron por siglos al respecto. Una en la que interviene un lenguaje que resulta ajeno, sujetos que parecen salidos de una película, geografías remotas. Una que pone en entredicho las reglas del juego democrático. Las noticias falsas no discriminan entre Oriente y Occidente, afectan a todos sin mirar a quién.
Cuando se azuzan los riesgos que conlleva internet, comprensiblemente quienes enfocan sus virtudes responden que son teorías conspirativas. Pero si, como dicen las cifras oficiales, el tiempo promedio de conexión a internet de los argentinos es de 4 horas 29 minutos por día, muy superior al de consumo de música (3 hs. 15 minutos) y de televisión (2 hs.45 minutos); si de los 41.6 millones de usuarios activos de internet en Argentina, Facebook tiene 33 millones y Twitter roza los 19 millones; si más del 35 por ciento de la población comenta y comparte contenidos en redes sociales; si el gasto en internet, cable y celular es lo que más se lleva de la inversión cultural por parte de los argentinos, es una perogrullada afirmar que la Red forma parte de la cotidianeidad de la mayoría.
¿Será por eso que hacemos un uso acrítico cuando, por ejemplo, le cedemos todos nuestros datos gratuitamente a las plataformas? ¿O cuando no subimos al máximo la vara de exigencia respecto del contenido con el que nos bombardean? ¿O cuando mantenemos conversaciones y compartimos imágenes de nuestra intimidad a través del chat? ¿O cuando no le damos el valor que realmente tiene a las denuncias por uso indebido del contenido al que acceden las empresas? ¿O cuando no sopesamos como se debe el hecho de que las plataformas censuren unilateralmente la imagen, por ejemplo, de una mamá dándole el pecho a su bebe?
Las noticias falsas no son ninguna novedad. Que se haya acelerado y extendido al máximo su circulación no agrega prácticamente nada conceptualmente hablando. Existen desde que la humanidad es tal. En realidad, abren una ventana para observar varios fenómenos. También, resultan útiles para ver en qué se convirtió la red creada en 1989 bajo el anhelo de expandir los límites de la libertad. Comprender el proceso de elaboración de la inmensa cantidad de noticias falsas y sus efectos nos permitirá no solo aprehender las causas, las consecuencias y los riesgos sino también quitar el velo a los intereses económicos y políticos que se esconden detrás.
Al cabo de esta investigación, emerge una conclusión espesa que requiere abordajes diversos. Si hay mucha gente que solo quiere consumir aquello que confirma sus creencias, el nervio de nuestra democracia tiene un problema. Pero si una empresa, cuya función aparente es la de comunicar a los sujetos sin importar el lugar del planeta donde se encuentren, hace un negocio de ese déficit, agudizando la burbuja, tenemos mucho más que un problema.
Involucrarnos en la industria de las noticias falsas nos obliga a quitar cuidadosamente cada parte que compone el artefacto, a revisar el contrato social, el vínculo consumista con los medios de comunicación, el estatus de ciudadano con derechos y obligaciones y, también, a aguzar los sentidos ante lo dado.
El fin es recuperar la capacidad de interrogar tercamente a los verdaderos responsables. Por eso, este libro habrá valido la pena solo si, aunque cambien las condiciones, muten los nombres de las apps y emerjan neologismos como fluye el agua, usted pudo encontrar aquí el mapa que le ayude a salir del laberinto.