El artículo 761 bis del Anexo I del Código Alimentario Argentino sancionado por la Ley 18.284 de 1971 dice: “Se entiende por alfajor el producto constituido por dos o más galletitas, galletas o masas horneadas, adheridas entre sí por productos, tales como mermeladas, jaleas, dulces u otras sustancias o mezclas de sustancias alimenticias de uso permitido. Podrán estar revestidos parcial o totalmente por coberturas, o baños de repostería u otras sustancias y contener frutas secas enteras o partidas, coco rallado o adornos cuyos constituyentes se encuentren admitidos en el presente Código”.
No nos dice nada de la forma, lo que sugiere que se permiten todas, abriendo un momento de crisis formal que ya fue resuelto. Los fabricantes fueron a lo seguro, es decir a los cuerpos de la geometría clásica: el cilindro y el prisma rectangular. Desde su origen, que es anterior en varios siglos a la ley que define su materia prima, el alfajor buscó su perfección en el clasicismo. En el clasicismo y en el miniaturismo, y también en el narcisismo, porque un alfajor ¿qué es sino una torta para uno solo, una torta blindada e incapaz de abrirse a la distribución cooperativista o a la concesión? Un alfajor es una dosis indivisible, un cuerpo sellado, una cápsula. No hay que confundirse: bajo su aspecto de porción late la totalidad. Salvo un adoquín o un ladrillo macizo, no hay nada más concreto que un alfajor.
En la Argentina se venden 2.200 millones de alfajores por año, a un promedio de 55 por persona. La frecuencia va en necesidad y gustos. Uno por semana sería la variedad homeopática de un consumo sano. Pero es difícil. Desde que empecé a escribir estos recuerdos ya comí dos, los dos blancos de la fábrica Havanna, donde estuve hace tres días cumpliendo el sueño imposible de entrar a un lugar con todas las ilusiones y salir mareado de satisfacción. ¿Y ahora qué? ¿Cómo voy a hacer para bajar de esa experiencia, al mismo tiempo lujosa y ascética, de haber incursionado en el interior profundo del mito?
Las chimeneas mezclan sus olores en el ambiente, donde no sobrevive la identidad de ninguno, y forman un gas inédito con esporas de dulces y harinas. No faltará mucho para que los skaters de Mar del Plata se reúnan en la puerta de la fábrica para fumarlo en ranchadas. Entretanto soy el joven Werther en avenida Constitución, esperando conocer aquello que vengo amando con tanta plenitud que la hostilidad de la frontera en que nos detienen me cae muy pero muy bien. Es la hostilidad de la excelencia. Vamos a pasar, por supuesto, pero lo haremos como el cirujano que va a operar a un presidente, ajustando todos los recaudos de la asepsia, esa bioparanoia por la que terminamos disfrazados con guardapolvos, cofias y barbijos.
Somos una partícula extraña en un reino que sólo acepta la combinación de purezas. Un miligramo de polvo que se filtre en la línea de montaje es suficiente para detener el mundo. La jefa de control de calidad de la planta, María Lamatina, prueba la eficacia del sistema. Apoya una insignificancia metálica en la cinta sinfín que transporta las tapas de alfajor, se oye un breve golpe de sirena, se detiene la cinta y se abre un pozo de Alicia por donde caen las quince o veinte unidades sospechosas. Es el momento policial del just in time que ya quisieran vivir los comisarios de todo el mundo, porque lo que se detecta es el delito en su fase flagrante y con la bendición de atrapar al ladrón con sólo estirar la mano.
La ronda dura dos horas de éxtasis y no me dan ganas de divulgar sus detalles sino de atesorarlos en un silencio interior para soltarlos cada tanto como haikus del rubro repostería:
El oro y la plata
de los envoltorios
cubren el manjar.
El horno templa
el alma oscura
del chocolate.
Clavarme a lo bestia
con gran egofilia
este Havannete.
Estoy acá por un secreto y ninguna maravilla me distrae hasta llegar a él. En una sala de máquinas un repostero está haciendo ese secreto: el merengue italiano que cubre el alfajor blanco. Una batidora gigante hace girar el merengue en un bowl de acero de unos sesenta litros. La mano de obra (la mano de obra de arte, para ser precisos con la experiencia) vuelca constantemente en el interior del merengue una jarra con almíbar. El ritmo con que lo hace es, sin dudas, una escritura que no se puede emular, una naturaleza indescifrable pero visible que se filtra en los intersticios de esa máquina insensible llena de poleas, llaves térmicas y palancas que llamamos fábrica.
Pero afuera de este milagro ocurre otro que es aún mejor porque, además de manifestarse como la realidad de un teatro imposible, yo ya lo había visto en mi imaginación. Es una escena importada del pasado mítico e iconográfico de la Revolución Industrial. Hay unas treinta mujeres sentadas a un lado y otro de una cinta sinfín, de espaldas a la corriente que trae los alfajores todavía sin cobertura. Dos palabras para este paisaje: río, camalotes.
Las mujeres estiran una mano sin mirar y levantan el alfajor; en la otra tienen una espátula con la que lo cubren y vuelven a dejarlo en su lugar en una maniobra que tiene la velocidad de la luz. Y allí van los alfajores blancos rumbo al horno en busca de la consistencia mate del yeso que los convertirá en algo más que alfajores: los convertirá en esculturas, es decir en lo que son y en lo que representan.
Me curo de la resaca de placer en la pileta del Hotel Provincial. Sobre una pared hay una foto gigante de la costa que reproduce la zona del centro. Desde un punto de vista marítimo esa es la fachada de la ciudad. En la cordillera de edificios se destacan los bloques de Bustillo y la torre Demetrio Elíades, conocida vulgarmente como Edificio Havanna y reconocible por sus líneas racionalistas que nada tienen que envidiarle a las de un alfajor. Pero debe haber algún chiste de perfil masónico en el hecho de que en la planta baja haya en un extremo un punto de venta de alfajores Havanna y en la otra uno de alfajores Balcarce.
Quizás sea una concesión de Havanna a la competencia, concentrada en el reconocimiento de su rival más leal y más antiguo. Es un gesto perdonavidas que empieza y termina en la planta baja. En la planta alta, a 125 metros del suelo, no hay lugar para dos. El cartel luminoso con la marca (la marca de una de las pocas unanimidades argentinas) es uno solo, y es un cartel pero también es otra cosa. Es un faro que, a diferencia del faro oficial de Punta Mogotes, no se rebaja a una frecuencia de destellos: destella siempre.