Cuando conocí a Kaidú, el perro de Juan, no imaginé que me casaría para toda la vida. Esa duda que aparece cada vez que nos enamoramos y, a punto de comprometernos, nos envara estúpidamente, nos ronda y nos acecha como si no existiese la posibilidad del error, como si los seres humanos debiéramos evitar equivocarnos y, a pesar de nuestra voluntad no fuéramos a tropezar, de un modo repentino, con los papelones más ridículos, despiadados o patéticos.
Vi a Juan por primera vez un mediodía en una muestra colectiva de un artista amigo. Puro azar. Me cautivó su timidez, una reticencia a preguntar las cosas obvias. Observaba los cuadros en detalle y también estaba atento al movimiento alrededor, como si esperara alguna señal mínima para moverse en una dirección u otra de la galería. Lo recuerdo nítido en ese momento como alguien que se concentra en su objetivo, con cierta discreción. Tal vez esa falta de ansiedad —o el vino blanco bien frío— me relajó y entramos en un diálogo intenso: de pronto me encontré contándole las cosas más cruciales de mi vida de manera maníaca, me zambullí en la confidencia desatada, algo inusual en mí, porque no soy una gran conversadora. Él, quizás alentado por esta locuacidad, me confió algunos hechos igualmente serios y otros graciosos, y aludió a su «sentido de inadecuación», una definición que con el tiempo volvería a iluminar como un centro de gravedad que explicaría decenas de sinrazones. La conversación se desbordaba con la exageración de quienes intuyen que no van a volver a verse. ¿Tal vez alguien que no expresaba ansiedad me inspiró confianza? ¿Cómo saberlo? Todavía hoy me resulta imposible reconstruir el impromptu.
El sol bajó. Me doy cuenta de que ya quedan pocos amigos en la galería, pero él no se va y yo tampoco. Se acerca el artista con una sonrisa satisfecha —llena de dientes— para invitarme a seguir el festejo en una pizzería cercana. Veo como Juan chequea la hora, preocupado, y enseguida me pregunta si lo acompaño a pasear a su perro. Me resulta simpática la propuesta y acepto.
Subimos a su moto y nos deslizamos a una velocidad crucero bajo el sol de la primavera tardía que no llega a acalorarnos. Vamos livianos, con cierta efervescencia; los jacarandás de Palermo y plaza Francia están florecidos con una voluptuosidad fuera de toda proporción. La vida por esas calles anchas y avenidas parece transcurrir dulcemente.
Al trasponer el pesado portón de entrada al edificio, oímos los ladridos que llegan desde lo alto. «Debe estar desesperado», dice Juan, «salimos muy temprano esta mañana». A medida que subimos, se hacen más fuertes. Si en esos segundos imagino a un ser feroz, en cuanto Juan abre la puerta del departamento un perro mediano y suave, común, nos recibe con saltos de alegría y nos obliga a salir enseguida. Veo que es una mezcla de policía y collie, de pelo castaño brillante y con reflejos dorados.
Me mira por primera vez de refilón, mientras Juan lo obliga a darme el paso para entrar en el ascensor. Al llegar abajo, espera a que yo salga: ya incorporó la indicación. Camina a nuestro lado y al cruzar por la senda peatonal noto que va suelto, sin correa, un detalle que me gusta. También me impresiona su cuerpo fibroso, de movimientos elegantes y asertivos, rápidos, carentes de brusquedad.
Juan no lo pierde de vista en la plaza, atento a que no coma cualquier desecho tirado por ahí. Habla conmigo, pero la mirada está puesta en él: si lo ve desviarse del camino previsto, le pega un grito seco y Kaidú responde.
De vuelta en la casa, se mueve con naturalidad del living a la antecocina; allí tiene su recipiente de agua y una manta mullida. Ese es su territorio, donde dos veces por día su amo deposita su plato de comida. Pronto me enseña que ese pasillo, que une el hall central con la cocina, es su dominio.
Desde ese día, en cada visita, Kaidú nunca me frena el acceso a «su dominio» y me hace sentir que hace una excepción, porque no son bienvenidos los desconocidos; tampoco los conocidos que lo ignoran y no le piden permiso. Si los ve encarar desde cualquier otro lugar de la casa, se anticipa y, con un movimiento veloz como un zarpazo, marca su territorio. Al intruso no le queda otra que dar un paso atrás y esperar su acuerdo.
Kaidú no festeja especialmente mi llegada. Cuando viene a recibirme al ascensor, se adelanta para olerme, siempre interesado en lo que procede de la calle; después, desde su lugar al lado de la puerta ventana que da a un balcón angosto, estudia mis movimientos con una energía elíptica, como si algún signo de esos que registra al vuelo le diera una información que elaborará secretamente.
Mientras Juan y yo tomamos tragos frescos y nos acercamos entre risas y miradas cargadas, Kaidú prefiere estar atento al mundo exterior. Le gusta echarse al lado de la ventana lateral y mirar el movimiento de la calle, con una mezcla de displicencia y atención (atención del que espera y está atento). A veces algo lo sorprende y levanta una ceja. Noto que las enarca alternadamente cuando mira hacia un lado o hacia el otro con detalle: levanta una ceja y enseguida la baja y levanta la otra y la baja y de pronto dirige su mirada a mí y me parece que busca lo más recóndito, por la pendiente de la ceja sobre el signo del ojo.
Escuchamos música a todo volumen: Nels Cline y Medeski o Masada; Kaidú se mantiene imperturbable. Solo se acerca a la mesa cuando ve los quesos y huele los encurtidos maduros. Los escruta como quien quiere saber qué nos entretiene, pero se mantiene a cierta distancia, sin mostrar necesidad. Kaidú no es un perro que se babea por nada ni por nadie. Juan le puso ese nombre por el último kan mongol rebelde, el tataranieto de Gengis que confrontó al poder hegemónico de Kublai, y ese linaje se inscribió en él.
Nunca me gustaron los perros en departamentos. Sin libertad de moverse a su aire, de decidir por ellos mismos los momentos de esparcimiento o de desahogo, los veo sin solución doblegados a los humores, caprichos o hábitos de sus dueños. A fuerza de costumbre, van resignando sus impulsos espontáneos y terminan siendo compañeros previsibles, sosegados. Su día se va marcando a partir de los permisos o de las voluntades de quienes disponen de sus salidas y excursiones y también pautan sus horarios de comidas. Ni hablar de los nenes gritones o chillones... que pueden ser odiosos cuando los manipulan con superioridad como si fueran juguetes. En cambio, adoro los perros al aire libre, en el campo, en la playa, corriendo atrás de algo o de nada, o simplemente echados a la sombra, expandiéndose sin restricciones. La domesticidad no tendría que forzarse ni regularse, sino estar siempre abierta a alteraciones y vaivenes del ánimo.
En casa me encuentro pensando en Juan y Kaidú. Me pregunto: ¿cómo «vivir juntos» sin delimitaciones de espacios y tiempos? No tengo respuesta, ni siquiera a la referencia más literal. Solo podría especular, carezco de experiencia en este aspecto: no he vivido con nadie por elección; desde la convivencia familiar adolescente con mi madre y mis hermanos, no he compartido espacios físicos y emocionales de manera permanente. Es un programa que hasta ahora no logró interesarme. Me resisto.
En la plaza, Kaidú tiene un hábito que Juan no reprime: le encanta ladrarles a los perros que están encerrados en el canil donde los paseadores los juntan para que jueguen entre ellos o descansen; les ladra desaforado mientras da vueltas a la velocidad que solo él puede alcanzar, cancherea, los humilla. Ante esa provocación y alarde de libertad, los perros se vuelven locos y los cuidadores también, y Juan y yo nos reímos de su maldad. Mientras nos alejamos, nos mira de costado sin buscar aprobación, no hace falta ser explícito, él también se ríe entre dientes y muestra sus muelas de cocodrilo.
Desde que conozco a Kaidú, observo a otros perros en la ciudad, en los cafés y en la calle y noto que él no busca llamar la atención ni se arrebata con berrinches demandantes; tampoco es un sobreadaptado; se forjó un carácter con la elegancia de los prescindentes que no muestran sus emociones.