Cada diciembre, en diferentes talleres de escritura, circula una consigna que suele replicarse incluso en aquellos que son coordinados por escritores que se odian entre sí. A los talleristas, sentados en círculo sobre sillas desparejas, como en una reunión de Alcohólicos Anónimos, se les pide que escriban un cuento de Navidad. Con el runrún del aire acondicionado de fondo, se habla del espíritu navideño, de la omnipresencia de la fecha, de reuniones familiares que estallan por exceso de costumbrismo. Antes de irse con la consigna anotada en el cuaderno, a modo de referencia se les pasa a cada integrante un juego de fotocopias con cuentos clásicos de O’Henry, Dickens o Paul Auster, por nombrar los que aparecen primero en la lista.
Como tantos aspirantes a escritor, yo también escribí mi cuento de Navidad. Se llama «Doce menos diez» y fue publicado primero en una revista española y luego en una antología armada por un hipermercado, que distribuyó entre clientes.
El protagonista de «Doce menos diez» es Rubén, un obrero que vive en el conurbano y para hacer plata extra trabaja de Papá Noel en un shopping de Capital. Rubén, con la tafeta roja del traje pegada en las piernas, debe permanecer catorce horas continuas sentado en un banco de madera, recibiendo a chicos y chicas que quieren sacarse una foto con él. Debajo del banco tiene el regalo que le compró a su hijo; espera entregárselo antes de la medianoche. Cuando se hace el horario de salida, Rubén teme perder el último tren que lo acerca a los suburbios de la provincia. Un compañero le ofrece llevarlo hasta la estación Plaza Constitución. Rubén acepta, a pesar de tener que salir corriendo, sin poder siquiera cambiarse el disfraz. Vestido de Papá Noel se sube al último tren y, con el regalo bajo el brazo, atraviesa la ciudad mirándola por la ventanilla del vagón. El desenlace incluye a un carro empujado por un caballo flaco, rodeado por «fuegos artificiales pobres de pueblo», como dice una canción.
Ese fue mi primer cuento triste de Navidad. Cuando nos pasaron la consigna en el taller, me prometí no escribir sobre navidades propias, de mi familia. Menos que tuvieran a Sebastián como protagonista, tomando cocaína en el baño de casa o volcado en la cocina, ya en la madrugada, a centímetros del horno encendido donde quemaba restos de asado que había puesto a calentar.
En esos años, gran parte de mi generación estaba escribiendo en primera persona, con su ombligo de faro. Varios críticos empezaban a hablar de autoficción y escritura del yo, como marca y decadencia de época. Incluso escritores que admiraba hablaban pestes de la escritura autobiográfica, aunque en su pasado el género formara parte de su obra y en el presente modularan su yo desde distintas redes sociales. De la denominada escritura del yo, si es que algo semejante existiese, me quería escapar igual que de una ropa de moda que te ridiculiza frente al espejo. En ese entonces, aún creía que uno podía decidir sobre aquello que iba a escribir. Y, como quien piensa que puede hacer desaparecer a un fantasma con solo cerrar los ojos, intentaba con relatos de zombis, de vampiros o de personajes con contornos realistas, ajenos al mundo que pisaba y me transformaba y me constituía.
De la denominada escritura del yo, si es que algo semejante existiese, me quería escapar igual que de una ropa de moda que te ridiculiza frente al espejo.
Mi vocación de resistencia era total. En uno de los ángulos de la pantalla de la computadora, en un papel rosa, había copiado una frase de Walter Benjamin que leía antes de empezar a escribir. Decía: «Habría que acostumbrar a los escritores a considerar la palabra yo como su reserva de víveres. Así como los soldados no pueden tocar la suya antes de que pasen treinta días, tampoco los escritores deberían desenterrar el yo antes de tener cumplida la treintena. Cuanto más temprano recurren a él, peor entienden su oficio».
Mi reserva de víveres, antes de los treinta, se iba llenando igual que un pozo ciego que rebalsa de mierda. No había cumplido quince años y ya podía ubicar en el mapa las comisarías de Longchamps, Adrogué, Lanús, San Vicente, Villa Gesell, La Plata, entre otras. Lo mismo me sucedía con los dealers de zona sur. Aún no había probado mi primer porro y ya sabía dónde conseguir merca, con quién había que hablar y a qué precio se podía comprar. A todos los lugares solía ir de noche, junto con mi mamá, cuando salíamos de ronda a buscar a mi hermano.
Marcada por el impulso aleatorio de la desesperación, sin previo aviso, cuando pasaban varios días sin ver a Sebastián, mi mamá decía: Vamos a buscarlo. Por ser el menor y el único que pasaba tiempo con ella en la casa, me tocaba seguirla. Sentado en el asiento del acompañante del Peugeot 504, apuntábamos a la comisaría más cercana. Luego pasábamos a la siguiente, y así hasta verlo detrás de un calabozo amontonado junto a otros presos. Cuando eso sucedía, en los hombros sentíamos algo parecido al alivio.
Si no lo encontrábamos en ninguna comisaría u hospital, pasados los días, íbamos a preguntar a los dealers de la zona. Andábamos a los tumbos por los pozos de las calles del barrio Betharram, en el fondo de Burzaco, con las ventanillas altas y los ojos pegados al vidrio, intentando hacer coincidir una de las sombras que rondaban la manzana de El Sicario con la de mi hermano. Luego íbamos a Los Álamos, pasando la estación de Glew. Mi mamá conducía sin GPS hasta el final del asfalto. En ese punto, como si pasáramos a otro estadio en un videojuego, los faroles se apagaban y la calle quedaba iluminada por las luces del auto que se desparramaban como agua por la tierra.
Una noche de verano, mi mamá, tras conducir varias cuadras por un paisaje empañado, estacionó frente a una casa con techo de chapa y paredes sin revocar. Bajó del auto y se paró frente al alambrado que separaba el terreno de la vereda sin construir. Como le había dicho Mary, una amiga suya que consumía, golpeó con las palmas. Tres o cuatro perros de diferentes tamaños se acercaron, ladrando, al alambrado. En la oscuridad, parecían uno solo, gigante, con un cuello troncoso capaz de sostener tres cabezas. Una mujer renga abrió la puerta de la casa. El rectángulo de luz por el cual apareció se apagó pronto tras su espalda. Caminó hasta la puerta arrastrando la pierna por un sendero de ladrillos partidos. El perro de tres cabezas daba vueltas alrededor suyo y luego volvía a ladrar frente al alambrado. La renga saludó a mi mamá con la mano, firme, como solo había visto hacer a los hombres. Yo bajé la ventanilla para intentar escuchar alguna palabra. Nada. Mi mamá hablaba moviendo los brazos y las manos; la renga escuchaba atenta, con las manos dentro de los bolsillos de una bermuda recortada. El perro de tres cabezas ladraba cada vez más fuerte, hasta que la renga agarró un palo del suelo y lo levantó frente a sus ojos. De inmediato, se fue para la casa, igual que una tropa en retirada que huele desventaja.
Mi mamá hablaba y movía la cabeza. Sin verle la cara, intuí que estaba llorando. La renga le apoyó una mano en su hombro. Mi mamá se pasó la mano por la nuca y se agarró los pelos como si quisiera sacarse la cabeza. Pensé en bajar, incluso abrí la puerta del auto. Pero, en ese instante, la renga la acercó a su cuerpo y la abrazó. Luego se separaron. Mi mamá anotó algo en un papel y se lo pasó. Cuando volvió al auto, tenía los ojos hinchados. Antes de darle marcha al Peugeot, la renga gritó: Ahora mando a mis chicos a buscarlo. Mi mamá la miró fijo, pero a pesar de estar desesperada no pudo decir gracias. Aceleró y nos fuimos a los tumbos. Aún era de noche; el horizonte seguía cerrado, sin ningún atisbo de amanecer en el cielo.
Cuando empecé a escribir este libro, me propuse no narrarlo con la voz de una lágrima que relata su caída. Menos como la biografía de un sobreviviente: nada de eso. Como un gesto de gratitud, pensaba, no hay que pedirle tanto a la literatura.
Entonces, ¿por qué cuento esta historia? ¿Por qué no puedo no contarla? Como leí hace unos días en uno de los diarios que llevo desde la adolescencia, en una frase que no recuerdo si es propia o ajena, «escribir esta historia se me volvió inevitable: un modo de trascender el estupor y el sinsentido que te queda en el alma cuando experimentás algo cercano».
A la mañana siguiente, el teléfono gritó con su voz gastada, de oráculo resacoso. No era la renga, sino de la comisaría quinta de Brandsen, una de las pocas que no habíamos sumado a nuestro recorrido. Hacía 48 horas que Sebastián estaba en el calabozo uno. Lo habían atrapado luego de romper la vidriera de una zapatería y de encontrarlo con la mercadería encima. Mi papá llegó antes que nosotros. Por el filo abierto de una puerta, lo vi charlando con el comisario, en una oficina.
Esta vez zafa, nos dijo cuando salió, con la mano tocándose los bigotes, como si intentara cubrirse los labios.
A los tres días, en lugar de trasladarlo al penal de Ezeiza, lo llevaron a casa, a la casa de mi mamá. Hasta que terminaran de encajonar la causa, no podía pasar la reja: tenía una perimetral. Nunca supe si era cierta o una mentira para retenerlo mientras se desintoxicaba. Si lo encontraban afuera, «mandándose otra cagada», como decía mi papá, no iban a poder hacer nada.
Faltaban dos días para Navidad. En ese tiempo, Sebastián no cruzó la reja que daba a la calle. Ni siquiera salió del altillo. Mi mamá, a cada rato, abría la puerta de prepo para ver si estaba ahí, para saber qué estaba haciendo, para escucharlo respirar.
En la cena de Nochebuena, en la casa solo estábamos Sebastián, mi mamá y yo. No sabíamos si él se iba a sentar en la mesa o si estaba planeando escapar por la ventana del altillo. Mi hermana se había ido con su novio, y mi papá la pasaba con su mujer y el resto de sus hijos. A la tarde, yo había llegado desde La Plata en tren. Al bajar en la estación, de pasada, había comprado asado y algunas achuras para tirar a la parrilla. Sin embargo, a la noche, cuando estaba cortando ramas secas para prender el fuego, mi mamá me pidió que lo hiciera en el horno.
Así estamos adentro, me dijo.
La mesa la armamos en el comedor, cerca de la esquina donde años anteriores poníamos el árbol de Navidad. En el medio había ensalada rusa y una botella grande de Sprite. La única señal de Navidad en nuestra casa eran las servilletas de papel verdes y rojas debajo de cada juego de cubiertos.
En la calle, a pesar de ser verano, el sonido del viento era más fuerte que el estruendo de los cohetes. Después de las diez, llevé la bandeja con carne a la mesa.
Sebastián, Sebastián, gritó mi mamá mirando hacia arriba, hacia el altillo. El silencio era total, como si ella y yo fuésemos los únicos habitantes de la casa. Mientras le servía una costilla en su plato, ella subió las escaleras. Seba, Seba, escuché que dijo. De adentro del cuarto salieron unas palabras inentendibles: frases sueltas de un lenguaje desconocido. Sin cerrar la puerta del cuarto, mi mamá bajó las escaleras y se sentó en la mesa.
Dice que come más tarde, me dijo con la cadencia de una traductora.
Mi mamá pesaba cincuenta kilos. El médico que la trataba había amenazado en sacarle las pastillas si no hacía una dieta especial: Tu cuerpo no las va a aguantar, le decía. Sin embargo, esa noche, como tantas otras, ni siquiera cortó la carne que le había servido en el plato. Comió unas cucharadas de ensalada de papa y un poco de pan.
Mientras estábamos en la mesa, sonó el teléfono: podía ser mi papá, mi tía Susana, Érica o alguno de nuestros cinco primos hermanos. No atendimos. Ambos hicimos como si no lo hubiéramos escuchado.
Arriba de la estufa apagada, teníamos un reloj de madera. Las agujas estaban cerca de marcar las doce. Llené tres copas con Sprite. Volvimos a llamar a Sebastián. Nada. A las doce en punto, el sonido de los fuegos artificiales cubrió el ruido del viento. Yo me levanté de la mesa para ir a la vereda. Le pregunté a mi mamá si quería venir, pero antes de contestar abrió los ojos, en alerta, al escuchar movimientos en el suelo del altillo que estaba sobre nuestras cabezas.
Cuando escuchó los pasos de Sebastián bajando la escalera, a mi mamá se le iluminó la cara. A mí me sorprendió verlo: tenía la barba larga hasta el pecho y, a pesar de los treinta grados de temperatura, estaba con buzo y una campera de tela de avión que lo hacía más gordo.
Apenas se acercó a la mesa, mi mamá lo abrazó fuerte. Yo me quedé quieto, sin saber si dar un paso hacia afuera o si quedarme adentro. De la vereda llegaba el olor de los jazmines mezclados con la pólvora. Me temblaban las manos. Abrí la puerta y, sin mirarlos, con los ojos mojados, crucé el umbral siguiendo la promesa de los fuegos artificiales que iluminaban parte de la noche.
Título: La ley primera
Autor: Damián Huergo
Páginas: 152
Editorial Tusquets Editores