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La moneda en el aire

5 de junio de 2021 00:01 h

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Roy Hora: Terminamos la charla anterior con una nota pesimista: en los años de la Segunda Guerra Mundial, las iniciativas para expandir el mercado para bienes manufacturados con el fin de darle mayor escala y dinamismo a la industria no llegaron a buen puerto. Quedaban anunciados algunos de los obstáculos que, en las tres o cuatro décadas siguientes, iban a ponerle límites a la industrialización por sustitución de importaciones. Arranquemos nuestra conversación sobre la etapa que se inició en 1945 mirando sus costados más brillantes. En los años de Perón, la Argentina alcanzó un nuevo umbral de bienestar popular. Luego de un decenio y medio de estancamiento, retomó su marcha hacia adelante. En esos años, la mejora del bienestar fue más veloz y extendida que en cualquier momento del pasado, y benefició a muy amplios sectores de las clases populares y medias.

Pablo Gerchunoff: Fue un progreso en la incorporación social que no había terminado de consolidarse ni con el reformismo liberal asociado a figuras como Joaquín V. González, ni con los gobiernos radicales, y por supuesto, tampoco en los años treinta. Guido Di Tella solía decir que, con Perón, la Argentina hizo en cinco años lo que otros hicieron en cien en materia de inclusión de los sectores populares. Aun si esta idea es un poco exagerada, podría argumentarse –muchos lo hacen– que un proceso de cambio tan acelerado quizá haya provocado una “indigestión” macroeconómica. La década peronista de 1945-1955 fue un salto igualitario notable en un contexto autoritario, y sus consecuencias todavía no se han borrado del todo.

RH: La idea de justicia social ya tenía un lugar en la discusión pública mucho antes de 1945. Pero en los años peronistas la retórica de la justicia social ganó el centro del escenario político, se volvió omnipresente. El poder de la idea de justicia social, articulada además como una demanda que interpelaba directamente al Estado y la élite dirigente, es fundamental para entender el nuevo umbral alcanzado por los reclamos de inclusión que recorrieron la Argentina desde los años peronistas. Ante esa presión, cedieron los diques que, en la década y media anterior, habían reprimido o contenido muchas demandas populares.

PG: Para expandir tu reflexión me gustaría volver sobre el tema, que ya hemos conversado, de igualitarismo e incorporación social. Y para ahondar en ese asunto quiero recordar como punto de partida unas inspiradas páginas de Oscar Terán sobre igualitarismo en De utopías, catástrofes y esperanzas. En esa compilación aparecida en 2006, Terán usa el concepto “vocación igualitaria”, y no “impulso igualitario”, entiendo yo que para subrayar, en un diálogo implícito con Juan Carlos Torre, que no siempre la vocación igualitaria se convierte en igualitarismo. En cambio, digo yo, la incorporación social fue una constante tangible –no una vocación– desde las guerras de la Independencia hasta los años setenta del siglo XX, pasando por la gesta grande de la inmigración transoceánica e incluyendo las migraciones internas asociadas a la industrialización. La catarata de frases que los historiadores usamos para aludir a la vocación igualitaria son un himno al ingenio. Voy a mencionar tres: el propio Terán escribe que “en la Argentina los de más abajo miran a los ojos a los de arriba”; es casi sentido común adjudicar a José Gervasio Artigas el famoso “naides es más que naides”; Adolfo Canitrot decía que no le hubiera gusta do vivir en un país en que le cedieran el asiento en el colectivo por el color de su piel, como le había ocurrido en una nación vecina. Condimento esto con una cuarta frase popular que focaliza sobre la incorporación: “No me dejen afuera”. Con esta larga introducción como prolegómeno estoy dispuesto a afirmar  que  la década peronista de 1945 a 1955, o por lo menos los primeros tres años, fue un notable salto igualitario sobre un piso sólido de incorporación social. Iba a ser difícil y enormemente conflictivo volver atrás de eso. Los economistas e historiadores económicos que escribimos en clave de “sociedad conflictiva” o “conflicto distributivo” lo sabemos bien.

RH: Así es. En este plano, el peronismo tuvo aspectos muy novedosos, pero también era hijo de un pasado. El umbral del que partió era alto, sobre todo en lo que se refiere a la naturaleza socialmente democrática del orden social. Recién mencionabas algunos autores que llamaron la atención sobre el vigor de los cuestionamientos a las pretensiones exclusivistas de los poderosos. Esas críticas no desaparecieron en los años treinta, aunque el cierre del sistema político hizo que muchas veces las impugnaciones se manifestaran de maneras indirectas. Basta pensar en la difusión que alcanzó el lunfardo, o en el auge del tango y de la prensa popular para advertir que antes de 1945 los más educados habían perdido el derecho de definir qué era legítimo y qué no en cuestiones tan centrales como el lenguaje y el arte. El surgimiento de ídolos populares venidos muy de abajo, o el éxito de diarios no solo populares sino también populistas como Crítica nos recuerdan que, en lo que a representaciones del orden social se refiere, ya en la década de 1920 esas élites habían perdido gran parte del terreno que habían conquistado en la era oligárquica. La suerte corrida por la vocación restauradora de los golpistas de 1943, que entraron a la Casa Rosada con la idea de encorsetar o erradicar esa cultura plebeya, es muy reveladora. Lo recuerda Félix Luna en el que es, quizás, su mejor libro, El 45: sus esfuerzos por adecentar el tango fueron objeto de mucha burla. La paradoja es que del seno mismo de esa dictadura nacida integrista y antiobrera surgió la figura que le concedió su carta de ciudadanía plena a ese mundo plebeyo. En fin: lo que comenzó con Perón tenía una larga historia pero, a la vez, 1945 supuso un salto cualitativo en la legitimidad de esa cultura popular, entre otras cosas porque desde entonces tuvo la bendición del Estado y porque entonces nacieron instituciones que acentuaron el poder de los trabajadores y las mayorías. No fue fácil manejar y, luego, desarmar eso. En esta clave, atenta a los legados del pasado pero también a las novedades de la era iniciada en 1945, te propongo que arranquemos mirando el programa económico de Perón, y que lo pongamos en relación con las expectativas y demandas de aquellos a los que aspiraba a conquistar.

PG: Comenzaría diciendo que Perón no quería tanto. Cuando leo lo que Perón escribía o decía se me aparece mucho más como un discípulo más o menos conservador del general José María Sarobe que como un líder de eso que algunos llaman populismo. Su imagen de la organización de la sociedad, de la obra pública, de la infraestructura, del trabajo, me evoca a un líder mucho más moderado del que finalmente le tocó ser. A Perón el equilibrio se le escapó de las manos. Siempre tengo diferencias con los economistas que me muestran evidencias de los enormes desajustes que produjo la desmesura de Perón, y que me señalan que su política económica tenía patas cortas. En principio tienen razón. Hacia 1948, ya se vislumbraba una crisis externa –muy estudiada por Juan Sourrouille–,  así como desequilibrios fiscales y monetarios que parecían no molestar al general. Quizá por eso la experiencia justiciera fue histórica pero extraordinariamente breve. No duró ni dos años y medio desde el momento en que Perón llegó a la presidencia. Si somos más generosos y decimos que empezó en el 44, se extiende a lo sumo a cuatro años. Después fue un valle de lágrimas. Pero cuando me ponen frente a las cifras de los desequilibrios macroeconómicos provocados por la gran “indigestión igualitaria” que fue ese primer peronismo, viene mi pregunta de siempre: ¿fueron los dirigentes o fue la respuesta a una sociedad extraordinariamente demandante la que los obligó a ir por ese camino? Y además: ¿se puede decir que tuvo patas cortas un proceso que tiñó con sus colores siete décadas de historia argentina?

RH: No hay duda de que todavía vivimos en la estela de lo que cobró forma en esos años. Para entender los determinantes políticos de la política económica justicialista a mí me gusta situar el relato en los meses posteriores a febrero de 1946, cuando Perón fue elegido presidente. Sabemos que su programa apuntaba a producir un shock de bienestar que tuviese un alto impacto en el corto plazo, y para ello nada mejor que intentar mantener, simultáneamente, un alto nivel de salarios, una elevada tasa de ocupación y, por tanto, una distribución del ingreso más favorable al trabajo. Pero la importancia que Perón les asignaba a las iniciativas dirigidas a distribuir tiene que ver con que percibía que su posición política era frágil e incierta, y que los votantes que le habían permitido ganar los comicios del 24 de febrero en cualquier momento podían volverle la espalda. El mayor riesgo no venía del sindicalismo, importante para organizar la campaña electoral pero no mucho más poderoso que el que, hasta 1943, todos los gobiernos habían tratado con algo de desdén. Más difícil de conquistar, creo, era el pueblo radical. Recordemos que en esas elecciones Perón debió enfrentar a la fuerza que el grueso de los trabajadores argentinos había seguido por más de un cuarto de siglo. Desbancar a ese gran partido popular, que hasta entonces nunca había perdido una elección, no iba a ser una tarea sencilla.

PG: A veces se tiende a mirar esa jornada electoral como si el mito del 17 de Octubre fuese verdadero; esto es, como si para la primavera de 1945 las lealtades populares hacia Perón ya hubiesen estado firmes y cristalizadas, selladas para siempre, y no restaba más que certificarlo una y otra vez en las urnas. Entonces nadie pensaba en esos términos. Comenzando por los socialistas y los comunistas. Escribí en 1984, para un seminario organizado por Guido Di Tella y Rudiger Dornbusch en España, un artículo en la línea que has comentado. La idea era la primacía de la política, en mi opinión hasta aprobada la reforma constitucional de 1949, que en realidad es una reforma de fines de 1948.

RH: La oposición quedó desencajada y perpleja por los resultados de las elecciones de 1946; muy pocos pensaban que las mayorías iban a apostar por Perón. Gracias al poder que le daba su lugar en el gobierno, desde 1944 Perón había puesto en marcha la maquinaria de la reforma laboral y se había granjeado importantes apoyos sindicales. Pero creo que sabía que ninguno de sus beneficiados o de sus votantes en 1946 le había cedido un cheque en blanco: más común fue, en todo caso, la actitud de “probemos a ver qué pasa, veamos qué nos ofrece este coronel que promete tanto”. Recordemos que cuando Perón asumió la presidencia en junio los salarios reales prácticamente no se habían movido. Por eso pienso la situación como un escenario en el que Perón había formulado una promesa, y esa promesa había suscitado no lealtad sino esperanza. Y esto significa que, más que tenedor de un cheque en blanco, el nuevo presidente era el deudor de un oneroso pagaré. Y lo que veníamos diciendo antes sobre la potencia de la demanda popular, y lo que vos mostraste en El eslabón perdido, nos ayuda a comprender por qué, luego de firmarlo, no tuvo más opción que honrarlo: al hacernos reparar en todo lo que el período radical tuvo como etapa de mejora de la condición popular, nos recuerda que las clases trabajadoras tenían buenas razones para volver al radicalismo si la apuesta por Perón un personaje salido de la nada y a quien tres años antes nadie conocía y, para peor, un militardefraudaba las expectativas que supo suscitar entre 1944 y su llegada a la Casa Rosada.

PG: Los recuerdos de mi familia materna y paterna sobre el período van en esa línea. Ninguno de ellos pensaba que la Unión Democrática podía perder las elecciones a presidente. Durante el largo escrutinio se prepararon para una fiesta que nunca llegó. Estaban persuadidos de que llegaba a la Argentina la derrota “del fascismo” por la vía electoral.

RH: Eso creían los dirigentes de la Unión Democrática, a tal punto que, pese a los reiterados pedidos de Perón para que lo acompañaran, ningún dirigente radical de primera línea quiso aceptarle la candidatura a vicepresidente que tenía servida en bandeja. Sabemos que el cordobés Amadeo Sabattini no fue el único que la rechazó. Hortensio Quijano, un dirigente correntino de escaso porte, y para peor de pasado antiyrigoyenista, un hombre de la centro-derecha del partido, que además era un perdedor en su distrito, fue de los pocos que aceptó sumarse y que, por la reticencia de tantos, se llevó el premio mayor. No solo era una figura de segunda sino que, ya bastante entrado en edad, no tenía mucho futuro. Tan poco pudo aportar Quijano al caudal de votos de la fórmula presidencial que, pese al atractivo que podía significar para los correntinos tener a un hijo de su provincia en la boleta, Corrientes fue una de las cuatro provincias donde el oficialismo no ganó y, junto con San Juan, una de las dos en la que peor le fue. Esto nos dice mucho sobre cómo se veía el panorama electoral en el seno del radicalismo, el partido dominante del sistema político.

PG: Para Perón, un radical en la fórmula tenía una gran potencia simbólica, aun si la figura carecía de la estatura que él hubiese deseado. Desde 1916 en adelante todo había sido siempre radicalismo, pese a que todavía hoy los radicales no logran reconciliarse con parte importante de la historia de su partido en la década y media que siguió al derrocamiento de Yrigoyen, y continúan sin reconocer a Alvear. Nadie lo nombra, pese a que fue el elegido de Yrigoyen y el líder del partido por una década. Agustín P. Justo era radical, Marcelo Ortiz era mucho más radical que el propio Justo, a tal punto que fue uno de los que lideraron en el Congreso las reformas sociales de comienzos de la década de 1920. Hasta que llegó el peronismo, todo era radicalismo en alguna de sus vertientes. Perón capturó algo que parecía incapturable. Vale la pena leer en ese sentido el libro de Samuel Amaral sobre esas elecciones de 1946 y detenerse en sus minuciosas cifras. El voto a Perón provino mayoritariamente del radicalismo. Ese fue su gran éxito.

RH: Perón llenó sus listas de candidatos recurriendo a dirigentes sindicales, donde los había, pero sobre todo atrayendo a militantes radicales, casi siempre de segunda línea, los más dispuestos a arriesgar. ¿Qué otra cosa podía hacer una fuerza nueva, armada de apuro, sino convocar a lo que estaba disponible? De todos modos, me parece, lo más relevante de esa historia no fue lo que sucedió en la campaña o en las urnas ese último domingo de febrero de 1946, sino el hecho mucho más profundo de que en el curso de los dos o tres años posteriores se produjera esa formidable transferencia de lealtades que dejó al radicalismo huérfano de los apoyos populares que lo habían sostenido por tres décadas. Pese a que Perón solía proclamar que su reforma social estaba pensada para contener el avance de la izquierda, es dudoso que viera allí su tarea prioritaria. Él sabía muy bien que su principal desafío era otro: impedir que los trabajadores que lo habían acompañado en octubre de 1945 y febrero de 1946 vieran frustradas sus expectativas de mejora y retornaran, así fuese a regañadientes, al radicalismo. Esta tarea era bastante más costosa que doblegar al socialismo o al ascendente comunismo, o que disciplinar a la dirigencia laborista. Para ganarse a esos votantes populares –y para ponerlo en las mismas palabras que usabas hace un rato–, la política económica peronista tenía que indigestarlos de bienestar.

PG: Eso es muy importante: la macroeconomía en riesgo era políticamente necesaria. Y esto tanto en la relación con los radicales y sus votantes, como en la relación con los dirigentes sindicales y los trabajadores. Para neutralizar a líderes como Cipriano Reyes no alcanzaba con la violencia; también había que volcar muchos recursos. Y si había que volcar muchos recursos el riesgo de una crisis macroeconómica estaba latente. Si nos detenemos a reflexionar un instante, no es muy distinto a lo que pasó en los años de Juárez Celman. La indigestión de Juárez, y en parte de Roca, se originó en el intento de atemperar el federalismo desigual; la de Perón, en el intento de atemperar la desigualdad social, la desigualdad de clase. A veces pienso que toda la historia económica argentina se puede contar en unas pocas líneas atendiendo a esos dos ejes: el federalismo desigual y la rebeldía social frente a lo que se percibía como injusticia.

RH: Esto que decís nos sirve para entender el sesgo protrabajo de la política económica de 1946-48. Veamos el otro aspecto característico de la economía política justicialista: su exacerbado mercadointernismo. En esos años, la industrialización como fórmula para profundizar el desarrollo no fue una peculiaridad local. Muchos países tomaron ese camino. Era el signo de los tiempos. En la Argentina, sin embargo, esa apuesta vino con un muy fuerte énfasis en la autarquía económica. ¿Qué factores incidieron en este curso? Sin duda pesó mucho la necesidad de preservar el elevado nivel de empleo y salarios alcanzado durante el período de aislamiento artificial provocado por la guerra. Pero, en tu visión, ¿cuánto gravitaron eventos externos como la dificultad para exportar o el peligro de una nueva guerra mundial, que podían volver a derrumbar el comercio internacional?

PG: Creo que Carlos Díaz Alejandro, en medio de todos sus aciertos, se equivocó al interpretar la inmediata segunda posguerra como una etapa de normalización, que estaba dando lugar a una expansión del comercio mundial. Me gusta más cómo lo plantea Jorge Fodor, que tiene un artículo muy interesante sobre la falta de oportunidades para la expansión exportadora de materias primas alimentarias en la inmediata posguerra. El razonamiento de Fodor vuelve más comprensible la constitución de esa arquitectura económica que no solamente era justiciera sino muy sesgadamente mercadointernista. No termino de entender cómo vio Perón la reconstrucción europea, pero entiendo que el Plan Marshall estaba basado, según él, en la idea de que Europa debía ser lo suficientemente robusta como para enfrentar una tercera guerra mundial. Perón tenía en la cabeza una tercera guerra mundial. Si Europa iba a ir inexorablemente a una nueva guerra, tenía que aprender algo de las dos anteriores: no se podía perder una guerra por falta de alimentos. De allí a la autarquía alimentaria había un solo paso. Y de la autarquía alimentaria europea al proteccionismo industrial argentino había otro pequeño paso. De todas maneras, no puedo negar que Perón sobreactuó. Había un problema de demanda internacional de nuestros productos, pero el primer Perón se encargó de agravarlo desestimulando al campo y a las exportaciones. Es historia conocida: alimentos baratos eran salarios reales altos; proteccionismo industrial era, para la época, empleo alto. Otra vez la primacía de la política.