La trama de la vida en el planeta
Tal como surge de lo que señala Adolf Portmann (en Los cambios en el pensamiento biológico), la necesidad de sobrevivir no alcanza para explicar la existencia de la vida ni cuáles son los principios que orientan sus fines. En otras palabras, que la cola del pavo real se explique por la necesidad de seducir a la hembra no explica por qué la seduce semejante belleza. Konrad Lorenz (en La otra cara del espejo) dirá que o bien intentamos comprender a partir de lo que sensiblemente intuimos, o bien deberemos resignarnos a que nada podremos comprender. Katya Mandoki (en El indispensable exceso de la estética), explorando la sensibilidad estética desde las formas biológicas primigenias, nos conduce a coincidir con Portmann en que sólo el lenguaje del arte nos aproxima a comprender las manifestaciones de la vida en sus formas complejas.
Las teorías actuales acerca de la complejidad, que nos llevan a considerar que el conjunto de la vida en el planeta constituye una biosfera que funciona como un megaorganismo, ponen en crisis ideas tradicionales profundamente arraigadas. No sólo porque nos permiten comprender que, más allá de vivir indisolublemente ligados con otros miembros de la misma especie, sobrevivimos como integrantes de organismos “mayores”, sino también porque nos conducen a contemplarnos como seres compuestos “internamente” por la interrelación de otros seres vivientes.
La inmensa mayoría de los microbios que existen no son enemigos malignos. Las células sin núcleo (procariotas) que constituyen las organelas (mitocondrias, cloroplastos y undulipodios) de las células nucleadas (eucariotas) que integran un organismo complejo son bacterias que se unen para vivir en simbiosis. Cada uno de los óvulos que una mujer genera contiene, por ejemplo, unas cien mil mitocondrias. Cada uno de nuestros órganos es un continente “geográfico” dentro del cual conviven diferentes pueblos celulares, que se dedican a distintas “industrias”, en un permanente intercambio con los productos que provienen de los diversos continentes que integran el ecosistema interno de un ejemplar de nuestra especie humana. Lo que decimos se comprueba cuando reparamos en que un corazón o un hígado trasplantados pueden sobrevivir en otro organismo cuando el huésped lo acepta. Somos, entonces, una población de los microbios que nos constituyen desde el momento evolutivo en que aceptaron convivir en una sociedad pluricelular.
Fred Hoyle y N. C. Wickramasinghe (en La evolución de la vida desde el espacio exterior) señala: “Hablamos como si nosotros fuéramos los que digerimos nuestros alimentos. Es mentira: son las bacterias las que descomponen nuestra comida en sus sustancias más elementales, que nuestros organismos sí pueden absorber y aprovechar. Buena parte de nuestra digestión corre a cargo de nuestras bacterias. Nuestro papel se reduce a crear las condiciones para que ellas vivan en nuestro interior”.
Lewis Thomas, el insigne presidente del Memorial Sloan Kettering Cancer Center y miembro de la Academia de Medicina, en Nueva York, sostiene (en Las vidas de la célula) que, cuando va a pasear por el bosque, es imposible decidir si él ha sacado a respirar a sus mitocondrias o si son ellas quienes, con idéntico fin, lo han llevado a caminar por el bosque. Cuando un hombre se traslada, los billones de seres que forman sus órganos se trasladan con él. Cuando respira, una nube de microorganismos, que constituye una “biota” tan prototípica como lo son sus huellas digitales, “lo envuelve”. Muchos de los seres que, mientras vive, emana “viajan” hacia otra persona, y a veces se quedan para vivir allí.
Lo que habitualmente llamamos “individuo”, se trate de un ser humano, de una jirafa, de un árbol o de una ballena, es el producto de un “convenio constituyente”, simbiótico, de bacterias y de células que aceptan un “estatuto de procedimientos” para convivir integrando a los organismos pluricelulares. Una enorme cantidad de tales organismos pluricelulares, constituidos en especies, que conforman otros tantos órganos del ecosistema del planeta, se reproducirán a través de un microscópico plasma germinal que contiene la simiente de un organismo semejante.
Utilizamos la palabra individuo para referirnos a una realidad existente que si se divide cambia su manera de ser. Cuando usamos la palabra para referirnos, por ejemplo, a una persona, ese sentido estricto, de acuerdo con el cual sus células y las bacterias que las constituyen, en sí mismas, también son individuos, permanece implícito. Lynn Margulis y Dorian Sagan (en Microcosmos, por ejemplo) consignan que nuestro cuerpo humano está compuesto por cien mil billones de bacterias procariotas que integran los mil billones de células que nos constituyen.
Hoy sabemos que la abeja reina no gobierna la colmena, y que las agrupaciones de algunos insectos que hasta ayer llamábamos “sociales” constituyen en realidad superorganismos con una “inteligencia propia”, como sucede con las muchedumbres que denominamos “colmena” y “hormiguero”.
Pensábamos que una colonia de bacterias funcionaba, simplemente, como una agrupación de microbios, pero (tal como lo exponen con elocuencia Eshel Ben-Jacob, Yoash Shapira y Alfred Tauber en “Smart Bacteria”) en una pequeña mancha de muy pocos centímetros, una cantidad de bacterias (mayor que el número de seres humanos que habitan la Tierra) se constituye como un verdadero organismo “superbacteriano”, sensible en su relación con el entorno. Se trata de un organismo cuyos integrantes procariotas se comunican entre sí y desempeñan las distintas funciones que lo conforman.
Sabemos también que en los organismos más complejos una enorme cantidad de neuronas se interrelacionan para formar un cerebro en el que no existe una “neurona presidente”. Un bosque es un sistema ecológico, y la biosfera entera constituye una trama que se integra en el ecosistema del planeta configurando una complejísima red. Los seres humanos convivimos en ciudades de una manera similar y compleja. Nuestras comunicaciones han ido creciendo hasta “construir” una internet cuyo ejercicio funcional, tal como sucede en un cerebro, es “presidido” alternativamente por distintos conjuntos de sus integrantes, por distintos “nodos”, que adquieren preminencias transitorias.
Una multitud de fenómenos conocidos desde antiguo, que no pueden explicarse por obra de una selección natural, como, por ejemplo, la fecundación de algunas flores con la “interesada” colaboración de ciertos insectos o de pájaros, conducía hacia una interpretación, en términos de una inteligencia ecosistémica, que desde la ciencia no nos sentíamos en condiciones de asumir.
Agreguemos, por ejemplo, que Robert Sapolsky, profesor de Ciencias Biológicas y de Neurología en la Stanford Medical School, señala (en Mind, Life and Universe, de Lynn Margulis y Eduardo Punset) que no debe ser casual que el virus de la rabia, cuando infecta al perro, lo conduzca a morder, ya que el virus se acumula en la saliva, desde donde se propaga cuando es inoculado mediante la mordedura. Abonando la idea de que no se trata de un fenómeno casual ni de un episodio aislado, cita también el caso de la toxoplasmosis, cuyo agente, el toxoplasma, tiene por objetivo trasladarse desde el lugar en que habita transitoriamente, dentro de la rata, hasta el estómago del gato. Es bien conocido que a las ratas les desagrada fuertemente el olor del gato y cuando lo huelen se alejan, pero, cuando el toxoplasma afecta su cerebro, súbitamente aman ese olor, abandonan su fobia y se aproximan a él. El resto de las funciones de la rata no son afectadas por el toxoplasma invasor; sólo “reajusta” el cerebro del roedor para facilitar que el gato se lo coma, ya que de ese modo el parásito logrará su objetivo.
Hace unos años, en El interés en la vida, escribimos que el problema del “misterioso salto” entre el cuerpo y el alma ya no nos tortura tanto, y no porque lo hayamos comprendido en su totalidad, sino porque, desde que pensamos que lo que llamamos somático y lo que llamamos psíquico son como dos caras de una misma moneda, ya no es necesario encontrar un “mecanismo” o un lugar a través de los cuales podamos “saltar” de un lado al otro. Somos, siempre, un organismo unitario que se manifiesta, a la contemplación humana, con distintas cualidades, y lo único que “salta” es la mirada.
Decíamos, entonces, que lo que nos urge, en cambio, ahora, es comprender la crisis en la cual nos precipita un anacrónico concepto de “individuo” o, mejor dicho, de persona, que, como hemos visto (y tal como lo hemos expresado en La enfermedad. De un órgano, de una persona, de una familia y de un pueblo) en la biología de hoy, ya no se sostiene. Es una tarea de nuestro horizonte actual, tan difícil, como fue, otrora, aclarar el problema, mal planteado, del misterioso salto entre el cuerpo y el alma, cuando nuestras arraigadas intuiciones lo dificultaban.
Señalemos que, antes de que se consolidara la noción de lo que posteriormente se llamó derechos individuales, cuando los humanos vivían en comunidades como la tribu, y en un mundo mágico, las particularidades de cada uno tendían a quedar subsumidas en las normas de una convivencia colectiva. Por eso, no cabe duda de que el progreso en la noción de un derecho individual (que ocurrió íntimamente vinculado con el desarrollo del pensamiento lógico) constituyó un escalón enorme en la evolución de la humanidad. Pero tampoco cabe duda de que ese progreso ha dejado atrás su punto óptimo y ha ingresado en una exageración malsana que afecta nuestra convivencia de una forma grave.