Lecturas

Bien vestidos. Una historia visual de la moda en Buenos Aires 1870-1914

20 de agosto de 2021 07:13 h

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ARMAZONES

Entre 1850 y 1890, crinolinas, miriñaques, ahuecadores y polisones fueron fundamentales para modelar los contornos. Tanto los vestidos de diario –más moderados– y más aún los de noche –más voluminosos– requerían de alguna estructura para darles forma y reforzar la opulencia. Desde comienzos del período que aquí se aborda, el miriñaque fue un artefacto con una recepción dual, que despertaba una gran polémica. Al igual que sucedía con el corsé, los cronistas denunciaban que, en tren de seguir la moda y ostentar, las mujeres llegaban a extremos casi ridículos. Sin embargo, también eran varios los defensores, que argumentaban que resaltaba los atributos femeninos. Era, además, un artefacto que había que comercializar y vender.

“Condenar al miriñaque es condenar uno de los grandes atractivos de la mujer”, rezaba un texto firmado por N. G. en El Correo del Domingo de 1864. A continuación, en un tono humorístico, recreaba las distintas calamidades provocadas en la humanidad desde que la mujer había comenzado a vestirse: “de la hoja de parra a la crinolina, no hubo más que un paso”. El artículo captaba que, más allá de su aparente inutilidad, la crinolina ejercía un tremendo atractivo sobre la mirada masculina: “el que se ha casado con una mujer globo, no tolerará nunca verla convertida en una mujer espárrago. Si esto sucede, adiós felicidad conyugal”. La crónica fue producida en el momento de mayor auge del implemento, a mediados de la década de 1860. Su uso estaba extendido entre las mujeres e incluso las niñas de la burguesía porteña, tal como manifiesta la elegante pareja que posó para la lente de Antonio Aldanondo hacia 1865 o los niños registrados por Emilio Halitzky en una fecha cercana.

A partir de allí, el uso del artefacto comenzó a retroceder pero en solo tres años fue reemplazado por el polisón (también denominado tontillo), que presentaba una forma achatada adelante, para abultarse a la altura de los riñones y crear una gran protuberancia resaltando la parte trasera del cuerpo femenino. Para fin de la década de 1860 se destacaban precisamente por ser “sumamente grandes” (“Modas”, El Correo de las Niñas, 28.02.1869), podían ir acompañados del pouf o puff, protuberancia que aumentaba el volumen al ser colocado sobre el polisón.

La irrupción del polisón fue tan potente que entre 1869 y 1871 periódicos como El Mosquito o El Correo de las Niñas dedicaron innumerables caricaturas a burlarse de la atracción de las mujeres por dicho instrumento. Las sátiras manifestaban la incomprensión ante el capricho femenino por lucir estas incómodas e inútiles estructuras que entorpecían los movimientos y el tránsito urbano, pero que eran a la vez objeto de deseo por parte de las miradas masculinas. Mujeres que cargaban hombres en sus grupas, o parecían tortugas, muchachas que solo pensaban en competir unas con otras mediante la exhibición de su nuevo tontillo, en improvisarlo a cualquier costo o que adherían al “tontillón prusiano” aparecían, en el contexto de la guerra, tematizadas en las páginas del periódico dirigido por Henri Stein. Quizá la caricatura que mejor sintetizaba esta mirada descarnada sobre el artificio de la moda femenina era “un plano, corte y elevación” de una dama porteña, también obra de Stein, que revelaba todos los adminículos intrínsecos a la modelación anatómica. Allí, el polisón era un implemento entre varios otros que daban realce a los glúteos, el abdomen, el busto, para coronarse con un imponente postizo del que caía una catarata de bucles. Es decir, el polisón se combinaba con otros aparejos, como corsés y pelucas, e incluso mujeres entradas en edad recurrían a todo este arsenal, a veces sin lograr modificar la mirada de desprecio de sus maridos.

El polisón era también un elemento utilizado de modo recurrente para criticar a determinados personajes de la política y la vida pública. El gusto viril por los afeites o los aires extranjerizantes justificaba la atribución de rasgos femeninos, sintetizados en el uso del polisón, como fue el caso de Bartolomé Mitre, Lucio V. Mansilla o el etnógrafo, músico y pintor Ventura Lynch, fundador de El Correo de las Niñas.

Sin embargo, más allá de esta mirada masculina construida por la prensa satírica, el polisón no fue aceptado sin ambivalencias ni quejas por parte de sus reales o potenciales usuarias, conscientes de la artificiosidad y exageración a las que podía llegar a veces la moda. Al respecto, La Ondina del Plata publicó varias crónicas que precisamente se alegraban de que hubiera caído en desuso el “pouli o polisson [...] feo apéndice que se colocaban las señoras para estar a la moda” y que “daba a la mujer mejor formada (si se me permite y perdona la comparación) aire de un camello”. Precisamente, esta revista buscaba desnaturalizar el uso del ahuecador, “exceso de coquetería tan singular, que si ahora no nos asombra es porque estamos acostumbrados a verlo”, pero que sin duda inquietaría y provocaría risa en las generaciones futuras.

Por su parte, El Correo de las Niñas asumía que los “buenos mozos y las buenas mozas” no tenían necesidad de sufrir la tiranía de la moda, ya que tenían suficiente gracia para lucir cualquier modelo: “¡Abajo el polison, el corsé y el malacoff y vivan la gracia y la hermosura!”, declaraba un cronista oculto tras el seudónimo de Quevedo en 1877. Dos años después, La Ondina fue aún más lejos, cuestionando si era necesario volver a llevar esos “trajes espantosamente abultados, esos armazones de mimbre y ballenas que hacían aparecer a las damas de la corte de Luis XV como unos globos prontos para una ascensión”. Lamentaba la reaparición de los “armazones” y sugería medidas drásticas, al asociar la agencia femenina con el socialismo naciente:

Sí, revolucionémonos, amigas mías y al primer miriñaque que encontremos por esas calles de Dios prendámosle... una gruesa de cohetes... la divisa del Socialismo europeo es: fuego y acero – acero y fuego (es decir tijeras y tiroteos de risas) será con lo que escarmentará a ese aborrecido ministro, el socialismo femenino...

El polisón registró varias idas y vueltas durante la década de 1870, pero su lugar como accesorio modelador permaneció –con sus variaciones– hasta prácticamente los últimos años del siglo XIX. Entre 1882 y el fin de ese decenio, la parte posterior de la falda llegó a alcanzar ángulos de 90 grados. Las fuentes son elocuentes respecto de la implementación de esa moda en Buenos Aires, tal como se observa en los vestidos ofrecidos en venta por Dupuy y A la Ciudad de Londres, incluso en sus modelos para señoritas y niñas. También las anónimas muchachas, retratadas por los estudios de Witcomb o Chute y Brooks o representadas en ilustraciones que plasmaban la sociabilidad elegante en sus tiempos de ocio, lucían polisones que llegaban a formar ángulos rectos con la línea del torso.

Se sabe que para comienzos de la década de 1870 era factible adquirir polisones en los comercios de ropa blanca importada del extranjero, como por ejemplo el local que se ubicaba debajo del Club del Progreso en Victoria 180. Más adelante, cuando surgieron las tiendas departamentales, en las publicidades rara vez aparecían estos armazones discriminados como ítems separados, con su precio y medidas, como sucedía con los corsés. En el censo de 1869, figuraban entre los oficios de los porteños dos miriñaqueros, especialidad que ya no aparece en los registros posteriores. Seguramente, debido a que eran las modistas las que se encargaban de fabricar los implementos necesarios para dar forma a los vestidos. Así lo revelaba, por ejemplo, Perfiles y medallones, novela picaresca sobre las costumbres y pasiones porteñas publicada por Ceferino de la Calle en 1886. El texto narraba la visita del protagonista a la casa de una modista, en la que atisbaba con indiscreción el “saloncito de prueba” tapizado con suma elegancia, en el que se veían “como tirados algunos vestidos, restos de géneros, piezas de blonda, tiras de crinolinas, polisones, discos de caoutchouc”. Es decir, las modistas proveían, ellas mismas o mediante algún artesano calificado, las estructuras imprescindibles para el lucimiento del vestido. También podían ser adquiridas de importadores locales, como Tomas G. Foley, que ofertaba el famoso polisón francés Langtry en su comercio de la calle Tacuarí 28-32. Denominado así en honor a la actriz británica Lillie Langtry, el implemento se plegaba al sentarse y al acostarse para volver con rapidez “a su estado normal una vez en pie”, gracias a un mecanismo de bandas de metal sobre un pivote. Era ligero, fresco, fácil de ajustar al corsé con un simple cinto y se acomodaba a “cada dama y a cualquier vestido” (La Prensa, 1888). En suma, el ítem aparecía como un artículo de última tecnología que permitía seguir las modas más recientes, sin renunciar a la comodidad y a la libertad de movimientos.

La década de 1880 se caracterizó además por un estrechamiento de las faldas, que marcaban los muslos y las caderas al tiempo que acentuaban cada vez más la parte trasera del vestido. Nuevamente el humor filoso, producido por la mirada varonil, retomó fuerza al ritmo de la reaparición del polisón. Así lo manifestaba una poesía picaresca dedicada a la anatomía femenina.

¡Imposible! A cada punto

se estrechan las faldas más,

cual diciendo (no verás

nunca claro en el asunto)

Lo risible es que en conjunto,

las piernas al esconder,

Van indicando... sin querer

otro asunto que más vale

y de por sí sobre-sale

en las de toda mujer.

Pasaron los años y el polisón continuó siendo eje de sátiras que se burlaban de la dependencia de las mujeres de estos artificios de la moda, pero que a la vez daban cuenta de su centralidad persistente en el ajuar femenil. En 1892, el Almanaque del Sud aprovechaba la creatividad de la puesta en página para componer una poesía visual –en forma de polisón– que funcionaba como decálogo de una buena niña. Frente a la vanidad de la moda, el tipógrafo ansiaba conseguir una mujer que aspirara a “vestirse modestísimamente”.

Por supuesto, aquellas que tenían mejores presupuestos lograban que sus vestidos se acomodaran estupendamente al volumen real y construido de sus anatomías. Sin embargo, al igual que sucedió con el corsé, el uso del polisón se extendió entre los sectores medios y bajos. En 1899, una publicidad de Sapolio mostraba a una muchacha que realizaba las tareas domésticas luciendo un traje con polisón, del mismo modo que las casas de ropa blanca como Edgar T. Ely, ofrecían polisones elastizados fabricados con alambre de acero en $2.50 y $1,60.

Al promediar la primera década del nuevo siglo, los vestidos comenzaron a ceñirse cada vez más al contorno femenino o buscaban caer lánguidos desde la cintura. Esta ausencia de volumen en las faldas –por primera vez en casi cien años– reavivó los debates respecto de la evolución de la moda, que se aprovecharon para hacer un racconto de sus cambios. Para las crónicas, el perfil femenino o la “curva del talle” había llegado al extremo de ajustarse hacia abajo: “fácil es que dentro de poco veamos, como colmo de la elegancia femenina, a la mujer envuelta en una funda real y verdadera, ceñida alrededor de las piernas”, era una de las quejas frecuentes (“La cintura en las rodillas”, Apuntes y Recortes, 1909). Si sesenta años antes la chanza consistía en burlarse, como había hecho el caricaturista francés Cham, de la gigantez de un miriñaque que impedía a sus usuarias entrar en un carruaje o circular por el entorno urbano, la estrechez de las faldas también dio origen a innumerables chistes. Se había alcanzado el “punto antagónico de la crinolina” y el talle llegaría en breve a la altura de las rodillas.