Cuando tiembla la casa del poder
Me obsesionan las fotos de personas fumando, o que tienen algo dentro de la boca –un chupetín, una birome, lo que sea que traten como un cigarrillo–. Superpongamos dos: una foto de Alejandra Pizarnik con su biblioteca detrás, los ojos revoleados, sus labios apenas sostienen el pucho casi como por accidente. Y otra de Juan Gelman, con el cigarrillo entre las manos, el bigote, la mirada firme, el pulso aguerrido. Exagerar sirve para escenificar la distancia. El contraste amplifica estas fotos, las hace tomar vuelo, pedir pista: un imaginario de la política como las marchas, los sindicatos, las camperas de cuero, las noches pegando los carteles por la ciudad, la “rosca” –y las disputas más crujientes que la mera realpolitik–, esas capas hechas y deshechas, cosidas de mil modos. Y después, otro imaginario de lo que quedaría afuera de ahí: los afectos, las amistades, los cuerpos, los deseos, los hijos, las vulnerabilidades, las comunidades, el sexo, las angustias, las fantasías, los patios de atrás –y hasta el desborde que todo esto produce, como en esa escritura poética–.
“Compromiso” y “subjetividad” apenas sirven para etiquetar, más que géneros, posicionamientos ante estos (supuestos) bloques; desde luego el par es torpe, pero ayuda a activar la escisión que organiza estos imaginarios. Sobre todo, para enfatizar el difícil acceso de las mujeres y disidencias sexuales a una palabra ensayística, política, generacional, nacional. Dos asteriscos sobre esta afirmación: por un lado, las históricas –relativas, situadas, disputadas– formas en que, hacia las mujeres y disidencias sexuales, se puede leer cualquier cosa menos política. Por otro, que contra los esencialismos no podría suponerse que, inversa y binariamente, todo lo que hace una mujer es feminista o político a priori. Lo que se juega es el “reparto de lo sensible”, las condiciones de politización. Pero a un esencialismo no se lo transforma con otro.
Los feminismos ensayan, entonces, al menos, dos viajes: sacudir los archivos para mostrar las negociaciones, tensiones e intervenciones que las mujeres hacen con lo que la política hace de ellas –las anarquistas, socialistas y vanguardistas de las primeras décadas del siglo XX, Eva Perón, Victoria Ocampo y la generación de los años cuarenta, las militantes de los setenta, las madres y abuelas de Plaza de Mayo, entre otras– y también volver sobre las alejandras, sobre las historias mínimas, fugaces, silvestres –la saga de lo que llamo “las hermanas menores”–. La ciudadanía desde los feminismos tiene ese filón múltiple –las luchas públicas, las luchas privadas– para después hacer volar por los aires la división en sí entre estas “esferas” o “ámbitos”: la larga marcha por la participación de las mujeres en la construcción de lo público (voto, trabajo remunerado, derechos, poder) y la reinvención de lo público como zonas de lo común (instituir, escribir, cuidar, trabajar, maternar, abortar y amar también es político).
Feminismos y política, política y feminismos. Éste es un intento de unir esos mundos, los muchos mundos. (Los libros como territorios, los territorios como textos, los museos como instituciones, el rock como feminista, el peronismo como modernizador, la modernización como liberalismo, los daños como vulnerabilidad, el trabajo como racionalidad, la pareja como épica, y así). No importa tanto cada núcleo o palabra; importa la “y”, la “unión”, esos mundos de la política “real” –solo escribo “real” como consenso apurado o sencillo– y los mundos de la politización feminista. Una zona de promesas.
Del poeta Pier Paolo Pasolini no pude elegir ninguna cita como epígrafe, quizás porque en estas páginas están todas sus citas juntas, que es otra forma de decir esto: Pasolini encarna el siglo XX porque, como nadie, tiene un pie adentro y un pie afuera de la época (es decir, metido en el barro hasta el cuello). Período y época no son sinónimos, ni equivalentes, a veces entre sí se empastan, se pisan, pero raramente comienzan y culminan juntos. La periodización, aunque no está dada y pueda construirse, es una cronología, una cuenta, un lapso que empieza y termina, mientras que lo epocal es un estado de la imaginación pública, está hojaldrado de sensibilidades, flujos ciegos, espectros, promesas, en un amasado no siempre coincidente, que lleva encima emergencias, continuidades, rupturas, desvíos.
¿Dónde está viva la democracia? La democracia también vive en las multitudinarias plazas feministas y en las elecciones gubernamentales. Democratización de la democracia. Como si lo más complejo no fuera la política feminista, sino esa política haciendo temblar la casa del poder y, a la vez, haciéndose temblar a sí misma cada vez que conquista (más) poder. Este libro quizá solo puede ser escrito porque existe un Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad, porque la lucha por el aborto legal, seguro y gratuito está grabada en la roca. Simple y definitivo: dar la discusión ya está (casi) ganado. No se trata de pedir dar las discusiones, sino de darlas, en todo lo que hay para darlas. ¿Qué hace la política con lo que los feminismos hacen de ella? ¿Qué hacen los feminismos con lo que sus politizaciones hacen de ellos?
Tres verdades a medias: si todo es política, nada es política. Aun así: politización de materiales inesperados, no todo lo que dice “política” en letras de neón es la política. Tampoco lo es todo lo que se puede hacer sobre lo común. Algo, entonces, que se podría formular como lo que pasa en el medio, en el cruce, más que en el congelamiento de lo uno o de lo otro. Tríos, terceridades. Donde las cosas se juntan, se contaminan, se mezclan. Y una intuición: lo más potente es lo que los feminismos le hacen a la política “tradicional” porque, transversales en distintas inscripciones partidarias, movimientos sociales y sociedades civiles, no agotan su fuerza social en una persona o signo, sino que exceden las “representaciones” y “mediaciones” que han tallado la modernidad. Un gobierno nunca es solo un gobierno y no toda imaginación política es imaginación estatal. (Feminismos es la otra forma de nombrar las relaciones entre un Estado y sus sociedades civiles).
Los feminismos son horizontes de libertad –en una democracia de autonomía siempre relativa– que impulsan que las personas puedan elegir, incluso lo que no siempre se preferiría para sí. ¿Por qué juzgar a quienes no hacen lo que suponemos que haríamos si estuviéramos en su lugar? Aquí se traman dos problemas: “representatividad” y “mediación”. Este libro tampoco tiene por qué representar a cada quien, claro. Es político que así sea. La pasión por la política no es moral –apoyar lo bueno y condenar lo malo–: es la pasión por el conflicto. Y por lo que pasa, en especial, entre los órdenes de los conflictos.
Cada uno de los cinco capítulos traza mapas, los perfora un poco y, a la vez, colecciona ciertas obsesiones –casi como un álbum de figuritas: historias, personajes, canciones, escenas– desde las instituciones (piezas entre el Estado, la comunidad, la letra), los museos (el arte, la cultura, el rock), las formas de violencias (la lengua de la vulnerabilidad y la lengua del delito) y los trabajos (las discusiones por la producción y reproducción de la vida) hasta los modos de amar (donde se cuece el cruce de los lenguajes públicos/privados). Organizar, sí; clausurar, nunca. No busco agotar cada núcleo, sino que entre sí aprieten un mismo nudo: la política. Junto con las cosas que no puedo sacarme de encima: juventud, clase media, filiación, sexo, siglo XX, cómo cada generación está encendida y rota a su manera.
Está hecho de caprichos y de razones, como todos los libros de ideas. De formas de leer. (El riesgo de una lectura es la falla tectónica en la que se funda toda lectura.) Sobre feminismos y políticas, pero también sobre la Argentina –entre las rendijas de la persiana americana– y sobre la época. Lo impulsa la manía por las preguntas, por cruzar las caras de la luna, por las flechas que apuntan a los dos lados, por lo que pasa entre lo instituyente y lo instituido. Una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo. Ahí vamos.