Mondongo es un colectivo artístico (primero como trío, luego como dúo) que se ha convertido en un fenómeno de masas y de ventas. Mariano Llinás es uno de los directores más creativos y prolíficos del cine independiente argentino. Lo cierto es que los “mondongos” Manuel Mendanha y Juliana Laffitte (Agustina Picasso se radicó en Estados Unidos en 2008 y abandonó el grupo), y Llinás y su socio en la productora El Pampero Cine, Agustín Mendilaharzu, cultivaron durante más de 20 años una intensa amistad y colaboraron en múltiples proyectos de ambas partes. Un encargo de Arthaus en 2021 al director de “Historias extraordinarias” y “La flor” para que registrara el proceso creativo de Mondongo pareció la excusa ideal para hacer pública esa relación, pero ocurrió exactamente lo contrario: el realizador y los protagonistas del retrato se pelearon y esa enemistad se convirtió en parte esencial de las películas.
Y hablamos de películas en plural porque aquel (fallido) encargo original derivó en lo que ahora se conoce como “Tríptico Mondongo”, tres largometrajes muy diversos entre sí en cuanto a registros, formas y tonos, pero que obviamente se complementan y potencian a la hora de abordar la contradictoria relación con el director, con el mundo del arte, con la materia de sus obras y con el dinero.
“El equilibrista” (73 minutos), “Retrato de Mondongo” (124 minutos) y “Kunst der Farbe” (90 minutos), se podrán ver en Arthaus Central (Bartolomé Mitre 434) desde este 21 de marzo. Estarán los viernes a las 20 y los sábados y domingos a las 19, durante lo que resta de marzo, abril y mayo, con entradas a $5.000 y $3.500 para estudiantes y jubilados (se sacan por Alternativa Teatral).
Que el “Tríptico Mondongo” se proyecte en Arthaus tiene toda la lógica: allí se desarrolla hasta el 6 de abril una muestra sobre el dúo artístico y su dueño, el coleccionista Andrés Buhar, no solo comisionó aquel film a Llinás que devino en trilogía sino que a fines de 2024 adquirió la instalación “Argentina (paisajes)” en US$1.270.000, convirtiéndose así en la obra más cara de la historia del arte argentino.
elDiarioAR dialogó con Llinás sobre el largo, tortuoso y cambiante proceso que llevó de las primeras imágenes caseras filmadas cuando él y los Mondongo eran unos jóvenes amigos hasta la ficción que asoma en la tercera y última entrega, “Kunst der Farbe”.
–Se nota en las películas que hay (¿había?) una muy intensa relación de amistad con los integrantes de Mondongo desde muy jóvenes ¿Desde cuándo manejabas la idea de hacer algo juntos y cómo fue mutando hasta llegar al encargo de Arthaus?
–Con Manuel y Juliana nos conocemos desde hace muchos años. Manuel trabajaba en el MALBA cuando nosotros comenzamos a trabajar también allí y fue uno de quienes insistieron de manera más intensa en que fuera en ese cine que se estrenara “Balnearios”, el primero de mis films que también fue el primero en proyectarse en el MALBA como un estreno. A partir de eso, se dio una amistad muy intensa que se acrecentó cuando Agustina Picasso, que también era una “Mondongo”, dejó el grupo. En esos años ellos experimentaron un crecimiento formidable en términos mediáticos y ello redundó en que se hicieran bastante conocidos entre el público y al mismo tiempo que generaran cierta irritación en el medio artístico, fundamentalmente entre cierta parte de sus colegas. Agustín y yo vivimos de muy cerca todo ese proceso, y durante años íbamos a ese mismo taller que aparece en la película y pasábamos largas noches hablando de esas cuestiones. Para mí, que desde siempre estoy obsesionado con las cuestiones que podríamos llamar de “ética artística” (cómo un artista lleva su carrera y su vida en relación, fundamentalmente, con el mercado y el dinero), estar cerca de ellos era una experiencia fascinante: un grupo al que admiraba mucho y que experimentaba un ascenso meteórico, con las evidentes tentaciones que eso conlleva, era un tema realmente apasionante si uno tiene la suerte de verlo de cerca. Esos encuentros eran realmente muy intensos, casi peligrosos, y hubo un momento en el que empezamos a filmarlos. También hay que decir que en aquella época con Agustín registrábamos casi todo, pero había en esas filmaciones algo que se parecía a una promesa. También hay que decir que entre ellos y nosotros eran habituales las colaboraciones: hicieron los afiches de “Historias extraordinarias” (más tarde también el de “Clementina”) y organizaron una muestra de mi largo film mural sobre el Río Paraná en la galería Ruth Benzacar (luego también mostrarían en la galería de Mondongo mi otro film sobre el Transiberiano). Por mi parte, escribí varias veces textos para prólogos de ellos, en general poemas que aparecían antes o en el medio de los estudios críticos. Agustín, por su parte, se dedicó desde siempre a filmar las obras de ellos. De modo que era una relación de muchísima confianza. Hay que agregar que al mismo tiempo ellos tenían una profunda vida social de la cual nosotros no participábamos y no es exagerado decir que ambos mundos nos mirábamos con desconfianza. Pero lo cierto es que esa relación se mantuvo de manera casi intacta durante más de 20 años. Agustín y yo íbamos, ellos pedían comida y abundante vino blanco, discutíamos un rato de cuestiones de ética y dinero hasta que en un momento Juliana ponía música, empezaban las sesiones de karaoke y todo terminaba en un amistoso desborde. Esas noches se repitieron durante años. Cuando llega la propuesta de Arthaus de hacer un film sobre ellos (y yo creo que desde el comienzo estaba claro que mi cercanía con el grupo debía ser un elemento integrante de la película) desde un primer momento pensé que ese encargo que me proponían era un trabajo que Agustín y yo estábamos haciendo desde hacía años, sin proponérnoslo, y que era el momento de darle una forma. En ese momento, yo creo que ninguno de nosotros imaginaba que ese encargo implicaría también el final de una amistad tan intensa, pero acaso retrospectivamente y para un observador externo, pueda resultar evidente. Hay cosas con las que no es posible meterse sin que se rompan.
–¿Cómo fue que terminó en trilogía? ¿Siempre fue la idea o los hechos precipitaron esa forma?
–Podríamos decir que lentamente fue apareciendo como una necesidad. Por un lado, el proceso del “retrato” se volvió tan tortuoso que de algún modo desvirtuaba el encargo que Arthaus nos había hecho. Después de todo, ellos querían hacer un film sobre el “Baptisterio de los colores”, proyecto de Mondongo inspirado en el tratado “Arte del color”, de Johannes Itten, y yo les estaba devolviendo una suerte de biografía personal. Entonces imaginamos la posibilidad de hacer ese film aparte, casi para “cumplir” con el encargo. La primera parte del tríptico está signado por ese origen y sólo se integró como obra cuando empezó a incluir el largo poema del cierre que finalmente hace de él algo que deja de estar signado por la idea del “encargo” y lo vuelve algo que pueda pensar como propio. En cuanto al film número tres, “Kunst der farbe”, desde un comienzo estaba pensado como un juego, con la idea del desafío, pero fue tomando una autonomía tal que no encajaba dentro de los otros solo como una sección. Cuando la relación entre el grupo y yo se cortó definitivamente, eso finalmente ordenó esa película: es en la ficción una especie de “venganza”, aquello que yo hago una vez que ellos se han convertido en mis enemigos. El film vuelve juego algo que en la vida real por momentos se pareció bastante a una tragedia.
–Resulta particularmente intensa y desgarradora la segunda película, creo que es donde más te expusiste a nivel íntimo en toda tu carrera. ¿Cómo lo ves hoy?
–Simplemente hubo un momento en que comprendí que un film así (sobre mis amigos, sobre artistas amigos, sobre artistas amigos que desde muchos lugares son acusados de frivolidad) corría el riesgo de volverse una tontería o un objeto abyecto si quienes lo hacíamos no nos atrevíamos a un máximo nivel de exposición. Cualquier film que no fuera “peligroso” hubiera resultado una cosa infame: un cineasta legitimado hablando bien de sus amigos, artistas legitimados. Una inmundicia. En ese sentido, la creciente hostilidad entre nosotros que el film muestra es también una creencia en los poderes del cine: la película había comprendido que nosotros no éramos más amigos aun antes de que nosotros lo comprendiéramos. Cuando empezamos a ver y a editar esas imágenes había en ellas tanto dolor y tanta decepción, tanta confianza perdida y tanta distancia en los intereses de cada uno, que no quedaba a mi criterio otro camino más que obedecer a esa tristeza y construir el film alrededor de eso.
–El dueño de Arthaus pagó una cifra récord por una instalación de Mondongo. En esta nota y en varios momento de las películas decís que muchas veces hablaban del tema del dinero ¿Qué opinión te merece estos hechos?
–Como dije antes, las cuestiones del dinero y el mercado eran la materia sobre la que hablábamos obsesivamente, todo el tiempo, en la época en que éramos amigos. Yo creía incluso que nuestra amistad estaba de algún modo sostenida en eso. Ahora que esa amistad no existe sería desleal con ellos continuar opinando sobre cosas que durante mucho tiempo fueron nuestras. No creo que corresponda que lo haga. Solo puedo decir que mi admiración por la obra de ellos sigue intacta y que me parece bien que ganen mucho dinero, al igual que todo artista talentoso y trabajador que se lo merece.
–Se dice que se puede hacer muy buen arte desde el amor y la admiración pero también desde el odio y resentimiento. Aquí, de alguna manera, hubo un poco de todo (y junto). De hecho, lo explicitás cuando citás a John Wayne en los westerns de Howard Hawks...
–No creo que haya habido ni odio ni resentimiento en ninguno de los films. Más bien lo que creo que se ve es tristeza por una amistad perdida. Acaso la tercera parte se permita alguna forma de catarsis, pero aun así está muy lejos del odio. Yo pienso en ese tercer film como una obra signada por la alegría de recuperar la libertad. El proceso de los dos primeros films fue extremadamente tortuoso, largo, lleno de sufrimientos personales y, desde luego, ruinoso económicamente para nosotros. Una vez atravesado ese mal trago, la tercera película aparece como liberada de esa angustia y entregada a las cosas que desde siempre nos hacen felices: la ficción, el juego cinematográfico, los viajes por las rutas de la provincia, la complicidad con las actrices, la sonrisa dulce de María Villar y la mirada de Pilar Gamboa, que, una vez más, justifican por sí solas la existencia del cinematógrafo.
DB/DTC