Adela Esther Duckardt tiene 89 años y vivió la mayor parte de su vida en Colonia Santa Teresa, un poblado rural pampeano fundado en 1921 por un grupo de alemanes del Volga entre los que estaba su papá. Su vida y la de Santa Teresa podrían escribirse casi en la misma línea de tiempo: Adela nacía cuando el pueblo estaba cumpliendo sus primeros quince años. Si bien en la Colonia todos saben quién es –lo sabrían aunque no fuese una figura mítica, el anonimato es un fenómeno escaso para sus 600 habitantes–, es posible que no todos tengan en mente su nombre completo. Desde que tiene memoria, el mundo la llama por el apodo que de chiquita le puso su familia: Popa, un desvío al castellano de la palabra “Puppe”, que significa muñeca en alemán.
A pesar de que todavía tiene fuerza para caminar y su mente conserva una envidiable lucidez, hace algún tiempo Popa decidió no salir más de su casa. Gracias a la ayuda de una de sus sobrinas y de dos empleadas, puede prescindir de las cosas que pasan en las casi treinta manzanas que componen Santa Teresa, su “allá afuera” más inmediato.
El sábado pasado, sin embargo, Popa rompió sus propias reglas: llegó hasta el Club Deportivo y Social Colonial para presenciar junto a casi 300 personas de la Colonia y otros pueblos vecinos la última noche del PampaDocFest, el único festival internacional de cine documental de La Pampa. Y ahí mismo se vio por primera vez en pantalla grande: durante la jornada de cierre, se proyectó Y estoy aquí, el corto que los realizadores chaqueños Marcel y Yoni Czombos, invitados a dejar una huella fílmica de su paso por el festival, filmaron y editaron en tiempo récord con asistencia de varios vecinos. En Y estoy aquí, Popa cuenta algunos de los acontecimientos que marcaron su vida: su juventud, su viaje iniciático a la Capital, el descubrimiento del amor, las cosas que le hubiera gustado hacer y las que finalmente terminó haciendo por obedecer mandatos. Frente a la cámara, Popa llora por los sueños que aún le pesa no haber cumplido. El público presente, testigo repentino de su intimidad, también llora con ella.
Con “el corto de Popa”, el PampaDocFest reforzó en esta cuarta edición celebrada entre el 10 y el 12 de abril una de sus apuestas centrales: involucrar a la comunidad local en el entramado de todas sus actividades. ¿Existirá en el mundo otro festival tan pequeño en escala y tan grande en espíritu comunitario? Esta rara avis en el mapa de eventos culturales argentinos nació en 2021, como una serie de proyecciones de cine en el marco del centenario de Colonia Santa Teresa.
Ubicada en los márgenes de una provincia de por sí periférica en el imaginario argentino, Santa Teresa volvió de la celebración por sus cien años una oportunidad para proyectarse más allá de sus límites geográficos: durante los festejos se inauguró un mural del artista Martín Ron, se crearon puntos de lectura que luego fueron replicando otras localidades, se mostró cine al aire libre para volver a reunir a los vecinos que, como casi todos los argentinos, habían estado metidos en casa mucho tiempo. Dos años después, el periodista y gestor cultural Miguel Roth –la cabeza inquieta detrás de todo esto– se puso al hombro una segunda edición, que desde entonces se celebra de forma anual e ininterrumpida. “A veces nos preguntan por qué hacer un festival de cine en un pueblo tan chico. Nosotros respondemos ¿por qué no?”, desafía él, que creció en la Patagonia cordillerana e hizo de La Pampa su casa hace poco más de siete años.
A partir de esa chispa inicial, el festival se fue expandiendo año a año, siempre sostenido por la comunidad de vecinos que todos los años lo vuelve a hacer posible. Esto podría ser solo una manera de decir, pero acá adquiere una acepción bien literal: las comisiones de trabajo locales organizan el patio de comidas que funciona de punto de encuentro; convocan artesanos, apicultores y pasteleros de pueblos cercanos para armar la feria que acompaña las proyecciones, preparan las sedes y coordinan la logística para llevar y traer a muchos de los invitados, que, a pesar de las ascendentes dificultades económicas –no solamente por el retiro del INCAA en apoyo económico e institucional–, siguen creciendo en número y diversidad geográfica.
Con el sello indeleble de su fundador –que también es director de la plataforma de no ficción Angular–, la impronta periodística del festival este año se volvió a notar: el PampaDocFest combinó proyecciones con espacios para pensar en el oficio de detectar historias y seguir buscando formas de contar la realidad. En la primera jornada, el periodista patagónico Santiago Rey invitó al público a desandar el proceso que lo llevó a investigar el asesinato del joven mapuche Rafael Nahuel, primero para una serie de notas periodísticas, más tarde para su libro Silenciar la muerte y recientemente para el documental Indio muerto, que por estos días está terminando de producir junto al documentalista Guillermo Constanzo.
Al día siguiente, Ana Cacopardo también abrió su caja de herramientas para repasar algunas de sus grandes entrevistas en distintos formatos, desde la televisión (Historias debidas) hasta el podcast Los monstruos andan sueltos que coproducen CLACSO y elDiarioAR, y para pensar junto al público cómo se cuenta este momento histórico. Las conversaciones continuaron con Luisina Colombo y Paula Cejas, representantes de la Federación Internacional de Periodistas (FIP), que brindaron un panorama sobre las condiciones en las que trabajan los 1.300 periodistas que hoy cubren el conflicto palestino-israelí en la Franja de Gaza. Llegados desde Corrientes, Tucumán y de un pueblo vecino a Santa Teresa, respectivamente, los cronistas Eduardo Ledesma, Exequiel Svetliza y Ángeles Alemandi presentaron sus libros y vincularon su escritura con los paisajes que los rodean en su cotidiano.
Hubo, también, talleres prácticos para poner las manos en la masa de la no ficción. Emilia Erbetta y Melisa Rabanales, productoras en Argentina del podcast Radio Ambulante, enseñaron trucos y secretos para producir documentales sonoros: desde cómo encontrar la voz justa hasta aprovechar el archivo para contar buenas historias. Mientras tanto, un grupo de estudiantes de la Escuela 135 se sumó a un taller de foley. Después de descubrir cómo se hacen los ruidos y la música que solemos escuchar en una película, se encargaron de crear los efectos de sonido de un corto animado que se proyectó durante la última noche.
Recién cuando el sol bajaba, el festival finalmente desplegaba su faceta cinéfila. Cada noche hubo una selección de cortos, otra de películas dedicadas a documentar la ruralidad y un largo en competencia: la primera jornada se vio Las apariencias, un poético retrato del oeste pampeano realizado por el director argentino Nicolás Onischuk, y la segunda fue el turno de Ari, una historia de amor y vida, del catalán Ricard Mamblona, quien viajó especialmente desde España para presentar su trabajo en el PampaDoc y se llevó el primer premio. También hubo espacio para el teatro documental: en el salón de la escuela primaria del pueblo, el periodista pampeano Lautaro Bentivegna presentó El arrimado, su crónica en escena sobre el fotógrafo Juan José Gozza, apenas veinte kilómetros al norte de Guatraché, el pueblo que Gozza se dedicó a retratar. Como en cada una de las películas que se vieron durante el festival, El arrimado también recordó que las buenas historias a veces están a la vuelta de la esquina y que, incluso la más local, pequeña e íntima puede resonar con alguna fibra universal, sólo hace falta que alguien se detenga a contarla.
NL/DTC