Más allá de su trabajo como escritor, editor y director de Radar, Juan Forn era por sobre todas las cosas devoto a sus afectos. Supo hacer una familia de sus amigxs, y con lxs hijxs de estos amigxs supimos convertirnos en otra familia. Encontró una hermana mayor menor, un amigo confidente, tres ahijadxs.
Un mejor amigo y su compañera, una amistad con un código en común –magoya–.
Un grupo de amigos con día fijo de encuentro.
Un hermano literario.
Una madre que no tuvo hijxs.
Una familia de mujeres en otra ciudad.
Una amiga pachamama.
Amigas editoras.
Y por encima de todo, encontró una princesa del mar desplazada al norte que canta coplas. Y la lista sigue, pero no me dan los caracteres.
Sentía y quería con tanta fuerza que esta explosión de sentimientos se acumulaba dentro suyo y explotaba de vez en cuando en alguna pancreatitis. Ahí íbamos todxs, corriendo al hospital para llegar y verlo sentadito, leyendo un libro, te recibía con una sonrisa -como si no hubiera pasado nada- te contaba algo, se reía como si nada y cuando se hinchaba las pelotas te echaba para poder dormir.
Después, las pancreatitis pasaban, volvíamos a casa y volvía a la rutina de siempre: jarra de té, compu en la falda, escribir hasta el mediodía/tarde, bajar a caminar a la playa, volver a escribir, preparar la cena, ver una peli juntxs, reírnos mucho, beso en la frente y buenas noches. De vez en cuando después de alguna película nos quedábamos hablando, y surgían unas charlas largas que podían pasar de chistes boludos a confesiones profundas del corazón. En una de estas charlas me dijo que agradecía las “fucking pancreatitis” porque por ellas pudo criarme como me crió -bien presente y con mucho amor- y poder disfrutarme tanto. Yo no sé si agradezco las pancreatitis pero lo que sí agradezco es haber tenido de papá a la persona más increíble y admirable que jamás conocí.
Más allá de que no hay posibilidades de que pueda escribir esto de manera objetiva, yo nunca ví una relación de padre e hija como la nuestra, ese cariño tan insoportablemente fuerte que se sentía como que éramos -somos- una extensión del otro, una conexión casi espiritual de saber cómo se sentía el otro sin decir una palabra. Y por esto mismo duele, va a seguir doliendo, y probablemente el dolor va a estar siempre ahí.
Pero me queda este grupo de afectos que supieron ser familia postiza, de la cual me siento muy orgullosa y estoy segura que el también.
PD: Varios de los eventos de este escrito están especiados con ficción, me imagino que sabrán disculpar, es que llevo el gen Forn en la sangre.
Matu