Opinión - Pura espuma

La sensibilidad masculina

25 de julio de 2021 00:02 h

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La entrega de los premios Oscar es un ritual mercantilista, anacrónico, frívolo, caro y mersa que acecha bajo el disfraz descosido del encanto. Pero la última, del 25 de abril de 2021, tuvo un episodio de gran poder testimonial. Ocurrió cuando Thomas Vinterberg recibió sus casi cuatro kilos de aleación de cobre, estaño y antimonio bañados en oro a cambio de Druk (Otra ronda, en su título en español), su última película. 

Disimulando su oscuridad en un traje blanco hizo un chiste sobre su afición a los discursos, pero de golpe apareció el recuerdo de la muerte de su hija Ida, de 19 años, a los pocos días de empezar el rodaje de la película con la que alcanzó la farsa de la gloria. Ida iba en auto con su madre desde Bruselas a París y un pelotudo que venía mirando el teléfono en el sentido contrario, las embistió.

Con esa noticia clavada en los trailers de rodaje Vinterberg continuó la filmación de Druk, en la que estaba planificado que Ida Vinterberg debutara como actriz. La reacción de su padre fue de una comprensible parálisis mental, de la que surgió esta frase que puede aplicarse en muchas circunstancias, por no decir en todas: “No tenía sentido continuar, pero no tenía sentido no continuar”.

Druk es una consecuencia artística de ese dolor, que quizás estuviera ya en los aprontes del guión pero que a partir de la tragedia va cargando las escenas de una tristeza documental. Es difícil encontrar en nuestros recuerdos cinematográficos, que como los literarios también son vitales, un despliegue dramático tan extensivo como el de los cuatros personajes de Druk. Son unos profesores de secundaria que, empujados por la desesperación que rompe olas en sus profundidades, conforman una secta experimental dedicada a regular una cuota creciente de alcohol en la sangre como fuente del olvido, el insumo clave de la felicidad. 

La idea de que ser feliz consiste de alguna manera en no estar, en no ser, los conecta como un ensamble de cuatro cabezas embriagadas en las que hierve la experiencia incierta de lo masculino. Porque lo masculino, como lo femenino, ¿qué es? ¿Qué es un hombre sino un problema de interpretación más allá de él? No hay representación del hombre que no derive en una crisis de identidad, de estabilidad y de autocontrol. Es la angustia antigua de la especie lo que representan los personajes de Druk, quienes viajan felices hacia el drama interior en el que se iluminan con luces negras las zonas de desastre. Es una película supuestamente sobre el alcoholismo, pero es muchísimo más que eso.

De las viejas consignas censoras del Dogma ’95, afortunadamente no ha quedado nada en pie entre los recursos que Vinterberg utiliza en Druk. Excepto la composición orgánica del drama, nunca formulada como ley, y que viene de las cuevas del teatro escandinavo, especialmente de Ibsen, inventor de lo humano como Shakespeare, al que han recurrido como a los bomberos no sólo el propio Vinterberg, Bergman y Lars Von Triers, sino buena parte de la literatura de los últimos cien años, especialmente la que todavía sigue cuajando en la novela. 

Sea afín a la vanguardia, como Ulises, de James Joyce,  o al retroclasicismo, como Mi Lucha, de Karl Ove Knausgard, los impactos de la ficción se concentran en las escenas que se descuelgan sobre la generalidad del tedio. Es en las representaciones del teatro de la vida, presente en la revelación de lo que se ha estado ocultando, o en el incidente que desvía el hábito hacia lo inesperado, donde podemos ver que el arte se conecta con los hechos críticos y casi siempre ilegibles de la existencia.

Hagamos una lista mental de películas o libros memorables y veremos que la asociamos con escenas, es decir con la inminencia de algún drama. ¿Para qué el novelista y el director de cine o de teatro van a montar sus escenarios si no es para recortar en ellos una escena? Una escena es algo que debe pasar en el espacio de la vida (es lo que tiene que pasar), y Druk es un catálogo de escenas, las crisálidas de sucesos en los que anida la revelación. 

La diferencia evidente, incluso contra la propia tradición llamémosle fría  de Vinterberg, es que aquí se filtra la verdad de la tragedia. Hay una transmisión casi plena del estado del autor, y una utilización conmovedora de sus variaciones, en cuyos extremos se rozan las terminales de la manía y la depresión. Lo que hace de Druk un documental sobre el duelo en tiempo real, contra el que choca la ficción planificada a la que se le han quemado los papeles.

Del rodaje se sabe que los días posteriores a la muerte de la hija Vinterberg, quien se encargó de continuarlo fue Tobias Lindholm, el cerebro detrás de Borgen. No fue la única modificación. Además de la del cambio de clima sentimental que se desplomó sobre el equipo, Vinterberg agregó a la historia unos ajustes schopenahuerianos, por los que el hundimiento de los profesores borrachos cuenta con el rescate de la voluntad, que no es ellos sino de la naturaleza. 

Las individualidades de Los Cuatros Varones del Fondo Blanco, alentadas por la especificidad de sus cátedras (historia, psicología, música y educación física), se mezclan en la turbulencia cuando descubrimos que lo que está queriendo decirnos Vinterberg es que no hay ningún plan individual de éxito sino un plan general de supervivencia en el que, lamentablemente, no hay botes para todos. 

Por la  forma de contener y soltar el llanto (exactamente igual a lo que le ocurrió a Vinterberg al recibir su Oscar), su embajador en la película es Martin, el personaje interpretado por Mads Mikkelsen, aunque no se trate tanto de una interpretación en el sentido de lograr un parecido a un modelo de conducta humana sino de una trasmutación del sufrimiento vital en arte cinematográfico.

Mikkelsen arrastra por toda la historia un vía crucis en forma de baile contenido. Ese es el drama más extenso de Druk: Martin ya no baila, en el sentido en el que puede decirse de alguien que ya no vive como quiere. El automatismo diario lo ha ensombrecido y silenciado: no está. Lo que no es un resultado extraordinario de la presión laboral que también sienten sus colegas. Es el efecto más trillado de la realidad productiva, que consiste en no vivir. Por eso, la regresión del cuarteto de borrachos hacia las ceremonias de la masculinidad infantil es la evidencia de que en el presente y en el futuro no hay nada. 

Los personajes de Vinterberg son hombres de manual. Se los reconoce por el infantilismo sin conciencia del ridículo, pero también por una variante del sentimentalismo que no ha tenido cabida en el universo masculino, generalmente representado por el idiotismo y el priapismo. Hay un don reservado a “lo femenino” que “lo masculino” no pisa sin resbalar. Porque en la cultura de los afectos, el repertorio sentimental se inclina a favor de las mujeres y la maternización de los fenómenos vinculados al corazón. Pero en Druk, los hombres son capaces de detectar los matices más refinados y discretos de la sensibilidad. Actúan, incluso sienten como mujeres. Aunque sentir como mujer o como hombre lo mismo da si lo que está en juego es la desesperación humana.  

En esta película, la más parecida a un club de hombres que puede  encontrarse en una pantalla, hay una sola escena de violencia “masculina”. La protagoniza Martin cuando discute con su esposa Trine (María Bonnevie) sobre su relación cuesta abajo y termina cargando unas cuantas coronas en vajilla rota a la producción de Druk. Es una violencia fetichista, empleada contra las cosas (las cosas de la familia) que lo deja a Martin en un silencio de impotencia que Trine comparte del otro lado del río delgado que separa los géneros, pero con la misma desesperación. En un mismo punto de un sombrío comedor de Copenhague, el desacuerdo es también una comunión.

JJB