Existe la idea de que escribir es arte y, por lo tanto, una tarea improductiva, ociosa, placentera. Una idea poco sustentada científicamente.
Me refiero a la ficción pero en algunos casos esta creencia aplica a diversas formas que adopta la no ficción y, por supuesto, a la poesía.
Nos preguntan si disfrutamos escribiendo o nos dicen, cuando nos “quejamos” de lo poco o nada que cobramos por nuestro trabajo: pero te gusta lo que hacés. O: es tu vocación.
¿Se le pregunta a un ingeniero, una enfermera o un cirujano cardiovascular si disfruta? ¿A un obrero de la construcción, un electricista o a una maestra?
Disfrutar ¿no sería algo íntimo, privado? Dicho de otro modo: ¿a quién le importa si me gusta o no me gusta escribir? Lo que importa es que el producto de mi trabajo les guste a mis lectores, les haga pensar, conmueva, entretenga, enseñe.
Además del único producto reconocido como tal, es decir, mensurable económicamente y en general subvaluado (el libro, propio o ajeno, escrito o editado), están todas las tareas adicionales: prólogos, “cocinas” de autor publicadas en medios, contratapas, presentaciones de libros de colegas, charlas en ferias y festivales, incluso elaborados posteos en redes para publicitar las propias producciones y un largo etcétera, todo eso debe ser gratis y debemos hacerlo “de onda” y/o “a pulmón.
También hacemos otras tareas por las que cobramos poco, porque una de las principales salidas laborales pagas por las que optamos, es la docencia: talleres de escritura o de lectura, clases y seminarios en instituciones que, sí, son pagas porque la docencia es considerada un trabajo, aunque precarizado. La posibilidad de cobrar “caro” por esta tarea depende del nombre, la fama o el posicionamiento en el campo cultural. Es decir, es una cuestión clasista y también meritocrática en el interior de la profesión.
Las excepciones existen: hay ferias y festivales que pagan buenos honorarios, hay escritoras y escritores que cobran excelentes adelantos o las ventas de sus libros les permiten eso que para el gran montón parece un objetivo inalcanzable: vivir de la literatura. Suelen ser personas premiadas e instaladas ya sí en la industria del libro de otro modo, como generadores de capital. Esa diferencia de clases en el interior de la profesión, si bien se entiende matemáticamente (si vende, cobra), genera también preguntas. Una es: ¿podría haber una mejor distribución de la producción literaria entre quienes nos dedicamos a la profesión?
Dos hechos ocurridos en los últimos días en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires vienen a romper estos prejuicios: uno es el texto “lanzallamas” (como lo calificó la escritora y editora Paula Pérez Alonso en un posteo de Instagram), que Guillermo Saccomanno leyó el jueves 28 de abril, en la inauguración del evento. Cito: “Con respecto a mis honorarios, a Ezequiel (Martínez, director general de la fundación El Libro), además de honesto periodista cultural, hijo de un gran escritor, no puso reparo. Es más, coincidió en que se trataba, sin vueltas, de trabajo intelectual. Y como tal debía ser remunerado, aunque hasta ahora, como tradición, este trabajo hubiera sido gratuito. No creo que mencionar el dinero en una celebración comercial sea de mal gusto. ¿Acaso hay un afuera de la cultura de la plusvalía?… Más tarde, a través de algunos amigos, algunos editores, y no daré nombres, supe de quienes se opusieron al pago. Su argumento consistía en que pronunciar este discurso significaba un prestigio. Me imaginé en el supermercado tratando de convencer al chino de que iba a pagar la compra con prestigio”.
Así, el autor de Cámara Gessell sentó un precedente imborrable y fundamental: es el primer escritor en la historia de la Feria en cobrar por el discurso inaugural.
El día anterior, en las Jornadas Profesionales de la Feria, la Unión de Escritoras y Escritores (UEE) de la Argentina, presentó un tarifario orientativo para los trabajos diversos que ejercemos como profesionales de la palabra y que puede consultarse en la página de la Asociación: https://uniondeescritorasyescritores.wordpress.com/tarifario-3/
En la presentación del tarifario, la escritora Débora Mundani, secretaria de la comisión gremial de la UEE, señaló que nuestro trabajo de escritura se mide en caracteres, y dijo que habría que preguntarse por qué esa es la unidad de medida (un símil sería que el trabajo de un albañil se midiera en la cantidad de ladrillos apilados en la construcción de una pared). Pero me interesa aquí recalcar que los caracteres son números, como lo son los números de página, o las fechas deadline impuestas o acordadas para la entrega de un trabajo escrito, o incluso la cantidad de cláusulas que incluye un contrato. Como lo es el 10 por ciento que cobramos por derechos de autor, el menor porcentaje en la cadena de producción del objeto libro. Siendo que sin autores, ese producto concreto no existe.
Somos la tracción a sangre del libro. Artistas precarizades. El placer, el disfrute, es una pregunta engañosa. No escribimos “por amor al arte”. Aunque sí, es verdad que nos apasiona y lo hacemos por amor (¿cobrar sería prostituirnos?). Por eso, y como conclusión, el título de la presentación del tarifario de la UEE es un slogan, una premisa, pero también una toma de conciencia: Escribir es un trabajo. Y en mi barrio, y en la China y en el mundo, el trabajo se cobra y se paga.
GS