Deporte Opinión

Qué es un gol

Un partido de fútbol es la historia de un desequilibrio posible. El desequilibrio se produce cuando se convierte un gol. Un gol es un instante dentro de esa historia. Es un momento que parece tener sentido pero que, en realidad, no lo tiene hasta que el árbitro hace sonar el silbato por última vez. Un gol, justamente por eso, es algo frágil, algo que hay que sostener, que hay que intentar replicar incluso, pero también es algo que puede olvidarse, que puede dejar de ser importante muy pronto porque nunca se sabe, hasta que termina el partido, si ese gol será el único, si será suficiente, si será decisivo como lo fue, por ejemplo, esa noche: porque esa noche, la del sábado diez de julio de dos mil veintiuno, en el Estadio de Maracaná, en Río de Janeiro, cuando no haya tiempo para más, Argentina —después de veintiocho años sin lograr un título— saldrá campeón de la Copa América tras ganarle a Brasil por uno a cero en la final y se hablará durante días del equipo y de Lionel Scaloni, quien los dirige, pero también se hablará, en particular, de él, del capitán, de Lionel Messi, de ese hombre que jugando a la pelota parece un chico, que tiene picardía, que inventa, que improvisa, que engaña todo el tiempo, con las piernas, con la cintura, con los gestos, que por estas cosas —y por tantas otras— fue premiado como mejor jugador y máximo goleador del torneo con cuatro goles y cinco asistencias. 

Sin embargo, para que los argentinos se abracen y griten y canten y Messi quede arrodillado en la cancha y se lleve las manos a la cara y llore y ese llanto sea el mismísimo desahogo porque esta vez no se perdió la final —como sí había pasado en las Copas América 2007, 2015, 2016 y en el mundial de 2014, en Brasil—, todavía falta mucho, muchísimo, porque el encuentro recién comienza y lo que sucede durante los primeros minutos es lo que sucede, por lo general, durante cualquier principio: se empieza a construir el suspenso y eso, en un partido de fútbol —que de por sí es un juego que está teñido de incertidumbre— ocurre cuando los equipos intentan acercarse al territorio contrario y lo hacen creando jugadas que son una forma de intimidar, una forma de decir: «Cuidado, les podemos hacer daño». Esas aproximaciones, además, son —y tal vez principalmente— un modo de aferrarse a la idea de que se tiene el control, un modo de afianzarse, de sentirse seguros. Pero ahora, que ya pasaron casi veinte minutos, ni Argentina ni Brasil pueden decir que se sienten seguros porque los intentos por atacar se disuelven muy rápido: los equipos se equivocan, los equipos defienden, los equipos cometen faltas para defenderse porque, defender, es una de las alternativas para detener el partido, para acomodarse, para pensar.

Y, de repente, a los veintiún minutos, alguien piensa: se anticipa, ve lo que nadie más ve. Se llama Rodrigo De Paul, viste camiseta celeste y blanca, lleva los brazos tatuados casi por completo y, aunque es mediocampista, está posicionado como un defensor. La pelota la tiene un compañero que está a pocos metros y De Paul se muestra: se ofrece para recibirla y la recibe y, después, todo es demasiado tarde para los brasileños porque De Paul, al que ni siquiera le hará falta atravesar la mitad de la cancha, entiende, antes que los demás, lo que tiene que hacer y lo hace. Con el pie derecho lanza un pelotazo. Mientras la pelota se eleva y cruza la cancha, otro argentino, un delantero muy flaco al que le dicen «Fideo» y que se llama Ángel Di María, corre, se perfila, deja a sus espaldas a un defensor de camiseta amarilla que lo persigue. Justo cuando la pelota cae y pica, el defensor se estira para interceptarla pero falla, no puede. Entonces, ese flaco hace todo muy fácil, toca la pelota sólo dos veces. Primero, como la pelota se le viene encima, da un pequeño salto y con la parte externa del botín izquierdo la toca hacia adelante para evitar que su carrera se interrumpa. Luego, cuando el arquero está a mitad de camino entre el arco y él, el flaco vuelve a tocar la pelota con el mismo pie: con el empeine la tira por encima de ese último hombre que parece resignado porque levanta los brazos apenas y, cuando se da vuelta, la pelota ya está adentro del arco.

De lo que sigue, de los setenta minutos restantes, se podrían decir algunas cosas: que Argentina podría haber hecho más goles, que Brasil también. Pero es preferible no decir más nada porque lo que podría haber pasado no pasó, para suerte de los argentinos, para la desdicha de los brasileños. Lo que sí podría decirse es que, cuando suena el pitazo final, se comprende que un partido de fútbol consta, en realidad, de un solo momento: el momento en el que todo deja de ser frágil, el momento en el que ya no hay que sostener nada porque un partido de fútbol deja de ser la historia de un desequilibrio posible y se convierte, sencillamente, en una historia.

FG