El silbato del árbitro desencadenó involuntariamente el altercado. La pelota estaba en la otra parte de la piscina y el húngaro Ervind Zador desvió la vista hacia el juez del partido para preguntar qué había pitado. En ese momento, sintió el impacto de un puño contra su pómulo, justo debajo de su ojo derecho. La sangre empezó a manar abundantemente, resbalando por la cara de Zador y cayendo sobre el agua. Ahí terminó el partido, si se puede llamar así a lo que Hungría y la Unión Soviética estaban dirimiendo en la piscina olímpica de Melbourne. La foto del jugador húngaro sangrando dio la vuelta al mundo, dando pie a la leyenda del partido más violento de la historia de los Juegos Olímpicos, el encuentro de la sangre en el agua.
Viejas rencillas
La discordia entre los dos equipos de waterpolo no se había originado en los Juegos de Melbourne de 1956. Venía de largo y tenía múltiples aristas. El germen se podría fechar alrededor de 1949, cuando se formalizó la ocupación soviética de Hungría. El país magiar era el indiscutible dominador del waterpolo mundial. Desde Los Ángeles 1932 hasta Helsinki 1952 ganó tres oros olímpicos y una plata, superando incluso, como si nada hubiera pasado, el parón bélico que cortó la trayectoria de una generación de deportistas.
Después de un decepcionante séptimo puesto en los Juegos de Helsinki, la Unión Soviética decidió que tenían que mirarse en el espejo magiar si querían mejorar. Si los húngaros eran invencibles, había que copiar sus tácticas y métodos, descubrir sus secretos. Tratándose de un país bajo control del Kremlin, la tarea no era complicada. Los soviéticos desplazaron a su equipo hasta Hungría, para asistir a sus entrenamientos y obtener información de primera mano, pero los húngaros no se tomaron bien la intromisión. Para los soviéticos se trataba de colaboración entre camaradas. Los húngaros lo consideraban espionaje.
Como quiera que se llamara, la operación soviética enconó una relación que ya era difícil debido a la particular situación política entre los dos países. Unos meses antes de los Juegos de Melbourne, ambas selecciones se habían enfrentado en un partido amistoso en Moscú. Ganó el equipo de casa después de un arbitraje local sospechoso. Después del encuentro, los jugadores tuvieron más que palabras en el vestuario. La tensión era evidente, pero todo es susceptible de empeorar.
La revolución húngara de 1956
Por si las rencillas entre los dos combinados no eran suficientes, llegó la revolución. El detonante fue una manifestación de estudiantes en el centro de Budapest, a la que se sumaron miles de ciudadanos reclamando una apertura política y el cese de la injerencia soviética en el gobierno húngaro. La concentración llegó hasta el parlamento, desde donde la policía realizó varios disparos, con el objetivo de sofocar la revuelta. Ese fue el inicio de una serie de disturbios que se extendieron por todo el país. Mientras se sucedían los desórdenes, el equipo de waterpolo se encontraba aislado en una colina en las afueras de la capital, preparando los Juegos de Melbourne, que se iban a disputar un mes después. Desde el lugar de concentración, escuchaban los disparos y veían las columnas de humo
La rebelión terminó derrocando al presidente András Hegedüs. El poder fue ocupado por el anterior gobernante, Imre Nagy, que prometió elecciones libres y retirar al país del pacto de Varsovia. Así estaban las cosas cuando la selección de waterpolo emprendió su largo viaje hacia Melbourne. Cuando la delegación húngara llegó al destino, descubrió que la situación había cambiado drásticamente en su país. El ejército soviético había entrado en Hungría para reprimir violentamente la rebelión y recuperar el control. La invasión soviética enardeció el espíritu nacionalista de los jugadores magiares. La nueva situación política no iba a ayudar a suavizar la tensión entre dos equipos de waterpolo que ya arrastraban cuentas pendientes.
El partido más violento
En el torneo olímpico, Hungría y la Unión Soviética se cruzaron en el penúltimo partido de la fase final. El sistema de competición consistía en dos fases de grupos consecutivas, sin eliminatorias ni final, como es habitual hoy. Los dos equipos llegaban al choque necesitados de la victoria para seguir aspirando a la medalla de oro. Agitadas en una coctelera, las exigencias deportivas, los conflictos personales y el contexto político ofrecían una mezcla explosiva. En las gradas, cientos de aficionados pertenecientes a la populosa colonia húngara en Melbourne animaban encendidamente a los suyos. Si el fútbol internacional es una guerra sin disparos, como sostenía George Orwell, las selecciones de Hungría y la Unión Soviética se lo tomaron en serio y decidieron aplicarlo al waterpolo.
Desde el pitido inicial, los húngaros decidieron desestabilizar a sus rivales con insultos y otras estratagemas. No existe deporte en el que el juego subrepticio resulte tan difícil de detectar. Los árbitros pueden ver lo que sucede encima del agua, pero a duras penas intuyen los movimientos debajo del agua, que son muchos y variados.
Hungría dominó desde el principio un partido que se convirtió en una batalla feroz, donde los participantes daban rienda suelta a un resentimiento indisimulado. Por encima del agua, volaban los manotazos y se sucedían las expulsiones. Por debajo, solo ellos lo saben. En medio de la reyerta, los goles fueron cayendo del lado húngaro, uno tras otro, hasta colocarse 4-0 en el marcador. Cuando el partido estaba llegando a su fin, el árbitro hizo sonar el silbato y Ervind Zador desvió la mirada, perdiendo de vista al hombre que estaba marcando, Valentin Prokopov. El soviético se impulsó fuera del agua, levantó su puño y lo estampó en la cara de Zador.
En ese momento la pelea subacuática emergió a la superficie. Zador salió de la piscina, con la sangre resbalando por la mejilla y el cuerpo, y los ocupantes del banquillo húngaro se lanzaron a por sus rivales. La visión de la sangre enardeció el ánimo de los aficionados magiares que llenaban las gradas. La policía tuvo que intervenir para escoltar al equipo soviético hasta el vestuario y el árbitro decidió que la mejor idea era dar el partido por concluido. Nunca se disputó el minuto que restaba. “Sentíamos que estábamos jugando no por nosotros, sino por todo el país”, declaró Zador. “Durante el partido les gritábamos: ‘¡sucios bastardos, habéis bombardeado nuestro país!’. Ellos nos llamaban traidores. Fue una batalla por encima y por debajo del agua”.
La lesión impidió a Zador jugar el último partido, contra Yugoslavia. Hungría venció y se proclamó campeona olímpica una edición más. La Unión Soviética consiguió el bronce y subió al podio por primera vez en su historia. Si nos atenemos al palmarés, los soviéticos sacaron provecho de su estudio del waterpolo húngaro. Séptimos en Helsinki 52, se convirtieron en habituales en los podios olímpicos a partir de Melbourne. En Roma 60 superaron por primera vez a sus antagonistas: la Unión Soviética fue plata y Hungría bronce.
Ante la incertidumbre de la situación en su país, varios jugadores húngaros decidieron no regresar a casa terminados los Juegos de Melbourne. Ervind Zador, el mejor jugador de la selección, el hombre cuya mejilla sangrante desencadenó la batalla y la leyenda del partido más violento de la historia olímpica, encontró asilo en Estados Unidos. Allí terminó entrenando a un prometedor nadador californiano llamado Mark Spitz.