El proceso inflacionario local está ingresando en una nueva fase que entraña consecuencias y riesgos diferentes a los que nos tiene acostumbrados. La inflación en el primer trimestre alcanzó un ritmo anualizado de 81%, mostrando grandes diferencias entre cada mes y el siguiente. En marzo, un importante salto de los alimentos llevó a la inflación a alcanzar el 6,7% mensual (118% anualizado), casi el doble del ritmo de enero (3,9%) y cerca del triple del de noviembre (2,5%). Esta suba puede atribuirse solo parcialmente al incremento del precio internacional de granos y derivados que provocó la invasión de Ucrania. Si esta hubiera sido la causa, otras economías como la brasileña o la uruguaya habrían mostrado subas similares, aunque sea en la categoría “alimentos y bebidas”. Sin embargo, en ambos países la inflación de alimentos fue de “apenas” 2,4%. Además, todos los rubros del índice de precios argentino subieron por encima del 3%, independientemente de su vínculo con los precios internacionales.
La inflación en Argentina no es novedad, pero el fenómeno fue mutando y muestra hoy tres características distintivas respecto a su pasado reciente: 1) El dato de marzo fue el más alto de los últimos 20 años. 2) Como si fuera poco, representa un cambio brusco respecto a la dinámica previa, sin que haya habido una fuerte devaluación que lo justifique. 3) En este escenario, no resulta obvio que la inflación de los próximos meses vuelva a ubicarse por debajo del 5%, y el debate público parece haber olvidado la pregunta por la inflación de los años venideros (los especialistas consultados por el Banco Central apuestan a que la inflación de 2023 se ubicará en algún lugar del amplio rango entre 33% y 79% anual). El crecimiento de los precios en los últimos doce meses, la medida que se utiliza usualmente como termómetro de los precios para tomar decisiones, hoy en día nos resulta obsoleto.
Los tres elementos mencionados (el nivel de la inflación, su volatilidad y el acortamiento de los plazos de referencia) nos dan la pauta de que nuestro país dejó atrás el proceso de inflación moderada en que estaba sumido desde hace 15 años, ingresando definitivamente en un régimen de inflación alta. Este fenómeno implica un acortamiento general del horizonte de planeamiento y la desaparición de los contratos a mayores plazos (¿quién de ustedes ha visto un préstamo hipotecario?). La rápida desvalorización del dinero también hace que muchas transacciones se indexen automáticamente (las jubilaciones, los plazos fijos UVA, los alquileres, entre otros) o deban renegociarse con una frecuencia mayor. Esto sucede también con las discusiones salariales. Tal como afirmó Omar Plaini, dirigente de la CGT, “las paritarias las hemos puesto en términos anuales, después se empezaron a discutir semestrales y ya hay organizaciones que están discutiendo trimestralmente. Si seguimos así, vamos a discutir todas las semanas”. En este sentido, el Ministerio de Trabajo difundió en la última semana la firma de 17 acuerdos paritarios. Solo 5 de estos pactos no volverán a discutirse antes de fin de año.
En general, la relación entre la inflación y el nivel de producción y empleo es ambigua. En contextos de baja inflación, una aceleración de los precios puede estar asociada a una caída del desempleo, mientras que una recesión puede enfriar las remarcaciones y reducir la inflación. En nuestra situación actual, la dicotomía entre crecer y desinflar no tiene vigencia: la alta inflación dificulta el normal funcionamiento de la economía y tiene un efecto marcadamente negativo sobre la actividad, el empleo y los ingresos reales.
Por este motivo, reducir la inflación sería positivo para retomar el crecimiento sostenido, una cualidad que perdimos hace una década. La dificultad reside en que los comportamientos generados por la alta inflación prolongan su duración y complican una salida sencilla. Por ejemplo, como fue dicho, en presencia de alta inflación los salarios se discuten más seguido. Esto es beneficioso para los trabajadores formales, ya que impide que sus sueldos pierdan poder adquisitivo. Sin embargo, también hace que las empresas recalculen sus costos salariales con mayor frecuencia, trasladando los aumentos de salarios a aumentos de precios. Así, cada ‘mala noticia’ inflacionaria (en este caso, el salto de los alimentos) se convierte en un reclamo salarial y posteriormente en una remarcación de un bien o servicio final. En este proceso, cada suba de algún producto se propaga rápidamente al resto de precios, afectando a la inflación general. La indexación también contribuye a esto, ya que las mismas subas se incorporan a la fórmula de movilidad previsional, las inversiones financieras, los préstamos y los alquileres.
Dos conclusiones pueden desprenderse de esto. En primer lugar, encontrar el camino de regreso a una inflación del 20% o 30% anual no será sencillo. La alta inflación posee cualidades diferentes a la inflación moderada y su reversión puede llevar años (Argentina convivió con ella, por lo menos, de 1975 a 1991). Mientras dure, cualquier precio que no se actualice con suficiente velocidad queda rápidamente atrasado, generando problemas en la economía real. En segunda instancia, los riesgos de este régimen son mayores. La propagación más veloz de los shocks puede hacer que una serie de malas noticias lleve a una espiralización de los precios.
La combinación de estos elementos muestra la importancia de las políticas macroeconómicas. En este contexto, subas muy grandes o retrasos demasiado considerables del dólar pueden tener graves efectos sobre la economía. La primera de estas medidas podría acelerar peligrosamente la inflación, a la vez que abortaría la recuperación en curso. La segunda derivaría en un creciente déficit externo que, considerando la escasez de reservas internacionales, también desembocaría en una devaluación. Para peor, un eventual deterioro de nuestros precios de exportación podría agravar la disyuntiva. La cuestión tarifaria sirve de ejemplo: la indefinición sobre el precio de la energía se postergó hasta que la situación internacional se tornó desfavorable. Esa demora hoy provoca que la suba de subsidios lidere un déficit fiscal creciente. El desafío -tanto para el tipo de cambio como para las tarifas- consiste en coordinar aumentos sin que la inflación deteriore las cuentas externas y fiscales, y sin que la mejoría de las mismas se lleve puesta a la economía interna.
JW