Militantes de ultraderecha y evangélicos abordaron la semana pasada a Jair Bolsonaro en la puerta del Palacio de la Alvorada, residencia presidencial en Brasilia. Se reconocen como sus seguidores, pero le reclaman por el cese de las ayudas especiales que otorgó a 68 millones de brasileños en la pandemia. “Brasil está quebrado, no puedo hacer nada”, respondió el Presidente del país que representa el principal destino de las exportaciones de la Argentina. No sólo de trigo, motivo de polémica por estas horas, sino también de manufacturas, sobre todo autos, pero también de otras como los materiales eléctricos y plásticos.
Sin embargo, Brasil no está quebrado. Es cierto que la deuda pública creció mucho, desde el 57% en relación al PBI en 2013, último año de crecimiento de su economía (3%), hasta el 89% en 2019, y se calcula que con el gasto extra por la pandemia llegó al 101% en 2020. No obstante, mantiene el acceso a los mercados internacionales de deuda, refinancia sus vencimientos sin problema y su riesgo país es de apenas 273 puntos básicos (frente a los 1.450 de la Argentina) porque el 97% del pasivo está nominado en reales, moneda que en último caso Brasil podría imprimir sin límite, aunque con costos, para cumplir con sus obligaciones.
“Es una falacia que Brasil está quebrado, tiene US$380.000 millones en reservas”, opinó el economista Ricardo Carneiro, profesor de la Universidad de Campinas, estado de Sâo Paulo, y exdirector del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). “Se hizo un esfuerzo fiscal para financiar los gastos de la crisis del Covid-19, pero el ministro de Hacienda, Paulo Guedes, dice que si se quiebra la regla fiscal, quiebra el país. Brasil siempre tuvo una deuda grande y solo en los 80 no la pudo refinanciar, porque era en dólares. El problema es que Bolsonaro ganó con el apoyo de las clases dominantes, que ahora no lo ven con buenos ojos. Les prometió política liberal y ajuste del gasto, algo que se transformó en dogma en Brasil, aunque ni el FMI lo banca más”, advirtió Carneiro.
La deriva ultraliberal
“La situación de la deuda de Brasil es absolutamente confortable”, opinó otro profesor de Campinas, André Biancarelli. “Bolsonaro dijo que estamos quebrados para eximir la responsabilidad de la conducción económica y porque debía dar una respuesta a sus seguidores. Tiene un discurso ultraliberal, pero no consigue encaminar una economía a la deriva. Hizo una intervención económica por la pandemia, pero no fue una estrategia sino una imposición de la realidad, de los senadores y diputados. La deuda subió al 100% y eso genera mucha desconfianza y presión para una política más austera, receta que se aplica desde 2014 y que no mejoró ni la situación fiscal ni el crecimiento”, concluyó Biancarelli.
En aquel 2014, cuando se llevó adelante el Mundial en medio de protestas opositoras por los gastos en estadios y de cánticos argentinos preguntando “Brasil, decime qué se siente”, la entonces presidenta, Dilma Rousseff ya comenzaba a girar hacia una política de austeridad y más ortodoxa de lo que había sido la receta social de un Lula da Silva que, como jefe de Estado, se había convertido en el nuevo astro del capitalismo de mercados emergentes. Brasil pasó de estrella a estrellado. En 2016, el Congreso depuso a Rousseff y la reemplazó su vicepresidente, Michel Temer, que aplicó más ajuste y flexibilización laboral. En 2019, Bolsonaro llegó al poder con la bandera del libre mercado.
La economía fue de mal en peor. En 2014 subió sólo 0,5%, cayó 3% en 2015 y otro tanto en 2016, se expandió sólo al 1% anual entre 2017 y 2019 y el año de la pandemia caerá 5%, según bancos y consultoras relevadas por la firma FocusEconomics. Se trata de una baja moderada comparada con otros países como la Argentina, en parte porque Bolsonaro aplicó uno de los mayores planes de ayudas de las naciones del G20 y elevó el déficit fiscal del 5,9% del PBI en 2019 al 16,5% en 2020. Ante ese salto, ahora dice basta. Aunque ese ajuste puede afectar sus aspiraciones de reelección el año próximo.
Un siglo más tarde
En ese contexto, la automotriz Ford anunció que deja Brasil después de casi 100 años de producción allí y de ser parte de la historia de la industrialización del país, con el consiguiente impacto fuerte en el mundo económico y en el político, dado que implica además miles de despidos. “Hay razones empresariales y tecnológicas detrás de la decisión, pero también hay una economía que no crece desde 2014, reformas promercado que iban a traer crecimiento, pero fueron un fracaso, una crisis de demanda”, analizó Biancarelli. “Además la vida política y la situación sanitaria tienen un gran deterioro. No me sorprende que se vayan,” concluyó.
Desde la destitución de Rousseff hasta las amenazas de juicio político a Bolsonaro, Brasil vive en convulsión permanente. Carneiro opinó que el presidente de su país “tiró el remedio antes de tiempo”, en relación a las ayudas en la pandemia. “En 2021 y 2022, la economía brasileña irá muy lento, no recuperará lo perdido en 2020. No se puede esperar que crezca sólo con el sector privado”, sostuvo Carneiro, que reclamó obras públicas, un ítem al que sí apostará el presidente Alberto Fernández, del otro lado de la frontera. Los economistas del establishment encuestados por Focus Economics son más optimistas que el exdirector del BID: prevén un crecimiento del 3% en 2021 y 2% en 2022, aunque suelen pecar de exceso de confianza en líderes como Bolsonaro.
Mientras, el 27% de la población trabajadora de Brasil sufre problemas de desocupación o subempleo (trabajan menos horas de las que desearían). Esos 30 millones de personas son parte la tristeza económica que comenzó mientras la verdeamarela perdía 7-1 la semifinal de su Mundial con Alemania.
AR