El cliente favorito de Dios

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En una romántica balada de 2018 Father John Misty afirma que él es ese cliente, pero nosotros sabemos que el cliente favorito de Dios es la Argentina. Eso sí, como país no somos monoteístas. En algunos momentos nuestra deidad puede ser el FMI o los mercados financieros internacionales. Pero aquí quiero focalizarme en un recurso que afecta decisivamente al ingreso de divisas por exportaciones en las últimas décadas. Hablo de la soja, por supuesto, aunque podríamos extendernos al conjunto del sector agrícola. Aquí hay dos Dioses a quienes rezar: la Bolsa de Chicago, lugar de referencia para los precios internacionales de los granos, y los pronósticos climáticos.

Cualquiera que haya leído los medios argentinos en los meses recientes dará fe del gran espacio que tuvieron las noticias vinculadas al aumento de los precios de los commodities agrícolas y su rol clave para sostener la macro durante 2021. Pero si aquellas eran fuente de alegrías, la Niña trajo zozobras por la falta de lluvias. Mientras que la Niña parece haberse encariñado y amenaza quedarse un tiempo más, aunque atenuada respecto del pasado verano, los precios de la soja tuvieron un recorrido descendente desde sus picos de más de US$600 la tonelada allá por mayo y su evolución futura depende, entre otras cosas, de las decisiones de política monetaria que tome la Reserva Federal de los Estados Unidos. El partido de los dólares para 2022 podría ser complicado.

El complejo sojero ha representado entre 25 y 30% de las exportaciones argentinas de bienes en los últimos años (32,6% en el primer semestre de 2021). Si sumamos al complejo maicero, sujeto a similares contingencias climáticas y de precios, el peso sobre las exportaciones oscila entre 31 y 38% en los últimos años, y llega a 44% en el primer semestre de este año (y a 55% si consideramos todo cereales y oleaginosas). Así las cosas, una porción sustancial de nuestras ventas externas está sujeta a decisiones y eventos que quedan totalmente fuera de control de los agentes locales.

El problema, por supuesto, no es que exportemos alimentos (de hecho, en el caso agrícola, Argentina no exporta tanto alimentos para consumo directo, sino más bien insumos para fabricar alimentos). El problema es nuestro elevado nivel de dependencia de las exportaciones de bienes basados en recursos agropecuarios. Veamos algunos datos.

En el cuatrienio 1997-2000 el complejo oleaginoso (girasol-soja) contribuía con alrededor del 20% del total exportado. Entre 2017-2020 representó un 30% de dicho total. En 1995 la Argentina era el país 49 sobre 214 en el ranking que mide cuanto pesan los bienes basados en recursos agropecuarios sobre las exportaciones totales; en 2019 ocupaba el puesto 23 sobre 219 naciones. Los países que estaban por arriba de la Argentina eran todos pequeños estados, algunas naciones africanas, nuestros vecinos Paraguay y Uruguay y apenas un país desarrollado: Nueva Zelanda (si seguimos abajo en el ranking, sacando a Islandia en el lugar 33, tenemos que llegar al 79 para hallar al siguiente país desarrollado, Dinamarca).

Antes de concluir que Nueva Zelanda es un contra-ejemplo, recordemos que los bienes basados en recursos agropecuarios que exporta dicho país tienen un nivel de diferenciación mucho mayor al de los que vende Argentina. A su vez, entre los 10 mayores exportadores mundiales de bienes basados en recursos agropecuarios aparecen varias naciones desarrolladas, como EE.UU, Alemania, España, Francia, Holanda o Canadá. Pero en ninguno de esos países esas exportaciones pesan más que 15% en la canasta exportadora total (y, de nuevo, el nivel de diferenciación de los productos vendidos es superior al del caso argentino).

La evidencia empírica basada en investigaciones académicas sugiere que, en efecto, no son la abundancia ni la exportación de recursos naturales per se los factores que pueden tener un efecto negativo sobre el crecimiento, sino el alto nivel de dependencia de una economía respecto de dicho tipo de recursos. La diversificación productiva y exportadora puede ayudar a mitigar los problemas que genera dicha dependencia, que incluyen una elevada exposición a shocks externos y a la volatilidad propia de los mercados internacionales de commodities.

Asimismo, también hay evidencia empírica que indica que la “calidad” de la canasta exportadora (medida según precios unitarios de los bienes exportados, bajo la idea de que a mayores precios unitarios mayores niveles de diferenciación y/o valor agregado) está asociada a mayores tasas de crecimiento del producto a nivel país. En este sentido, el indicador de calidad de canasta exportadora elaborado por el FMI muestra que la Argentina cayó del puesto 91 al 120 entre 1990 y 2014 (había 138 y 165 países respectivamente en el ranking en cada año) y el valor absoluto del índice también descendió punta a punta (la serie llega a 2014). En suma, no solo necesitamos exportar más, sino que necesitamos exportar “mejor” (bienes más diferenciados) y diversificar nuestra canasta exportadora, para reducir nuestra exposición a los dioses de la soja.

Para alcanzar estos objetivos se requiere mucho más que un tipo de cambio adecuado. La agenda es desafiante e incluye la necesidad de operar al menos en los siguientes campos: a) Ayudar a través de la provisión de información y asistencia técnica a los exportadores actuales y potenciales a ingresar en los mercados externos objetivo; b) Ampliar la red de acuerdos comerciales a fin de remover barreras arancelarias y de otro tipo que enfrentan nuestros exportadores; c) Facilitar los trámites, mejorar la infraestructura y eliminar cuellos de botella que traban el desarrollo exportador, incluyendo aquellos que encarecen el acceso a insumos importados; d) Generar mecanismos que ayuden a las empresas locales a mejorar sus niveles de productividad y calidad (atendiendo lo que los economistas llamamos fallas de mercado); e) Favorecer la emergencia y consolidación de nuevas actividades productivas con potencial exportador.

Si bien estamos lejos de partir de cero en varias de estas áreas, se requieren esfuerzos mayores y también un consenso político y social más fuerte en torno a la necesidad de una estrategia pro-exportadora coherente y sostenida en el tiempo, ya que sus resultados solo se verán en el mediano y largo plazo. Recorrer exitosamente este sendero exige no solo pericia técnica (para diseñar, implementar y monitorear políticas apropiadas), sino fundamentalmente capacidad de negociación política y de una compleja red de acuerdos y compromisos con credibilidad a largo plazo. ¿Estará la sociedad argentina en condiciones de emprender este rumbo o seguiremos esperando que atiendan nuestras plegarias?

AL