El pasado viernes, Juan Grabois compartió un panel con Gustavo Grobocopatel en el marco del II Encuentro Nacional de la Red de Intercambio Técnico con la Economía Popular, que tuvo lugar en la Universidad Nacional de Córdoba. El debate, que giró en torno al modelo de desarrollo productivo argentino y cómo se inserta la economía popular en este, despertó polémica ante los dichos del referente del MTE, que sin titubear manifestó que si se tenía que dar un beso con Grobocopatel para que “50.000 compañeros agricultores tengan la posesión perpetua de sus tierras”, no dudaría un segundo en hacerlo.
Algunos sectores políticos, con manifiesta perversión, optaron por levantar sus dichos argumentando que dicha aseveración constituía un pacto espurio con la patria sojera, encarnizada en la persona de Grobocopatel. Al respecto, corresponde señalar que dicha construcción, además de contar con malicia, goza de una evidente torpeza. Vamos por partes.
Argentina es el octavo país con mayor superficie del mundo. Asimismo, cuenta con una baja densidad poblacional (16 habitantes por km2), y concentra el 92% de su población en ciudades. Pese a ello, la tierra se encuentra concentrada en unas pocas manos. De acuerdo al Censo Nacional Agropecuario realizado en 2018 por el INDEC, el 1% de las explotaciones controla el 36% de la tierra. En la misma línea, según el registro de Tierras Rurales de la Nación, casi el 40% del territorio argentino es propiedad de 1.200 terratenientes. En contrapartida, un 40% de los habitantes del país no tienen acceso a tierras o vivienda propia. La desigualdad también es de género. En tanto que el 78% de las explotaciones están manejadas por hombres, apenas un 20% son controladas por mujeres.
Así las cosas, queda claro que el foco debe estar puesto en repartir la tierra para quienes la viven y la trabajan. Y a eso apuntan los movimientos populares en su búsqueda por acuerdos que, por una vez, favorezcan a los que menos tienen. Grabois no es ajeno la realidad efectiva que vivimos las grandes mayorías: años de deterioro del salario y de las condiciones de trabajo, a los que se adicionan años de degradación de nuestros ecosistemas. En ese contexto, a pesar de la evidente necesidad de encontrar soluciones reales, pareciera que algunos sectores prefieren hacer gala de su superioridad moral, en lugar de buscar medidas concretas que transformen la realidad. Una realidad apremiante que demanda soluciones urgentes.
Estas posturas, dogmáticas e inflexibles, tienen sin embargo una alternativa más luminosa. Una que nos obliga a habitar la incomodidad de llegar a acuerdos, y arbitrar todos los medios a nuestro alcance para dar respuesta a las impostergables problemáticas que enfrentamos. Pues la realidad no se transforma con los que pensamos lo mismo.
Esta segunda alternativa reconoce no tener todas las soluciones. No se pretende única, iluminada o mesiánica. Sabe que los desafíos son inconmensurables y sabe que se requieren transformaciones sin precedentes. Sin embargo, la urgencia del padecimiento en primera persona la previene de la parálisis y la comodidad de la inacción. La búsqueda de acuerdos con representantes de modelos e intereses contrapuestos no sólo no constituye un renunciamiento a las convicciones sino que, por el contrario, implica hacerlas carne y ponerles el pecho.
En palabras de Grabois: “Asociando el modelo sojero a la ‘muerte’ y al ‘veneno’ no resolvés ningún problema. Los problemas en la Argentina no se resuelven con palabras, se resuelven con acciones”. No nos confundamos. En el estado actual de las cosas, sostener que “todos son malos menos yo” no supone ningún acto revolucionario. Por el contrario, el verdadero acto revolucionario yace en avanzar en la conquista de derechos para las grandes mayorías. Este es el único indicador de éxito que nos debe dejar con la conciencia tranquila.
¿Implica esto renunciar a la disputa por un modelo alimentario sostenible, que desmercantilice el acceso a una alimentación sana y proteja a los ecosistemas de la degradación? Nada más lejos de la realidad. En efecto, el modelo sojero ha afectado irreparablemente a la salud humana, la de nuestros bosques y a nuestra demografía rural. Ha vulnerado derechos, ha silenciado luchas y se ha cobrado vidas.
Durante años, Juan Grabois y el MTE han defendido territorios, han construido poder popular y comunidad organizada. Y así lo plasmó textualmente en la charla cuando afirmó que “el agronegocio sojero de base transgénica es marcadamente improductivo” por los pasivos ambientales y sociales que genera citando los desmontes, la expulsión del campesinado y los pueblos originarios, denunciando los problemas de salud que produce y las muertes de los niños wichí en el chaco salteño. Marcó también que quienes se dedican a esos negocios no tienen “pensamiento científico sino religioso, pero de la religión del Dios Dinero”.
Todo esto comentó al lado del llamado “Rey de la Soja”. ¿Dónde está la complicidad? Lo que Grabois reivindica es la posibilidad de hacer acuerdos en tanto y en cuanto beneficien nuestros objetivos comunes, sociales y ambientales. Ahora bien, transformar este modelo no será una tarea de un día para el otro. La palabra clave es la de la transición. En palabras de García Linera, ninguna revolución podrá realizarse hasta que no haya una masa social políticamente en movimiento, lo suficientemente extendida territorialmente y técnicamente sostenible. En criollo, para dar la batalla, las grandes mayorías tenemos que contar con los medios para ello.
Mejorar las condiciones de vida de nuestro pueblo no es un objetivo de máxima, que se logra en un horizonte lejano e idílico: es un imperativo ético y de supervivencia del presente. Es hora de abandonar la idea de que las grandes mayorías debemos batallar desde la inferioridad de condiciones, teóricas y prácticas; es hora de militar para vivir mejor y ser felices. Pues nada grande puede lograrse con la tristeza.
En un clima signado por la desesperanza y el hartazgo, construir ese horizonte es lo más valioso que podemos hacer. En ese proceso, la transición demandará esfuerzo y persistencia. La crisis climática y ecológica, la extrema desigualdad y la concentración de la riqueza en pocas manos, nos obligan a emprender transformaciones estructurales, sin dejar a nadie atrás. Cambios que sólo podrá impulsar un ambientalismo popular, un ambientalismo con la gente adentro, que avanza inclaudicable hacia la victoria y no pierde jamás de vista su objetivo de máxima: la conquista de derechos para las grandes mayorías.
A fin de cuentas, una militancia sin ética no tiene rumbo. Pero una militancia sin vocación para transformar la realidad es ineficaz.
Los autores son Jóvenes por el Clima y el Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE).
AR