—¿Y qué respondés a quienes están preocupados por tanto fiscalismo en un año electoral?
—Que lo peor que nos puede pasar en el año electoral es que haya otra devaluación.
Martín Guzmán a Revista Crisis, 9 de diciembre de 2020.
El año pasado la pandemia agravó todos los problemas que arrastraba nuestra economía y forzó al sector público a implementar un programa tan expansivo como inédito, que implicó la emisión de más de $2 billones, 7% del PBI. Sin embargo, y a pesar de este shock de pesos, la inflación se desaceleró 15 puntos porcentuales, pasando de poco más del 50% en 2019 a la zona del 35% en 2020. ¿Qué conclusión podemos sacar de esto? ¿Que ya está, que se cayó la teoría monetarista de la inflación y que el Banco Central puede emitir sin límites ni problemas? Lamentablemente, nada de eso. Veamos.
La emisión récord del año pasado generó un exceso de oferta de pesos que se tradujo, como suele pasar en nuestro país, en un exceso de demanda de dólares. Producto de este desequilibrio, el tipo de cambio paralelo acumuló una suba cercana al 100% en 2020 y las reservas netas del Banco Central se desplomaron casi 65% en 2020, terminando en la zona de US$5.000 millones y acercándose peligrosamente al mínimo de 2015. En igual sentido, la venta de divisas de la autoridad monetaria escaló de US$3.200 millones en 2019 a US$4.200 millones en 2020 (+30%), reflejando el aumento de las tensiones en el mercado de cambios oficial, incluso cuando entre ambos años se reimplantó el cepo.
El desequilibrio monetario, entonces, provocó una mayor demanda de dólares que dejó muy debilitado al poder de fuego del Banco Central, y acá radica el principal problema: actualmente la autoridad monetaria no está preparada para enfrentar una corrida tan larga e importante como la del año pasado —aún cuando la soja esté por encima de US$500 la tonelada—, de modo que será necesario achicar el rojo fiscal en 2021 si el objetivo es evitar una devaluación.
Ahora bien, este año es electoral y corregir los desequilibrios de las cuentas públicas suele ser un problema para los años impares, sobre todo cuando tenemos en cuenta que la economía se contrajo más de 10% el año pasado y se perdieron un quinto del total de los puestos de trabajo, es decir, cuando tenemos en cuenta que la asistencia del sector público al sector privado es más fundamental hoy que nunca.
Se abre, entonces, un dilema con dos salidas posibles, ninguna de las dos tentadoras: reducir el déficit fiscal, achicando las necesidades de emisión y las chances de una devaluación, o no ajustar el gasto público -seguir aumentando el gasto en subsidios, sostener el poder de compra de toda la pirámide de jubilados, etc.- corriendo el riesgo de que este año la emisión sí provoque un salto cambiario que acelere significativamente la inflación.
Al momento, pareciera haber dos posturas en el Gobierno, enfrentadas entre sí. La primera, liderada por el Ministro de Economía, y la segunda, expresada por los sectores más afines a la política económica llevada a cabo entre 2012 y 2015. La que tiene base en el Palacio de Hacienda postula una fuerte conexión entre el desequilibrio fiscal financiado con emisión y las presiones cambiarias. En sentido contrario, la que tiene mayor representación en el Poder Legislativo afirma que esa conexión no es tan relevante, especialmente si se controla de manera eficiente al mercado de cambios -o sea, si se endurece el cepo-. Por lo tanto, en este caso, las correcciones fiscales serían menos urgentes.
Ahora bien, alcanzado este punto aparece un nuevo problema. Más allá de la relación directa que pueda existir entre la emisión y las presiones cambiarias, hay una relación indirecta que es muy importante y opera a través de las expectativas. Aun cuando no haya conexiones “lineales” entre el exceso de oferta de pesos y el exceso de demanda de dólares, hay un vínculo indirecto: una política fiscal más laxa empeora las expectativas del mercado, alentando las operaciones de cobertura de los agentes financieros y las presiones sobre los dólares paralelos y la brecha. En consecuencia, aún cuando el efecto directo de la emisión sobre el mercado cambiario no sea relevante, hay un canal de expectativas que lo refuerza. Por lo tanto, los márgenes de acción, sea por un lado u otro, son muy acotados.
Dicho esto, vale destacar que existe una alternativa al financiamiento del déficit fiscal con emisión y es que el sector privado le preste al sector público una parte de los pesos que éste necesita. De esta forma, no sería necesario reducir (tanto) el gasto y las presiones cambiarias estarían controladas. Sin embargo, aquí aparece la paradoja del endeudamiento procíclico: cuanto menor es el desequilibrio de las cuentas públicas, mayor es la confianza del mercado en la trayectoria de la economía local y, por ende, mayor su disposición a financiar al Tesoro; en sentido contrario, cuando las urgencias son mayores, menores son sus “ganas de prestar”. En consecuencia, cuanto menos necesaria sea esta opción, mayor será su disponibilidad y, por tanto, menor será su costo.
En síntesis, el 2021 presenta un dilema del cual parece casi imposible salir por arriba. Se puede corregir parte del déficit fiscal y reducir las necesidades de emisión, ganando así tranquilidad para el mercado cambiario. Sin embargo, esta decisión traerá inevitablemente costos al frente político-social, que podrían ser muy importantes si pensamos en las elecciones de octubre. En sentido contrario, sostener los niveles de gasto público podría traer calma en el corto plazo al frente político y social, pero volverse insostenible pasados algunos meses, provocando una devaluación que acelere la inflación y profundice la caída del poder adquisitivo. Cuando se trata de minimizar daños y no de maximizar beneficios, nadie quiere tomar la posta: ¿devaluación o ajuste en el año electoral?